25
¡Eh, oye! ¿Te acuerdas?
¿Te acuerdas de cuando teníamos siete años y aquellos niños nos encerraron en un maletero?
Estábamos jugando al escondite, ¿recuerdas?, y aquel niño (¿cómo se llamaba?) nos dijo que nos metiésemos en el maletero porque allí no nos encontraría nadie.
Y tenía razón, ¿verdad?
No nos encontró nadie.
Durante horas.
Despertar. Presión. Presión y dolor en la cabeza. Mareo. Náuseas. Intentamos movernos… Lissa y Hally. El hombre las había atrapado. Intenté moverme. Veía todo borroso.
¿Lissa?, llamé. Unas manos nos obligaron a tumbarnos de nuevo, nos sujetaron para mantenernos inmóviles. Una nueva punzada de dolor. Algo tiró de nosotras desde abajo y nos sumió en la oscuridad. Chsst, chsst…
Desperté, arrastrada de una oscuridad a otra. Tardé solo un momento en recordar qué había ocurrido. Los recuerdos de aquel día se mezclaban con los del anterior, como un escurridizo pez plateado en un estanque turbio. Pensar resultaba difícil. Solo pensamientos vagos, dispersos. Pero uno predominó sobre los demás.
Lissa. Los hombres de uniforme negro que nos acorralaban en el tejado: uno de ellos la había atrapado mientras ella gritaba y se retorcía.
Me incorporé de repente y estuve a punto de gritar debido a la sensación de náusea que nos aprisionaba el cráneo como un puño de hierro. Nuestra respiración era poco profunda. Nos retumbaba la cabeza, cada latido enviaba otra punzada de dolor que nos hacía estremecernos.
No estábamos en nuestra habitación. Algo crujió bajo nuestro cuerpo. Papel.
Me sujeté la cabeza con las manos y bajé a trompicones de la camilla de reconocimiento; a punto estuve de caer al suelo. Me toqué algo blando y esponjoso sobre la sien derecha. Un vendaje. Hice una mueca de dolor. Tenía más vendajes en las piernas y otro en la mano izquierda, y…
Un momento: era yo quien se estaba moviendo.
Entonces Addie…
Oh, no, Dios, no.
¡Addie!, grité. ¡Addie!
Me respondió.
Estoy… Estoy aquí.
Nos pusimos en cuclillas y comprobamos que estábamos ambas bien, que seguíamos vivas, presentes y ahí. El vendaje se rasgó al quitárnoslo, y casi lloramos de dolor cuando nuestros dedos rozaron la herida abierta que había debajo, pero solo era eso: una herida. Ni siquiera tenía puntos. Ni cirugía. Temblé de alivio y debilidad.
—¿Lissa? —susurró Addie.
No hubo respuesta. El dolor fue remitiendo y volvimos a ponernos en pie. Mantuvimos el equilibrio y miramos alrededor. Una gran lámpara con brazo giratorio, monitores, bandejas plateadas, la mesa de operaciones.
Un quirófano.
Vamos, dije. Salgamos de aquí ahora mismo.
Se dirigió a la puerta dando tumbos y la abrió de un tirón.
El pasillo estaba en penumbra, solo iluminado por los pilotos de emergencia. Addie miró a derecha e izquierda y mantuvo la puerta entreabierta con el hombro. Aquella luz enfermiza y pálida no alumbraba mucho. La oscuridad reinaba en ambos extremos del pasillo. Aparte de un leve zumbido, todo estaba sereno y en silencio.
Addie salió con cuidado y cerró la puerta sin hacer ruido. No reconocimos aquel pasillo.
¿Hacia dónde?, preguntó Addie.
Me daba igual y así se lo dije. Era difícil pensar con lucidez. Aún nos retumbaba la cabeza y teníamos fuertes oleadas de náuseas. La mano herida nos palpitaba.
Addie dudó un instante y luego giró a la derecha. El silencio amplificaba nuestra respiración, el roce de la ropa, las pisadas. El pasillo estaba flanqueado por una serie de puertas a cada lado. Como personas. Como soldados.
¿Estaría Lissa en uno de aquellos cuartos? ¿Y Ryan? ¿Se lo habrían llevado también? Addie consultó el chip, aún metido en un calcetín, pero estaba frío y apagado. Dondequiera que estuviese, no era un lugar cercano.
Si estábamos en el tercer piso, era un ala que nunca habíamos visitado. Las paredes parecían distintas; más austeras, en cierto modo. Quizá solo fuese por aquella luz cetrina. Las puertas, sin embargo, eran de metal y no de madera como las de la zona que conocíamos, y no había ni una ventana.
Addie mantuvo la mirada en una puerta, como si mirándola fijamente pudiera hacer que Lissa saliera de esa habitación. A un lado tenía lo que parecía un pequeño altavoz con dos botones negros; al otro lado, un botón rojo y triangular. La puerta era lisa, a excepción del rótulo S42 en la parte superior del marco y un pequeño panel rectangular a la altura de los ojos. Sobre el pomo de la puerta había un teclado numérico en lugar de una cerradura normal.
Me parece que el panel es un ventanuco, dije.
