22
Aquella noche, Kitty se quedó muy callada cuando las luces se apagaron. Se hizo un ovillo de cara a la pared, con las rodillas casi pegadas al pecho y el pelo oscuro derramado sobre la almohada como el contenido de un tintero. En menos de media hora su respiración se hizo más pausada y regular.
Nosotras no éramos capaces de cerrar los ojos, mucho menos de dormirnos. Oía ecos de voces ya extinguidas: los chillidos de Eli, las palabras del hombre de la comisión evaluadora en nuestro oído. Al final habían terminado por desistir de hacernos las pruebas a todos. En vez de eso, se habían marchado llevándose consigo a Eli y dejándonos al resto con una enfermera contrariada que nos mandó a nuestros cuartos mientras rezongaba que su turno ya había terminado.
Nadie se había atrevido a volver a salir de su habitación. Aunque la enfermera se hubiera marchado y no estuviera sentada en la sala principal, seguro que alguien oiría abrirse la puerta y ¿quién nos aseguraba que no daría la alarma?
¿Qué crees que le van a hacer?, preguntó Addie. Teníamos el chip de Ryan en la mano y ella no dejaba de mirar su lento parpadeo. Quizá la reconfortaba tanto como a mí.
No hacía falta preguntar a quién se refería.
Lo mismo que van a intentar hacernos a todos.
No. Se dio la vuelta y quedamos tumbadas de espaldas. Hay algo más en torno a Eli y Cal. No están solo intentando que se asiente… Lo han ingresado todavía muy pequeño, y…
Lo han ingresado tan pequeño porque sus padres no lo querían, le recordé.
La frustración de Addie chocó contra la mía, y supe que no iba a dejar el tema así como así. Pero antes de que pudiera volver a hablar, el chip comenzó a emitir rápidos destellos.
Durante un momento lo miramos fijamente. Luego, sin decir palabra, Addie apartó la ropa de cama y sacó las piernas para levantarnos. El frío de las baldosas nos puso piel de gallina.
Kitty ni se movió. Addie atravesó el dormitorio; nuestro camisón blanco resplandecía a la luz de la luna y nuestros pies producían un suave susurro al rozar el suelo. Cuando llegamos a la puerta, la luz del chip brillaba roja y sin destellos. Abrió la puerta, dio un paso adelante para salir al pasillo y estuvimos a punto de darnos contra Ryan.
Addie se llevó la mano a la boca para contener un grito de sorpresa. Ryan no fue lo bastante rápido. Pronunció desconcertado la primera sílaba del nombre de mi hermana justo antes de que ella le tapase la boca con la otra mano y se le cayera el chip. Por suerte, el pasillo tenía moqueta y no hizo ruido.
Durante unos segundos nos quedamos petrificados y conteniendo la respiración, al tiempo que buscábamos una excusa creíble para el caso de que alguien nos hubiera oído y saliese a ver qué pasaba. Pero nadie se asomó.
Ryan nos miraba fijamente. Tenía el pelo alborotado, con algunos mechones aplastados y otros que casi desafiaban la ley de la gravedad. Sentí su respiración pegada a nuestra piel, sus labios perfectamente amoldados a nuestros dedos.
Despacio, Addie bajó la mano con que le tapaba la boca y cerró con suavidad la puerta de nuestro cuarto. Ryan se agachó a recoger el chip.
Después, sin cruzar palabra, sin siquiera una señal muda, ambos se dirigieron a la sala principal.
La sala parecía más pequeña a oscuras. No tenía ventanas, así que la única fuente de luz procedía de las lucecitas rojas de nuestros chips. Nos sentamos a una de las mesas. Ryan y Addie seguían mudos.
Había muchas cosas que yo habría querido decir. Muchas pequeñas cosas que podía imaginarme haciendo, que quería hacer si pudiera. Pero era Addie la que tenía el control, y sin embargo ella estaba perdiendo el tiempo allí sentada, sin sonreír ni abrir la boca.
—La enfermera no tardará en venir a hacer la ronda —murmuró por fin.
—No hasta dentro de una hora —dijo Ryan tras consultar su reloj. Parecía aliviado al tener algo que decir—. Lissa dice que las enfermeras pasan cada noche más o menos a la misma hora.
Addie asintió. Y antes de que nos sumiéramos en otro silencio incómodo, se apresuró a preguntar:
—Bueno, ¿y qué querías?
