10

La clase de historia se nos hizo extraña y vacía sin ella, aunque todo el mundo parecía ocupar más espacio que de costumbre, presas aún del frenesí de la persecución del día anterior. Addie no le contó a nadie que habíamos estado allí, y procuramos pasar inadvertidas al fondo del aula.

Le ha pasado algo, dije.

No seas melodramática. ¿Acaso has oído que se hayan llevado a una niña? ¿La viste por la tele? Lo más probable es que esté indispuesta. O simplemente se ha quedado en casa, como

Como ambas habríamos querido hacer.

¿Y si ha resultado herida?, pregunté. ¿Y si… la pisotearon o algo así?

Addie se estremeció.

Por Dios, Eva, mira que eres tétrica. ¿Qué probabilidad había?

Pero su intranquilidad se mezclaba con la mía y la sorprendí mientras escudriñaba a los chicos que recorrían los pasillos entre clase y clase, quizá buscando a Devon. Él lo sabría. Pero la verdad es que hasta la fecha no habíamos coincidido demasiado en el colegio, y aquel día no iba a ser una excepción.

Regresamos a casa solas. Hacía mucho tiempo que las otras amigas de Addie habían dejado de pedirle que fuesen juntas, y ya nadie nos esperaba.

Aquella noche dormimos un poco mejor, más que nada por puro agotamiento, pero soñamos con luces de emergencia y sirenas aullantes.

Hally tampoco fue al colegio al día siguiente.

Quizá deberíamos pasarnos a verla, dije de camino a casa.

Está enferma, repuso Addie, aunque no pudo ocultar cierto titubeo en su voz. A mí no podía engañarme. A nadie le apetece recibir visitas cuando se encuentra mal.

Y no hubo manera de convencerla, por mucho que lo intenté.

El jueves, en clase de historia, el pupitre de Hally seguía vacío.

Vamos a ir. Hoy mismo, dije.

Pero esa tarde papá necesitaba que alguien se quedase en la tienda mientras él hacía unos recados, así que vino a buscarnos al colegio. Cuando volvió preguntó si podíamos reponer las latas. Y después hubo que repasar el talonario de recibos y hacer el recuento de las ventas hechas la semana anterior.

Cuando terminamos ya estaba oscureciendo. Papá nos llevó a casa y nos despidió con un beso en la frente y la promesa de que volvería antes de que nos acostáramos. Quizá, dijo con una sonrisa, cuando llegaran las vacaciones, él y mamá se tomarían unos días libres e iríamos todos a las montañas. De acampada.

Addie le devolvió la sonrisa.

Me pregunté si papá recordaría la primera vez que fuimos de acampada, antes de que naciera Lyle. Addie y yo teníamos cuatro años, y papá se había pasado lo que me pareció una eternidad y media sentado en un tronco conmigo frente al fuego, bajo las estrellas, enseñándome a juntar los pulgares sujetando una brizna de hierba y a silbar soplando entre ellos.

—Lyle tiene algún problema con las matemáticas —le dijo mamá a Addie en cuanto entramos en la cocina—. ¿Por qué no le ayudas mientras termino de preparar la cena?

Y así pasamos la noche. Pensé en pedirle a Addie que llamara por teléfono, pero ni siquiera teníamos el número de los Mullan. Nunca nos había hecho falta llamar.

Ya van tres días, dijo Addie. Seguro que mañana estará de vuelta.

No estaba. Pero cuando recogimos la mochila para salir del aula al terminar las clases, alguien nos cortó el paso. No era Hally, ni Lissa.

Era Devon.

Addie se quedó mirándolo y él la miró a su vez. Nuestros dedos aferraron el marco de la puerta.

—Hola —saludó Addie—. ¿Qué estás haciendo aquí?

La señorita Stimp nos observaba desde su mesa. Devon frunció el ceño y ella desvió la mirada y se puso a revolver entre sus papeles, con las manos muy pálidas y la cara sonrojada.

Devon apretó los labios y luego se volvió hacia nosotras.

—Ven, hablemos fuera.

