26

Pasamos aquella noche en el sótano, acurrucadas en la habitación enfrente a la de Jaime y escuchando nuestra propia respiración en medio de la oscuridad. Poco a poco fue cediendo el malestar y nos fuimos adormeciendo. Pero cada vez que nos dormíamos, la doctora Lyanne venía a despertarnos. Decía algo sobre traumatismo craneal y sobre asegurarse de que no habíamos sufrido daños cerebrales.

Daños cerebrales. Era para reírse, y ella torció el gesto.

Nos dormíamos y nos despertaban, nos dormíamos y nos despertaban, los sueños se entretejían con la realidad y la realidad se fundía con los sueños. No sé si fue sueño o realidad cuando nos levantamos en plena noche y, por la ventanita de la puerta, vimos la puerta de la habitación de enfrente abierta de par en par. La lamparita del velero. La silueta de una figura sentada en el borde de la cama, abrazada a un niño que no hacía más que balbucear palabras sin sentido sobre alguien que ya no existía.

Quizá fuese real. O quizá fuesen mis deseos, que se manifestaban como sueños. Nuestros recuerdos de mamá sentada en la cama de Lyle cada vez que estaba enfermo. O en la nuestra cuando nosotras teníamos fiebre.

Estábamos demasiado confundidas como para saberlo con certeza.

Pasó la noche, aunque no había manera de asegurarlo estando bajo tierra. No había ventanas. Ni sol. Ni siquiera el ajetreo de médicos y enfermeros que marcaban el inicio de una nueva jornada en la Clínica Normand en los pisos altos del hospital. No, allí abajo el único modo de saber que tocaba levantarse fue la voz de la doctora Lyanne cuando vino a llamarnos.

Estábamos agotadas tras el ciclo de dormirnos, despertarnos, dormirnos, despertarnos, pero ella tenía aspecto de no haber pegado ojo en toda la noche. Nos dijo que en principio estábamos bien y que volveríamos con los demás niños a la hora del desayuno.

Ryan, dije cuando por fin lo vimos en el comedor y, a juzgar por su expresión, también él se tranquilizó al vernos. Nuestros ojos rastrearon la mesa en busca de Lissa, pero no estaba. Cal sí estaba allí —daba igual lo que dijeran los médicos, era Cal—, con los ojos más pesados que nunca. Y también Kitty, con la mirada fija en su plato y movimientos mecánicos de una muñeca. Pero Lissa no estaba. Ni Hally.

Cuando Addie fue a sentarse al lado de Ryan, la enfermera lo impidió.

—Me han dicho que os mantenga separados —dijo con voz inexpresiva—. Busca otro sitio, cariño.

Ryan apretó los labios pero no protestó, se limitó a contemplar cómo Addie se dirigió a paso lento hacia el otro extremo de la mesa.

Aun así, la enfermera nos vigiló con su ojo de águila durante todo el desayuno. Addie mantuvo nuestra vista fija en la bandeja amarilla de comida industrial y nuestra boca cerrada. Y cuando la enfermera llamó para que formáramos una fila, Addie ni siquiera intentó colocarse junto a Ryan. En la sala de estudio, se sentó con una de las niñas más pequeñas, frente a Bridget. Ninguna de ellas nos miró a los ojos. Ahora éramos como Cal: un peligro.

Aquella mañana se cumplía nuestro quinto día en la clínica. Tuve que volver a contar hacia atrás para saber en qué día de la semana estábamos: miércoles. Todos los días eran iguales. ¿Qué importaba si era lunes, martes o domingo? Se había terminado el ir andando al colegio, las risas en los pasillos en los cambios de clase, las carreras hacia la cafetería a la hora de comer. Solo había una silenciosa y lúgubre sala de estudio y catorce internos vestidos de azul Normand. Bueno, trece, porque Lissa y Hally habían desaparecido.

Me sorprendí preguntándome tonterías. ¿Qué clase de ropa se ponía Kitty antes de llegar allí? ¿Le gustaban los vestidos o, con tantos hermanos como tenía, insistía en llevar pantalones? ¿Y Bridget se ponía lazos negros en las trenzas porque le gustaban o porque había elegido precisamente los de ese color cuando se fue de casa?

Observamos a todos aquellos niños inclinados sobre sus redacciones y sus cuadernillos de trabajo sin sentido. Aún no sabía los nombres de la mayoría de ellos, con algunos no había cruzado ni una palabra, y un sentimiento de culpabilidad comenzó a provocarme un dolor físico. La mayor parte de ellos no eran mucho mayores que Lyle. Intenté mirarlos uno por uno y captar detalles de sus caras, de su pelo, de su modo de sentarse o dejarse caer en las sillas. Una niña tenía una maraña de rizos castaño claro. El niño que se sentaba a su lado tenía la cara pecosa y las uñas mordidas hasta la piel. Muchos llevaban zapatillas deportivas, pero unos cuantos calzaban zapatos de colegio, como nosotras. Una niña tenía puestas unas sandalias blancas, otra unos zapatos negros de vestir, como si la hubieran abducido cuando se encontraba en una fiesta y la hubieran traído a la Clínica Normand sin pasar por casa.