—¿Perdón? —Se extrañó Ryan.
—Tendrías algún motivo para venir a nuestro cuarto, ¿no? Así que dínoslo.
Ryan dejó su chip sobre la mesa.
—No hay ningún motivo —dijo—, porque no iba a vuestro cuarto. Solo estaba pasando por ahí. —Señaló con la cabeza el entrante que había en un extremo de la sala—. Voy al lavabo.
Notamos que nos sonrojábamos.
—Ah. —Addie se levantó de la silla—. Pues entonces…
—Bueno… —dijo él antes de que nos dirigiéramos al pasillo. Se puso de pie, despacio—. Addie, te he mentido. Quería preguntarte si estabas bien.
—No haces más que preguntarme si estoy bien —le espetó ella—. Estoy perfectamente. Tú estás bien. Hally y Lissa están bien…
—Pues yo no estoy bien —dijo Ryan. Incluso en la oscuridad, vi lo tensos que tenía los hombros. Frunció el ceño y apoyó la mano en el respaldo de su silla—. No tengo ningún plan para escapar de aquí. Ni sé adónde podríamos ir si lo lográsemos. —Suspiró y se pasó la mano por el flequillo, aunque lo único que consiguió fue alborotárselo—. Cuanto más veo de este sitio, peor me parece. Y hoy, cuando ese tipo os agarró a ti y a Eva… Así que no, no estoy bien. Y si tú sí lo estás, es que las cosas te van mucho mejor que a mí, ¿te enteras?
Si yo hubiese estado al mando, le habría dicho que liberarnos no era responsabilidad suya. Le habría prometido que encontraríamos alguna manera de escapar juntos. Le habría jurado que pronto estaríamos todos a salvo. Le habría dicho cualquier cosa para aliviar un poco su tensión.
Addie apartó la mirada y clavó los ojos en la moqueta.
—No tienes que preocuparte por nosotras —dijo—. Nos tenemos la una a la otra.
—No si los médicos pueden remediarlo —respondió Ryan.
Levantamos la cabeza tan rápido que casi nos mareamos.
—¿Crees que no lo sé?
—Entonces quizá… —titubeó—. Quizá no deberías hacer cosas como las que hiciste hoy.
Addie se encendió.
—Estaban prácticamente torturando al pobre niño.
—Pero tú no podías evitarlo —replicó él. Daba vueltas y más vueltas al chip en su mano, con los hombros todavía tensos y rígidos—. Y a partir de ahora te van a tener más vigilada.
Addie no respondió, pero sentí cómo bullía en su interior, cómo sus emociones se rebelaban.
—Ten cuidado, ¿vale? —dijo Ryan—. Por favor.
Nos miró a los ojos hasta que Addie asintió.
Al día siguiente, a la hora de comer, Eli aún no se había reincorporado al grupo. La enfermera trajo una bandeja amarilla menos sin dar explicaciones. Cuando Hally se preguntó en voz alta dónde podría estar, nadie respondió; es más, ni siquiera volvieron a mirarla durante el resto de la comida.
A medida que pasaban las horas y el niño seguía sin aparecer, mi mente volvía una y otra vez a pensar en otro niño. El que habíamos visto en aquella camilla. El de las frías vendas blancas y la mirada ausente y los gráficos de «antes» y «después». Me consolé como buenamente pude con que nadie nos dijera que Eli había vuelto a su casa.
—¿Fue así como empezó todo? —susurró Addie a Lissa cuando terminamos la sesión de estudio de la tarde. Durante los últimos tres días y medio me había hecho una idea general de aquella parte de la clínica; estaba claro que ahora nos dirigíamos a la sala de espera donde habíamos estado el día anterior—. Con Jaime. Cuando se lo llevaron… ¿fue así de repente, como a Eli? ¿Desapareció sin más?
Éramos las últimas de la fila y Lissa iba justo delante de nosotras. Se volvió de medio lado para contestar, pero tan bajo que casi leímos sus labios más que oímos su respuesta:
—A Jaime lo llamaron…
La enfermera echó una mirada por encima del hombro, y aunque era imposible que nos oyese, Lissa se calló hasta que la mujer volvió a mirar al frente.
—Lo llamaron una mañana cuando estábamos en la sala de estudio y ya no volvimos a verlo.