Salimos del edificio tras él y dejamos atrás el aparcamiento. Seguimos andando hasta a un lugar tranquilo donde crecían unos árboles, justo en el límite del recinto del colegio. Addie sudó para seguir el ritmo de las largas zancadas de Devon. Aquella mañana había llovido y la tierra blanda se hundía, salpicándonos los zapatos de charol. El aire estaba impregnado de olor a hierba mojaba.

—¿Qué pasa? —preguntó Addie por fin—. Cuéntanos, Devon…

Él se giró, y se detuvo de manera tan brusca que estuvimos a punto de chocar contra él.

—Hally y Lissa se han ido.

Ido. La palabra nos cayó como una losa sobre el pecho. Addie tragó saliva.

—¿Qué quieres decir?

Devon echó una mirada alrededor antes de contestar. Estaba tan tenso que casi temblaba, como un muelle atado con sedal de pescar a punto de romperse.

—Debería haber sido más cuidadosa. Solo quería mirar, pero tenía que haber… —Se interrumpió y miró hacia otro lado. Los árboles, inmóviles y silenciosos, resplandecían con las gotas de lluvia—. No somos como el resto de vosotros. No podemos dejarnos ver cerca de cosas como las redadas. No podemos dejar que nos vean demasiado cerca. Se la llevaron y la interrogaron.

Una oleada de emociones encontradas se extendió por su rostro con demasiada rapidez para poder descifrarlas.

—Se la han llevado —repitió.

—¿La Policía?

Manos ásperas. Luces de emergencia azules y rojas. Sirenas que aullaban y aullaban y aullaban.

Devon seguía mirando hacia otro lado, la vista fija en los delgados troncos blancos, temblando. Se estaba levantando viento y las hojas susurraban.

—Al principio sí. Y luego el hombre de la clínica.

—¿Qué clíni…?

Devon se giró con brusquedad para mirarnos.

—¡Y todo porque quería mirar! —Su voz perdió fuerza, como un rumor de angustia aprisionada en una caja de acero—. Le dije que no fuese. Ryan también se lo dijo. Pero ella nunca, nunca escucha. —Se apretó las sienes con los dedos. Cuando volvió a hablar, su voz sonó firme pero inexpresiva—. Después fueron a casa y nos dijeron que es mentalmente inestable. —Tenía la mirada turbia. Fría—. Dicen que necesita cuidados especiales intensivos antes de que sea demasiado tarde para salvarla. Quieren corregirla. Pretenden corregir a mi hermana, Addie.

Inestable. Cuidados especiales.

Demasiado tarde.

Sentí cómo Addie se retorcía y se agitaba a mi lado mientras vertía su angustia dentro de mí y la mía se filtraba en su interior.

Hay que hacer algo antes de que sea demasiado tarde.

Eso era lo que los médicos, los especialistas y la orientadora con el pelo corto y gris les habían dicho a mis padres mientras nosotras escuchábamos con la oreja pegada a la puerta.

—Pero… —dijo Addie—. Pero ¿cómo? No pueden…

—Le hicieron pruebas. Escáneres. Nos enseñaron papeles. Con firmas de las autoridades. Asustaron a nuestros padres, los convencieron de que estaba en peligro, de que sería un peligro. No pudimos hacer nada.

Nos quedamos mirándolo mientras el viento nos alborotaba el pelo.

—Y a mí también me van a llevar —añadió Devon.

Nuestros dedos se aferraron al árbol más cercano como si lo quisieran estrangular.

—¿Así por las buenas? —susurró Addie.

No pueden, intervine. De ninguna manera. No pueden.

Devon y Ryan nos miraron. Un par de ojos, dos personas.

—Quizá jamás lleguemos a asentarnos. Para ellos ya es motivo suficiente.

Teníamos la garganta seca, los pulmones como esponjas empapadas en melaza.

Y luego Devon mutó; un cambio repentino y brusco como un salto inesperado. Nada sutil.

—Márchate —dijo Ryan.

Addie hincó las uñas en el árbol.

—¿Qué?