Pero con cada pequeño detalle que advertía de los niños híbridos que nos rodeaban, un pensamiento repulsivo crecía imparable en mi interior. ¿Cuántos terminarían como Jaime? ¿Cuántos sucumbirían bajo el bisturí, cuántas almas gemelas tendrían que despedirse entre susurros mientras la anestesia les robaba la fuerza de sus miembros?

Lissa, me repetía una y otra vez. Un gemido de miedo. No podía parar. Lissa, Hally.

Se nos rompió la punta del lápiz, y el señor Conivent se acercó para darnos un lápiz nuevo. Vestía la misma camisa blanca e impecable que llevaba el día que había ido a casa para apartarnos de nuestra familia. Aquella camisa como la nieve y el hielo: los puños con vuelta, el cuello duro. Se acercó a nosotras y se inclinó para susurrarnos al oído muy, muy bajito:

—Parece que hoy va a hacer un día precioso. —Y dejó caer el lápiz con la punta hacia abajo para que nos pinchara la mano—. Un día perfecto para una cirugía.

En efecto, hacía un día precioso. Lo pudimos comprobar cuando la enfermera bajó con nosotros los tres pisos de escaleras y nos sacó fuera por la puerta de atrás. Una especie de agitación cundió entre los niños en cuanto pusimos el pie en la escalera después de la sesión de estudio, literalmente casi un zumbido de entusiasmo.

—Nos van a llevar al patio —susurró Kitty. Eran las primeras palabras que nos decía desde nuestro regreso, y aunque ni siquiera nos miró, al menos nos dijo algo, y debía de tener alguna razón.

¿Qué les habrían dicho las enfermeras a los demás niños, si es que les habían dicho algo? ¿Les habrían indicado que nos dejaran en paz, o habría sido una reacción natural? La reacción natural de evitar a los que causaban problemas, como Cal, como Eli, por miedo de que les metieran a ellos en algún lío.

El patio era mucho más grande de lo que parecía visto desde el tercer piso. La valla de tejido metálico se alzaba al menos un metro y pico por encima de nuestras cabezas, y no había portón de salida. Nos habían dejado salir de una jaula para meternos en otra. Pero mientras el interior del hospital era aséptico y frío, al menos alguien había procurado que el patio pareciese acogedor. En cualquier caso, estaba lleno de objetos propios de los juegos infantiles: un aro de baloncesto en una estructura desvencijada, un surtido de juegos de plástico para niños que incluso a Cal le resultaría complicado utilizar. El suelo tenía casillas medio borradas para jugar a la rayuela. En un rincón se alzaba una casita de juguete roja y rosa chillón, con sus puertas de plástico abiertas como en un bostezo. Y eso era solo lo que podíamos ver desde las escaleras; lo irregular del lateral del edificio hacía que algunas zonas del patio quedasen ocultas a la vista.

La enfermera se puso a repartir pelotas de goma y combas para saltar con mangos de plástico. Se las quitaron de las manos en cuanto las sacó de la bolsa. Luego, entre gritos y risas casi histéricas, todo el mundo se dispersó. Kitty volvió la cabeza para mirarnos, dudó, y al final se fue con los demás.

En nuestra mente aún resonaban las palabras del señor Conivent. ¿Dónde estaban Lissa y Hally? ¿Había mentido la doctora Lyanne cuando nos dijo que estaban bien? ¿Cómo podían estar bien si las tenían ocultas de aquella manera, apartadas del grupo?

Vimos a Ryan al otro extremo del patio, medio oculto por un saliente del edificio, en el pequeño espacio entre la pared rugosa y la valla. La enfermera estaba intentando poner orden en una discusión entre dos niños por una pelota. Addie aprovechó la oportunidad para escabullirse hacia él.

—¡Addie! —exclamó Ryan en cuanto llegamos como una flecha a la sombra del edificio. Estaba apoyado en la pared, pero se inclinó hacia delante para hablar—. Gracias a Dios. ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien? ¿Y ella dónde está? ¿Dónde está mi hermana? —Su mirada recorrió los vendajes que llevábamos en la frente, la mano y las piernas—. ¿Qué ha pasado?

—No sé dónde está Lissa —contestó Addie.

Él se quedó perplejo. Su angustia hizo que algo en mi interior se retorciese tanto que temí que me fuera a romper.

—¿Cómo no vas a saberlo? Estaba contigo. ¿O no?