La fila se detuvo al llegar a la sala de espera. La puerta estaba cerrada y la enfermera no hizo ademán de entrar, solo suspiró y miró el reloj. Devon se había sentado cerca de Kitty en la sala de estudio, y ahora ambos estaban parados al principio de la fila, justo al lado de la enfermera.
Permanecimos en el pasillo como una línea recta azul en una hoja. La etiqueta en el cuello de la blusa del uniforme nos raspaba. Se nos puso piel de gallina, prueba del frío permanente que hacía en Normand.
Si en ese momento hubiéramos estado en casa, estaríamos preparando la cena con mamá y Lyle; el microondas calentando las sobras de la noche anterior con su zumbido habitual y nosotras sudando a causa del calor del horno y las reducidas dimensiones de la cocina. Lyle nos contaría todo lo que le había sucedido a lo largo del día y, si se quedaba corto de material, sacaría a colación un par de cosas que le hubieran ocurrido el día anterior o antes. Casi podía verlo junto a la encimera, de pie encima de un taburete de tres patas cortando zanahorias con precisión quirúrgica y los dedos doblados como le había enseñado Addie. Habríamos…
Addie dio un respingo cuando se abrió la puerta que teníamos al lado, que era la consulta de la doctora Lyanne.
Ella salió con un montón de sobres manila bajo un brazo y una taza desportillada en la otra mano. Apenas pareció percatarse de nuestra presencia.
—Perdón —murmuró, y vaciló. Miró la taza que llevaba en la mano como si la viese por primera vez. Soltó un suspiro y volvió a entrar en su consulta. Cuando salió de nuevo, los sobres y la taza habían desaparecido y su mirada parecía más despejada.
—Perdón, chicas —dijo en tono más alto y Lissa y Addie se apartaron para dejarla pasar.
—Doctora Lyanne —llamó la enfermera, lo cual provocó una mueca de crispación en la doctora—, ¿podría venir aquí, por favor? Ya son las siete y media y el señor Conivent dijo…
—Voy a ver si les falta mucho —dijo Lyanne. Se estiró su bata blanca y se acercó a la enfermera con un ligero taconeo en el suelo de baldosas.
Addie la observó avanzar, como el resto de los componentes de la fila. Luego entró en la sala de espera.
Rápido, dije. No ha cerrado la puerta con llave…
Temí perder un tiempo precioso dando explicaciones, pero Addie no hizo ninguna pregunta; solo echó un rápido vistazo alrededor, cruzó una mirada con Lissa y se coló en el consultorio de la doctora. Habíamos reconocido aquellos sobres y las pestañas marcadas con etiquetas azules.
El despacho era pequeño y de forma trapezoidal, con el techo un poco inclinado y un gran ventanal en un extremo por donde se filtraban los últimos rayos de sol. La mesa de trabajo de la doctora estaba pegada a la pared opuesta, junto a un mueble archivador y una estantería baja. Había dejado el montón de historiales encima de la mesa, casi al borde.
—Addie —susurró Lissa. Había entrado en el despacho detrás de nosotras, con los ojos como platos—. ¿Qué estás haciendo?
—Averiguar qué les van a hacer a Eli y Cal.
¿Sería el siguiente niño en pasar por el quirófano? ¿El siguiente cuerpo trasladado a toda prisa en una camilla mientras los demás estábamos en la sala de estudio, o comiendo tranquilamente en el comedor?
Y quizá, si lográbamos encontrar la carpeta de Jaime Cortae o la de Sallie, también podríamos averiguar dónde estaban ahora. Qué les estaban haciendo mientras en la clínica aseguraban que habían vuelto a sus casas.
Addie recorrió el despacho.
—Avísame si viene alguien.
—Pero… —empezó Lissa.
Date prisa, Addie, la urgí.
Esto fue idea tuya, dijo. Y ya me estoy dando prisa.
Nos temblaban las manos al ir pasando los sobres manila. Bridget Conrade, la niña rubia de las trenzas largas e impecables. Hanson Drummond, el niño que había hablado de Eli el primer día. Katherine Holynd, ¿Kitty? Arnold Renk, Addie Tamsyn.
Addie titubeó, pero la apremié para que continuara adelante.
No hay tiempo. Sigue buscando. Tiene que estar ahí.
Alzó la vista. Lissa estaba junto a la puerta, de espaldas a nosotras. Había entornado la puerta hasta casi cerrarla y movía las manos nerviosa mientras vigilaba por el resquicio.