—Van a revisar los historiales, Addie —dijo con voz más suave, casi como la que había oído a veces cuando se sentaba a mi lado en el sofá y me hablaba sobre sus distintos proyectos y me enseñaba su funcionamiento. El pequeño robot que guardaba el suficiente equilibrio para andar de un lado a otro de la mesa; la caja de metal que no se abría a menos que apretaras los botones en cierta secuencia—. Van a preguntar con quién nos relacionamos. Quién nos visita. Con quién hacemos los trabajos escolares. Y tu ficha… tu ficha les va a resultar muy, muy interesante.

El viento gimió e hizo que los arbolitos se mecieran. Nosotros nos mecimos con ellos.

—Márchate, Addie. —En la voz de Ryan había un temor que nos revolvió las entrañas—. No vuelvas a casa. Vete.

—Ya, sí, «vete» —repitió Addie—. ¿Y mis padres? ¿Y Lyle?

—¡De todas maneras tendrás que separarte de ellos! —replicó él con voz tensa y ronca, como reprimiendo un grito—. Addie, vete o te llevarán a ti también.

—¡Pero me devolverán! Siempre lo hacen. Me he asentado. Siempre he vuelto a casa.

Silencio. Y martilleo en las sienes y fuertes latidos.

—¿Y tú? —Las palabras se quebraron al salir de nuestros labios—. ¿Vas a escaparte?

Negó con la cabeza.

—No puedo. Ya se han llevado a Lissa y Hally. Pero tú tienes que irte. Addie, por favor, márchate. No puedes… Eva…

—¡Devon! —gritó una voz—. ¿Devon Mullan?

Ryan se puso tenso. Addie se volvió lo justo para ver un hombre de camisa blanca bajar de un coche. Se acercó con largas zancadas, la boca cada vez más apretada a medida que sus zapatos se iban salpicando de barro.

—Así que estás aquí, Devon. —El hombre era alto, fibroso, de mandíbula firme y pelo corto y oscuro. Aparentaba más o menos la edad de nuestros padres, no más de cuarenta y cinco años. De aspecto atractivo, enérgico, profesional—. Estaba a punto de dejar de buscarte e ir a ver si te habías ido a casa. ¿No habíamos quedado delante de tu taquilla?

—Me olvidé —contestó Ryan con voz inexpresiva.

El hombre nos miró. Mejor dicho, nos echó una ojeada. Pero una ojeada que me hizo sentir desnuda, como si pudiera ver más allá de nuestros ojos y descubrirnos acurrucadas en la nebulosa de nuestra mente.

—Bueno, no pasa nada —dijo, aunque con un tono de que había pasado algo muy grave. Señaló su coche con un gesto. Resplandecía a un lado de la carretera como un monstruo negro al acecho—. ¿Listo?

—Un momento —dijo Ryan. Giró sobre los talones y dio un paso hacia nosotras.

Antes de que nos diéramos cuenta, nos rodeó con sus brazos. Addie se estremeció e intentó soltarse, pero él nos retuvo. Me vi aprisionada por un cuerpo y aprisionada entre sus brazos, y tuve la sensación de que la verdadera cárcel era mi cuerpo.

—Márchate —nos susurró al oído.

Luego nos soltó y echó a andar hacia el coche con las manos en los bolsillos y caminar pausado. Lo seguimos con la mirada.

—Muy bien —dijo el hombre de la camisa blanca. Nos sonrió, y su sonrisa fue como una amenaza envuelta en una promesa. Y atada con un lazo—. ¿Así que tú eres Addie?

Addie tragó saliva.

Lo sabe, dije. No es una pregunta.

—Sí —respondió—. Soy Addie.

—Encantado de conocerte, Addie —dijo él e hizo un gesto con la cabeza a modo de despedida. Se dio la vuelta y se alejó.

Sus zapatos dejaron huellas de barro todo el trecho hasta el coche. Ryan nos dirigió una última mirada antes de subir por el lado del acompañante. Observamos cómo se alejaban.

Vete. La palabra resonaba en nuestro interior.

Siempre me preguntaré qué habría ocurrido si le hubiésemos hecho caso.