Addie asintió y agarró el frío tirador metálico del panel. Miraríamos en todos los cuartos si fuese necesario, si eso nos permitía encontrar a Lissa y Hally. Pero eran muchos. ¿Con qué nos toparíamos antes de encontrarlas?
Tragamos saliva.
¿Preparada?, preguntó Addie.
Preparada.
Tiró. El panel se deslizó hacia un lado con suavidad y descubrió el cristal que había detrás.
Al principio solo vimos un pequeño punto de luz envuelto en la oscuridad, pero enseguida nos dimos cuenta de que era una lamparita de noche, una lamparita infantil en forma de barco velero. Iluminaba el rincón más alejado de la puerta, pero la habitación no era grande; nuestros ojos acabaron de adaptarse a la penumbra y entonces vimos la cama.
Y al niño que estaba sentado en ella.
Tenía la cabeza gacha y los hombros ligeramente hacia delante. Sus delgadas piernas colgaban sobre el borde del colchón. No distinguíamos bien la cara, apenas lo suficiente para ver que…
Está diciendo algo, susurró Addie. ¿Lo ves? Está moviendo los labios.
Pero lo que el niño estuviese murmurando no tenía la menor posibilidad de atravesar la gruesa puerta.
El altavoz, dijo Addie. Se acercó a la pequeña rejilla circular y a los botones que la acompañaban. Ninguno de ellos marcaba su función. Pulsó el de la izquierda antes de que me diera tiempo a protestar.
Al instante, una voz de niño surgió del altavoz:
—… y… eeh. Y… eeh… ellos, el… el día anterior. Anteayer. Nosotros… nosotros… eeeh… otra vez. Otra vez y, eeh… cuando ellos…
Addie volvió a pulsar el botón. La voz se cortó.
Guardamos silencio un momento.
Volvimos a fijar la vista en la ventanita y en el niño, que continuaba murmurando en el interior.
¿El otro botón nos permitirá hablar?, me pregunté.
Así fue. Se oyó un chasquido y un pequeño ruidito cuando Addie lo presionó.
—¿Hola? —susurró.
El niño levantó la vista.
Y al momento reconocimos al niño de la camilla. A Jaime Cortae. Edad: 13 años. Hispano. Jaime y Jaime. Antes y después.
Cirugía.
Jaime, que se levantó y se acercó a la puerta cojeando. Se escoraba tanto a cada paso que parecía un barco a punto de zozobrar. Pero le brillaban los ojos y, cuando se subió a algo que había detrás de la puerta y apoyó la frente contra el cristal, vimos una sonrisa en su rostro.
Y, oh Dios —oh, Dios mío—, la larga y curvada cicatriz de la incisión. La cabeza medio afeitada. Las grapas en el cuero cabelludo que cerraban la herida.
Se nos revolvió el estómago y notamos un sabor ácido en la garganta.
Él movía la boca con más energía que antes; la abría y la cerraba. Cuando vio que lo estábamos observando, movió un brazo muy nervioso y ladeó la cabeza.
El altavoz, logró decir Addie. Quiere que lo oigamos.
Pero cuando apretamos el botón adecuado, lo único que oímos fueron más frases sin sentido:
—Yo… siempre, yo… y, eeh, eeh… por favor… yo, yo… necesito…
El pasillo nos devolvió el eco de sus palabras febriles.
Jaime se echó a reír; o a llorar; o las dos cosas a un tiempo. Apartó el rostro del cristal y dio la espalda al altavoz, así que no era fácil saberlo. Lo único que veíamos era el temblor de sus hombros. Y sus sacudidas. No paraba de dar sacudidas. Luego volvió a pegar la boca al altavoz.
—Se ha ido… ido… ellos… me lo arrancaron —susurró—. Lo sacaron. Él… —gimió— se ha ido.
Addie cerró la ventanita de golpe.
Una terrible sensación de náusea paralizante nos dejó sin aire en los pulmones. Logramos sobreponernos y echamos a correr por el pasillo con un agudo dolor en todo el cuerpo. La voz débil y balbuceante de Jaime seguía resonando en nuestros oídos, latía en nuestras venas, vibraba en nuestros huesos.
Apretamos el paso hasta que nos topamos contra alguien que también recorría presuroso el pasillo, pero en dirección contraria.
La doctora Lyanne dejó escapar un grito, pero logró retenernos agarrándonos de la muñeca. Chillé.
Todo era sudor frío, miedo ardiente e incapacidad de respirar.
«Se ha ido».
«Se ha ido». «Se ha ido».
Su alma gemela, nacida con sus dedos intangibles entrelazados con los suyos… Se la habían arrancado. La cirugía había tenido éxito, si es que eso se podía llamar así. ¡Éxito!
La doctora nos inmovilizó y exclamó:
—¡Cálmate! Cálmate. Cálmate.
Oímos que alguien lloraba, y solo cuando la niebla se despejó un poco, cuando el dolor comenzó a ceder, cuando fuimos capaces de respirar, de por fin respirar de nuevo, nos dimos cuenta de que no éramos nosotras: habíamos olvidado desconectar el altavoz.