Addie repasó a toda prisa el resto de las carpetas.
No está aquí, Eva. Y tampoco los de Jaime y Sallie. Solo hay nueve historiales. Faltan cinco.
Mira en el archivador, sugerí.
Addie se inclinó para abrirlo. Fue pasando los expedientes, sacándolos para comprobar las etiquetas. Las manos nos temblaban tanto que apenas conseguíamos volver a guardarlos en su sitio.
Esto nos va a llevar años. No tenemos tiempo…
Tranquilízate, dije. Tú sigue buscando.
Su irritación creció y se volvió contra mí como un puñal, pero hizo lo que le indicaba y ojeó cada carpeta antes de devolverla a su sitio.
¡Espera!, exclamé. Espera, esa… esa palabra la hemos oído antes.
Addie se quedó paralizada. Volvimos a leer la etiqueta: «Refcon».
La noche que fueron a buscarnos. La escena del comedor, la impotencia de papá, los nudillos blancos de mamá aferrados al respaldo de la silla. Las palabras del señor Conivent resonaron en nuestro interior: «Es lo que llamamos una droga inhibidora, una sustancia cuidadosamente controlada. Afecta al sistema nervioso. Inhibe a la mente dominante».
Addie se balanceó sobre los talones y sacó la carpeta del archivador. Las ojeadas rápidas a la puerta se habían convertido en un tic nervioso, pero Lissa seguía en su sitio, así que volvimos a centrarnos en el historial. Estaba muy sobado, con los bordes reblandecidos vueltos hacia arriba de tanto consultarlo. Addie abrió la carpeta.
No es más que información sobre fármacos, dijo al tiempo que leía en diagonal la primera hoja. A esto se refería Conivent, ¿no? Lo que Hally… lo que Hally robó del hospital donde trabaja su madre. Esa droga inhibidora.
Entonces, ¿por qué en aquella hoja también ponía «Vacunas»?
Addie comenzó a pasar las hojas. La gruesa carpeta bien podía abultar casi dos centímetros; algunas hojas estaban impresas en papel oficial con membretes datados, otras eran páginas manuscritas arrancadas de algún cuaderno. Addie se movió y soltó un exabrupto cuando se movió y tiró la mitad de las hojas al suelo. Siguió mascullando juramentos mientras las recogía para devolverlas a la carpeta. Rogué que la doctora Lyanne no las tuviera en un orden particular que estuviésemos deshaciendo.
Con sensación de déjà vu, nos detuvimos en una hoja que tenía una pequeña fotografía sujeta con un clip en el borde superior.
BRONS, ELI
HÍBRIDO
Pasamos por alto la información básica para concentrarnos en el informe que había a continuación. Alguien había garabateado unas anotaciones en los márgenes y sobre el texto impreso. Ya veníamos notando acidez estomacal desde que pusimos el pie en el consultorio, pero ahora nos invadió una sensación de repugnancia, una sensación terrible, mezcla de náusea y dolor. Nos llevamos la mano a los labios y después nos la mordimos. No sé si las lágrimas que afloraron a nuestros ojos se debían a ese dolor concreto o al sufrimiento plasmado con tinta en el historial de Eli. El vínculo secreto que relacionaba el Refcon y las vacunas que recibían los niños en la Clínica Normand. Y todos los niños del país.
Dios mío, murmuró Addie. Eva…
Un ruido la interrumpió. Un grito ahogado. Y pasos atropellados. Alzamos la vista bruscamente.
El resquicio de la puerta entreabierta había desaparecido.
Lissa ya no estaba allí.
Nuestro cuerpo —todos y cada uno de sus nervios, músculos y tendones— se tensó como una goma elástica a punto de romperse.
Metimos la carpeta en el mueble de cualquier manera y lo cerramos. Buscamos desesperadas algún sitio donde escondernos. No había ninguno. Lo habíamos comprobado nada más entrar en el despacho: el escritorio no era compacto, sino como las mesas normales, y la ventana no tenía cortinas. Como mucho podíamos agacharnos detrás del archivador, pero ni siquiera nos dio tiempo.
La puerta se abrió.
Y entró el hombre de la comisión evaluadora que nos había sujetado en la sala de espera, cuyo recuerdo conservábamos en forma de moratones en las muñecas.