23

Durante una fracción de segundo nos quedamos inmóviles. El hombre tampoco se movió del umbral de la puerta. No gritamos.

¿Gritar? Una carcajada pugnó por salir de nuestra garganta. Como si gritar fuera a servirnos de algo.

El hombre hizo una seña a los que se encontraban a su espalda sin quitarnos los ojos de encima.

—Traed aquí a la otra chica y que el resto de los pacientes salgan de este pasillo con la enfermera —ordenó con el mismo tono sosegado e inexpresivo que le habíamos oído el día anterior.

Se oyeron pasos apresurados. Devon gritó. Luego Lissa fue llevada al consultorio, arrastrada con brutalidad por la mujer de la comisión. La puerta se cerró tras ellas con un fuerte golpe.

—Que venga Conivent —ordenó entonces el hombre.

La mujer asintió, soltó a Lissa y salió en su busca. Lissa y nosotras nos quedamos solas con aquel hombre en la consulta de la doctora Lyanne.

Nos observó con atención; su mirada fluctuaba de una a otra. No era más alto que Conivent, ni más robusto ni más ancho de hombros. Iba vestido como para asistir a la ópera: camisa y gemelos, chaleco oscuro, pantalones con la raya perfecta, zapatos negros. Notamos punzadas en la muñeca solo de recordar su presa. Y una angustia en el pecho al ver su expresión, una expresión que indicaba inequívocamente que, fuera cual fuese la situación y hubiéramos hecho lo que hubiésemos hecho —lo que habíamos creído que podríamos hacer—, jamás de los jamases saldríamos airosas. Podríamos luchar hasta sangrar, pero siempre ganaría él.

Y además terminaría la batalla sin que él perdiera la compostura ni su aspecto impecable.

—¿Jenson? —dijo Conivent al abrir la puerta, lo cual nos permitió entrever el pasillo vacío.

Aquel hombre, el señor Jenson, no se volvió para mirarlo.

—Dijo usted que este edificio era seguro, Conivent; que los pacientes estaban seguros, que nadie escapaba a la vigilancia en ningún momento. —Apenas había variación en su tono, ni siquiera cuando enfatizaba alguna palabra; tampoco hubo atisbo de cambio en su expresión—. Pero parece que esta niña estuvo sin vigilancia el tiempo suficiente para conseguir entrar aquí. ¿De quién es este consultorio?

Se produjo una mínima pausa antes de que Conivent respondiese, pero fue una voz distinta la que al final contestó:

—Es mío.

La doctora Lyanne estaba en el umbral de la puerta. Miró a Conivent, que le sostuvo la mirada y con un gesto enérgico del brazo le indicó que entrase. La pequeña estancia ahora estaba llena hasta los topes.

—Cierre la puerta —dijo Jenson, y así se hizo. Conivent estaba al otro lado.

Cada vez nos costaba más respirar.

—¿No es norma de la casa cerrar la consulta al salir? —preguntó Jenson.

—Solo salí un momento —contestó la doctora con voz calma y fría—. Mi intención era volver enseguida.

—La enfermera de servicio tiene también parte de responsabilidad —dijo Jenson. Por fin, apartó su vista de nosotras para dirigirla hacia la doctora Lyanne. Fue como si nos liberaran de una carga aplastante, como emerger a la superficie desde las profundidades del océano—. Lo que me gustaría saber es por qué estas pacientes tenían tanto interés en entrar aquí.

La doctora nos observó.

—Quizá deberíamos preguntárselo a ellas.

—Mentirían —dijo Jenson—. Sería una pérdida de tiempo.

Entonces la mujer se fijó en el montón de carpetas apiladas sobre su mesa. Me dio un vuelco el corazón al ver que las habíamos dejado allí de cualquier manera. Después nos escudriñó con la mirada, y de paso también al archivador. A continuación se acercó al mueble, que solo tenía dos cajones. Cuando abrió el de abajo, vio la carpeta que había encima de los demás, la que no habíamos tenido tiempo de devolver a su sitio.

Yo seguía intentando que se me ocurriera algo que decir. O algún sitio hacia donde echar a correr; podríamos apartar a la doctora de un empujón, agarrar a Lissa y salir a toda pastilla.

La doctora Lyanne levantó la vista y nos miró.

—Démela —dijo Jenson. Ella tomó la carpeta y se la entregó.

El hombre la abrió y Lissa, Addie y yo tuvimos que quedarnos allí de pie mientras él leía hoja tras hoja y nosotras nos queríamos morir, porque el miedo y el no saber lo que contenía aquella carpeta nos estaban haciendo sentir tan mal que apenas podíamos respirar.

Por fin, Jenson levantó la vista y examinó nuestros rostros. Aquel informe que acababa de revisar era el de Eli. Intentamos mantener una expresión indiferente, pero no fuimos capaces. Comenzamos a ver borroso y la piel nos escocía a causa del calor.

—Un caso interesante —comentó.

—Estaba archivado en «Vacunas» —soltó Addie de repente, y volvimos a ver el despacho borroso. Procuramos no parpadear, porque si lo hacíamos terminaríamos llorando, pero llorando de verdad, y eso sería otro signo de debilidad ante aquel hombre que no mostraba ninguno en absoluto.