La mano de la doctora seguía aferrando nuestra muñeca como un grillete cuando nos arrastró hacia el cuarto de Jaime. No queríamos ir, dominadas por el miedo y la vergüenza. Vergüenza por tener miedo. Por haber echado a correr. Por haber abandonado a aquel niño que estaba más solo que nunca en su vida.
—Jaime —le habló la doctora—, Jaime, chitón. —Nos soltó la muñeca con las prisas por marcar un código en el teclado numérico y abrir la puerta. Nos quedamos apoyadas contra la pared e intentamos controlar el mareo y el dolor que nos martilleaba las sienes. Corre, pensé, pero la orden no llegó a las extremidades—. Chsst, Jaime, cariño, no pasa nada. Tranquilo.
Poco a poco, nos separamos de la pared y nos asomamos a la puerta abierta.
La pequeña lamparita en forma de velero proyectaba una suave luz azulada. Junto con las luces amarillas de emergencia, fueron suficientes para mostrarnos a la doctora sentada en la cama, abrazando a Jaime y acunándolo con mucha, mucha ternura.
—Chsst, mi vida, chsst…
La doctora Lyanne nos examinó los ojos con una pequeña linterna de bolsillo. Addie entornó los ojos y se apartó, los dedos aferrados a la camilla de reconocimiento. Jaime se había tranquilizado y la doctora había vuelto a encerrarlo en su cuarto antes de llevarnos al quirófano donde habíamos despertado.
—¿Te notas mareada? —preguntó sin su habitual tono autoritario, como un cuchillo que hubiese perdido su filo—. ¿Tienes náuseas?
Addie se encogió de hombros, aunque nos estallaba la cabeza y teníamos el estómago revuelto.
—¿Dónde estamos?
—En el sótano.
—¿Y dónde está Li… Hally?
Ella se apartó y nos dio la espalda mientras trajinaba en una de las bandejas de material quirúrgico. Se le cayó una cosa y tuvo que agacharse a recogerla. Se movía con inseguridad, y su acostumbrada pose de compostura estaba hecha jirones.
—En la cama, probablemente. Es tarde.
¿Estaba mintiendo?
Addie tragó saliva y luego carraspeó con suavidad.
—¿Está bien?
La doctora respondió sin volverse:
—Bueno, no se cayó de ningún tejado, así que yo diría que está mejor que tú. Las dos habéis tenido suerte de no tener esquirlas de cristal bajo la piel.
—Pero ¿está bien? —insistió Addie—. ¿Está en su cuarto? ¿No la han operado? ¿No la han sometido a cirugía?
La mujer nos miró con dureza. Quizá no deberíamos haberle revelado todo lo que sabíamos, pero en ese momento no nos importó.
—Está bien —confirmó.
Addie bajó la mirada y recorrió con la vista la suave tela azul de nuestra falda, el charol de imitación apagado de nuestros zapatos del colegio. Nuestros calcetines negros. Aún teníamos el chip escondido junto al tobillo. El chip de Ryan. Deslizamos los dedos sobre él y recorrimos su contorno. No emitía ningún destello. Pero su tacto y solidez nos infundieron fuerzas para decir:
—Ese niño era Jaime. —La doctora Lyanne se quedó paralizada—. No ha vuelto a su casa. Lo vimos el primer día. Él… —Alzó la vista y miró a la doctora a los ojos. Susurró con voz ronca—: Lo han operado. Usted…
La mujer alargó el brazo y nos agarró del cuello de la camisa para atraernos hacia ella.
—No —dijo—. Yo no he tocado a Jaime Cortae. ¿Entiendes? Jamás he puesto un dedo encima de ninguno de estos niños. Yo no he hecho nada de eso a ninguno de vosotros: no he recetado vacunas, ni he usado el bisturí ni…
—Entonces ayúdenos. No deje que se lo hagan a Lissa… No puede dejar que se lo hagan…
El enfado fue desapareciendo de los ojos de la doctora para dar paso a una expresión más sosegada.
—Os estoy ayudando. Ya sabéis lo que hacen con los niños como vosotras: los tiran a un contenedor en medio de la nada y se olvidan de que alguna vez han existido. Yo trabajo aquí porque estamos intentando mejorar las cosas. Estamos tratando de encontrar otras maneras de curaros. ¿Es que no lo ves?
—¿Igual que curaron a Jaime?
Las mejillas de la mujer se convirtieron en dos manchas rojas que contrastaban con su piel clara. Abrió los ojos con expresión dura.
—Estamos mejorando. Hemos conseguido grandes avances. Algún día…
—Algún día —espetó Addie—. ¿Y ahora? ¿Ahora qué va a pasar con Lissa?
—No se trata de Lissa, de ti o de mí. Se trata de lo que es mejor para todos. Para el conjunto del país.
Nos miró y le sostuvimos la mirada, ambas con respiración enérgica.
—¿Cómo era? —preguntamos. Ella nos miró en silencio y su rostro se tensó en una expresión flemática e impasible—. Su alma gemela. La que usted perdió. ¿Se acuerda siquiera de su nombre?
No respondió.
—Ayúdenos —rogamos, y le apretamos el brazo con fuerza—. Por favor.