Addie le contó cómo habíamos llegado a la habitación de Lissa por la ventana. Cómo habíamos huido hacia el tejado. Cómo nos habíamos caído para luego despertar en la oscuridad. Qué —y a quién— habíamos visto.

Le contó la terrible información que había desencadenado todo aquello. Lo que habíamos descubierto en el despacho de la doctora Lyanne; lo de las vacunas; lo de Eli y Cal. Lo que el hombre de la comisión evaluadora había dicho cuando encerraron a Lissa en su cuarto.

Addie hizo una pausa para respirar y Ryan se limitó a seguir mirándonos, sin moverse. Hacía un calor increíble, incluso a la sombra del edificio. Teníamos la blusa pegada a la piel a causa del sudor. Addie repitió, en el tono justo para que él oyese, lo que Conivent nos había dicho al oído aquella mañana.

Durante una larga pausa —una larga e insoportable pausa— nadie dijo nada y el mundo entero se paralizó.

Luego Ryan preguntó:

—¿Le diste tu chip?

Addie bajó la vista al calcetín. No, no se lo habíamos dado. Ni se nos había ocurrido; nuestro silencio lo dijo todo.

—¿Por qué no se lo diste? —añadió Ryan. De pronto empezó a moverse nervioso, haciendo leves movimientos con las manos y los pies, como si quisiera echar a andar o frotarse las sienes o algo así, pero los interrumpía casi en el momento de iniciarlos. Miró hacia arriba, luego hacia abajo, con la boca ladeada, los labios apretados—. Para eso son, Addie. Para que cada uno pueda saber dónde está el otro. Para no perdernos…

Las mandíbulas empezaron a dolernos de tanto apretarlas.

—Ni siquiera se me ocurrió, ¿vale?

Ryan se llevó el puño a los labios.

—Creí que estaba contigo. Podría estar en cualquier parte. Podrían estar…

—Y yo estaba cayéndome del tejado —espetó Addie—. En aquel momento estaba un poco ocupada.

Ryan no fue capaz ni de gritar. Se controló lo suficiente para replicar en tono bajo, pero le temblaba la voz:

—¿Demasiado ocupada para salvar a mi hermana?

—Ryan, eso no es justo —salté yo, y me mordí la lengua. Porque lo había dicho yo. No tuve tiempo para ser consciente de lo que estaba haciendo ni de cómo lo había hecho ni de lo que eso significaba ni de nada en absoluto, porque Ryan estaba siendo injusto y Addie se estaba enfadando y yo logré, al límite, sí, pero logré asumir el control. Estaba temblando a causa de la tensión de mantenerme erguida, de hablar y pensar y observar y reaccionar y moverme. Añadí—: Así no estás ayudando, Ryan. Esto no ayuda en nada. No le dimos el chip. Lo siento. Pero ahora ¿qué? Ahora ¿qué?

Nos observó con atención. En un tono que no comprendí ni intenté comprender, porque ya tenía bastante con emplearme a fondo para tener todo bajo control, dijo:

—¿Eva?

Fue una sensación curiosa, como nadar en melaza. Notaba nuestras extremidades pesadas, espesas. No podía moverme, pero por lo visto Addie tampoco. Estábamos como atascadas en un punto medio. El corazón nos latía a un ritmo febril, la única parte de nuestro cuerpo que se movía. Estábamos petrificadas, sudando bajo aquel calor, con nuestra mano sana apoyada en el muro del edificio, notando cómo su textura granulosa y áspera se nos clavaba en la palma.

Addie, llamé.

Entonces Ryan tomó nuestra mano vendada entre las suyas. Si alguna —cualquiera de las dos— hubiera tenido un control pleno, quizá nos habríamos estremecido de dolor cuando sus dedos presionaron la herida con demasiada fuerza. Pero estábamos estancadas en aquel punto medio, en aquel terrible punto medio, y el dolor quedó amortiguado por la batalla que se estaba librando en nuestra mente. El contacto de los dedos de Ryan me resultó familiar, fue el mismo que había sentido la primera vez que me encontré sola en nuestro cuerpo, ciega y con la impresión de que no había nada que me mantuviese anclada al mundo. Luché para seguir al mando, para cerrar mi mano en torno a la suya, porque tenía que tranquilizarse. Tenía que ser capaz de pensar. Teníamos que salvar a Lissa y Hally.

Pero no podía; no podía apretarle la mano, porque Addie estaba luchando por lo contrario.

—Addie, por favor, déjala —rogó Ryan en voz baja; todo lo que decíamos tenía que limitarse a un susurro. Pero sus palabras fueron muy claras—. Deja que Eva asuma el control. Solo un momento, ¿de acuerdo?