La doctora Lyanne irguió los hombros. Lissa seguía junto a la puerta, tan quieta y callada que parecía parte del mobiliario, pero tenía los ojos clavados en nosotras. No en el hombre de la comisión evaluadora ni en la doctora Lyanne. En nosotras.

—Esas vacunas que les ponen a los bebés… —dijimos—. Ustedes les meten algo para… —El nudo en la garganta nos obligó a frenar para tomar aire. Cayó una lágrima—. Para matar a una de las dos almas. Para impedir que las personas sean híbridas.

La condición de híbrido era genética. Eso se consideraba un hecho cierto y probado. Pero en el resto del mundo… en el resto del mundo predominaban los híbridos. Sin embargo, aquí había muy pocos y siempre nos habían hecho creer que solo era cuestión de genética, que más o menos dependía de cómo eras engendrado, como nos habían enseñado en clase de biología, pero es que no era así en absoluto…

—No se trata de eso —aclaró la doctora Lyanne—. La mayoría de los habitantes de este país pierden el alma recesiva de todos modos. Las vacunas solo… ayudan…

—¡Son nocivas! —exclamó Addie—. ¡Son veneno! ¡Nos están envenenando a todos! —Fijamos una mirada borrosa pero firme en Jenson—. Y cuando no da resultado, cuando hay alguien como Eli, o Cal, o nosotras, entonces ustedes van y nos encierran y vuelven a intentarlo. Y a veces hasta pueden escoger quién quieren que muera.

Había almas dominantes y almas recesivas, ya marcadas desde antes de nacer, registradas en el ADN. Un «proceso natural», insistía nuestra orientadora durante todas aquellas sesiones. Inalterable. Incuestionable.

Desde luego, no para que fuesen los médicos quienes eligiesen, allí, en esos fríos pasillos, bajo aquellas crudas luces blancas.

—¿Quién decidió que Eli no era adecuado para vivir en sociedad? —preguntó Addie a la doctora Lyanne—. ¿Quién decidió que no estaba a la altura? ¿Quién le dijo a Cal que tendría que ocupar su puesto y responder a un nombre que no era el suyo durante el resto de su vida? ¿Usted?

Me pareció que la doctora se estremecía. Y Addie también debió de verlo, porque se irguió.

—¿Tienes algo más que decir? —preguntó Jenson, con una expresión tan serena que hasta parecía que estaba aburrido.

—¿Quién sabe todo esto? —inquirió Addie con calma—. Mis padres no; sé que no. Nadie más que la gente como ustedes, ¿verdad?

Jenson nos sostuvo la mirada.

Y acto seguido llamó a los guardias de seguridad.

Nos encerraron en nuestro dormitorio, así que no pudimos ver qué ocurrió. Solo oímos un portazo y los gritos de Lissa; y más y más gritos de Lissa.

—¿Lissa? —llamó Addie. Aporreamos la puerta y luego la pared—. ¿Lissa? ¡Lissa!

No hubo respuesta. Sollozaba, la oíamos desde nuestro lado de la pared, pero no contestó, y nosotras no sabíamos qué había pasado, qué había sido de ella.

—¡¿Lissa?!

Forcejeamos con la manilla, pero no logramos que funcionara.

—¡Abran la puerta! —gritó Addie—. ¿Qué han hecho? ¿Qué le han hecho?

Nadie acudió. Lissa seguía llorando. Nos paseamos por la habitación como bestias enjauladas, muy nerviosas, pero no había modo de salir de allí y llegar junto a ella.

Excepto por la ventana, dije.

Addie no lo dudó. Ni se paró a pensarlo. Levantó la pequeña mesilla de madera que había junto a la cama y la estrelló contra la ventana. El cristal se hizo añicos, que cayeron al patio con estrépito. Nos asomamos y alcanzamos la ventana de Lissa, así que también la rompimos, con un movimiento en vaivén desesperado que a punto estuvo de provocar que la mesilla se nos escapara de la mano. No había mosquitera; aquellas ventanas eran fijas.

Tampoco había alarmas, aunque solo lo pensé cuando ya estábamos saliendo por la ventana. El viento nos alborotó el pelo. Habíamos quitado casi todas las esquirlas de cristal del marco, pero cuando encontramos un sitio donde apoyar el pie en el alféizar teníamos las piernas y los brazos ensangrentados.

El cielo era un mar de crema y melocotón, solo enturbiado en el centro por una vaporosa espiral de color frambuesa.

No miramos hacia abajo. Estábamos en el tercer piso y una parte de mí reía histérica. La situación parecía sacada de uno de los libros de aventuras de Lyle. Pero en esos libros nadie muere por caerse de un alféizar al intentar alcanzar temerariamente la ventana de otra habitación a un metro de distancia. Nosotras no teníamos esa seguridad.

Contuvimos la respiración y soltamos una mano del borde de la ventana para agarrarnos a la de Lissa. No habíamos despejado bien los cristales de aquella parte y se nos clavó una esquirla, pero no nos soltamos. Pusimos un pie en el alféizar de la ventana, nos impulsamos con el otro y aterrizamos en el interior de la habitación de Lissa, con algún corte y manchadas de sangre, pero más o menos ilesas.

Lisa estaba boquiabierta. Tenía lágrimas en las mejillas y las gafas torcidas. Nos miró fijamente y preguntó con voz ronca:

—¿Estás bien? ¿Estás bien? ¿Ese hombre te ha hecho daño?