Addie se echó a llorar. Pero ya no controlaba nuestro cuerpo con fuerza suficiente para que las lágrimas aflorasen. Su llanto fue silencioso e invisible, para todos menos para mí. Igual que el mío lo había sido para todo el mundo excepto para ella durante todos aquellos días, semanas y meses después de asentarnos. Después de quedar relegada a un rincón y encerrada en mi propio cuerpo, como si mi piel fuese una camisa de fuerza y mis huesos los barrotes de una cárcel.

Me dejé ir.

—Suéltame —dijo Addie entre dientes. Nos ardía la cara. Nos ardía todo el cuerpo. Volvió la espalda a Ryan, que nos soltó la mano sin rechistar.

Addie se giró hacia la valla con respiración agitada y los brazos tensos a nuestros costados. Sus emociones chirriaron al rozar las mías, tan entremezcladas que no fui capaz de distinguirlas. Contempló el aparcamiento. El metal caliente nos presionó el rostro y aferramos el tejido metálico con tanta fuerza que los eslabones nos dejaron marcas en la piel.

El fuego comenzó a apagarse, reemplazado por un malestar profundo y frío. Como ruido de fondo se oían los gritos y las risas de los niños por todo el patio.

—Lárgate —dijo Addie. Cerró los ojos, perdida por un momento en el torbellino de nuestra propia mente. Cuando volvió a abrirlos, vio que Ryan se había quedado a un par de metros de nosotras y seguía observándonos—. No soy ella —dijo entonces con la cara contraída—. No soy Eva. Así que… basta… basta ya…

Ahora sus lágrimas eran de verdad, resbalaban por nuestras mejillas. Ryan vaciló, pero Addie lo miró furiosa y él terminó por desaparecer tras la esquina del edificio.

Noté cómo Addie se aislaba en un espacio vacío y yermo. Un lugar seguro, silencioso, dormido y frío. Comenzó a dolernos el pecho. Nuestra respiración se hizo entrecortada. Una extraña ráfaga de viento levantó la tierra del suelo junto a la valla y la hizo girar en espiral en torno a nuestros zapatos y calcetines.

Addie, dije con voz suave, colándome por los resquicios del confinamiento que se había autoimpuesto. Noté cómo se estremecía en nuestro interior, cómo se encerraba en sí misma e intentaba dejarme fuera. Addie, lo entiendo. En serio. Lo entiendo.

Si yo asumía el control y Addie lo perdía, yo sería ella y ella sería yo: se quedaría inmovilizada. Podría ver y oír, pero paralizada. La entendía.

Yo no voy a forzar nada, continué. ¿Addie? ¿Me oyes? Nunca. Nunca jamás.

No respondió y siguió con la vista clavada en la valla, sin expresión. Había unos cuantos coches aparcados cerca del edificio y un poco más allá una furgoneta negra. El patio trasero de Normand no era la joya verde y perfecta de la zona de entrada. Un mensajero descargaba cajas de la furgoneta con la gorra calada hasta las cejas para protegerse del sol inclemente. Hizo movimientos circulares con los hombros, estiramientos con los brazos y flexiones con los dedos antes de levantar una voluminosa caja y llevarla en brazos hacia una puerta lateral. El trayecto lo condujo a solo unos metros de nosotras. Lo observamos en silencio. El hecho de prestarle atención significaba que no teníamos que prestarnos tanta atención la una a la otra, podíamos hablar sin escudriñar el alma de la otra.

Podemos esperar, dije. No me importa.

Pues claro que te importa, respondió, rompiendo nuestra precaria paz. Se nos encogió el corazón. Cerró los ojos. Tú quieres moverte. Quieres tener el control. Quieres… Quieres asumir el control cada vez que él se acerca. Y yo… Respiró hondo; nos dolían los músculos por la tensión de las extremidades. Y yo

Algo golpeó la valla y nos hizo salir sobresaltadas de las profundidades de nuestra mente. Volvimos de golpe al mundo circundante: al patio, al aire seco y caliente, a los eslabones de metal que sujetábamos. A la valla. Algo se había quedado enganchado allí, un trocito cuadrado de cartón empujado por el viento. Nos inclinamos para intentar atraparlo. Teníamos la mano lo suficientemente pequeña como para pasarla por la alambrada. Soltamos un gemido cuando la retiramos y el áspero alambre nos arañó la piel.

La frase inconclusa de Addie seguía suspendida entre nosotras, como el humo o una telaraña: Y yo… Y yo… Pero quedaría inconclusa para siempre. Leímos el mensaje garabateado con rotulador negro en el trozo de cartón.

Addie y Eva:

Queremos ayudaros a salir de aquí.

Addie alzó la vista, pero no vio a nadie. Solo los coches y el pavimento y el… el mensajero, que casi había llegado ya al edificio.

Vio que lo estábamos observando y sonrió.