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Addie se paró en seco. La niña que venía detrás no pudo frenar con la misma rapidez debido a la inercia y se empotró contra nosotras. Perdimos el equilibrio y caímos al suelo; la falda y parte de la blusa se nos quedó empapada en cuestión de segundos con el agua que fluía a borbotones. ¿El agua…?

—¿Qué demonios…? —exclamó alguien mientras Addie se volvía a poner en pie de un brinco con dolor de codos y rodillas por el golpe.

El agua apenas nos llegaba a los tobillos, pero lo de la blusa ya no tenía remedio, aunque Addie se apresuró a escurrirla. En cualquier caso, nadie se había fijado en ella; estaban todos contemplando boquiabiertos la sala de exposiciones inundada. Era una de las más grandes del museo, llena de artefactos de los tiempos de la Revolución protegidos por cristales y con pinturas de la época en las paredes. Ahora también estaba llena de varios centímetros de agua turbia.

La guía sacó rápidamente un walkie-talkie y ladró algo. La señorita Stimp hizo lo que pudo para que todos volvieran a la sala de donde acabábamos de salir, a la que se accedía subiendo un escalón y que de momento permanecía seca. Viniera de donde viniese aquella agua, la cosa se ponía cada vez peor, con el suelo inundado, los calcetines empapados y un agua sucia que seguramente terminaría por manchar las paredes blancas.

Las luces parpadearon. Todo el mundo empezó a proferir gritos; algunos parecían auténticos, de puro miedo, otros eran casi carcajadas, como si aquello les proporcionase más emoción de la imaginable en un museo.

—Son esas cañerías —gruñó la guía como hablando consigo misma mientras pasaba por nuestro lado muy enfadada—. ¿Cuántas veces habré dicho que había que arreglar esas cañerías? —Se sujetó el walkie-talkie al cinturón y luego alzó la voz para indicar—: A ver, que todo el mundo vuelva por esta sala.

Las luces se apagaron de nuevo y quedamos sumidos en la oscuridad. Esta vez no volvieron a encenderse. Pero sí se encendió otra cosa: los aspersores contra incendios. Y con ellos, el estruendo de una alarma. Addie nos tapó los oídos con las manos cuando comenzó a caernos agua y a resbalarnos por la cara. Algo se había incendiado en algún lugar del museo.

Pasaron quince minutos antes de que volviésemos al autobús. No había muchos más visitantes en el museo en aquella calurosa tarde de viernes, pero sí los suficientes para formar un grupo considerable cuando salieron en tropel, desconcertados y aún exhibiendo los resguardos de las entradas, las madres tras sus hijos pequeños, los hombres con oscuras manchas de humedad en los pantalones. Algunos estaban empapados. La mayoría protestaba o exigía alguna explicación, o que les devolvieran el dinero, y unos pocos se limitaban a quedarse mirando al museo estupefactos.

—Un cortocircuito —oí decir a una mujer mientras Addie nos dirigía hacia el autobús—. ¡Podríamos haber muerto todos electrocutados!

Para cuando llegamos de vuelta al colegio, nuestra blusa aún estaba húmeda y ya no era blanca inmaculada, pero el tema de conversación ya no era la inundación del museo sino el baile de fin de curso, para el cual aún quedaba más de un mes. Y cuando la señorita Stimp, enfadada y exhausta, apagó las luces del aula y puso un vídeo, una parte de la clase se puso a dormir a escondidas, aunque se suponía que teníamos que tomar apuntes.

Espero que sufra daños irreparables, le dije a Addie con los ojos fijos en la pantalla y sin prestar atención a lo que veía. La ciudad de Bessimir estaba orgullosísima de muchas de las cosas que exhibía el museo: aquellos cuadros; aquellos sables y revólveres, vestigios de la Revolución; incluso un cartel auténtico de los comienzos de las Grandes Guerras, datado el año del primer ataque sobre suelo americano, que exhortaba a los ciudadanos a denunciar a todos los sospechosos de actividad híbrida. La gente de aquel entonces no podía ser muy diferente de la actual. Ojalá se hundan los cimientos. Ojalá todo el edificio se venga abajo.

No seas idiota, replicó Addie. Solo había cinco centímetros de agua. Estará arreglado en una semana.

También había fuego. Y he dicho «ojalá», solo es un deseo.

Addie suspiró y apoyó nuestra barbilla sobre una mano mientras con la otra garabateaba un boceto de la niña que se sentaba delante de nosotras, en ese momento dormida con la boca entreabierta. La verdad es que no hacía falta prestar atención al vídeo para llenar una o dos hojas de apuntes. Nos habían explicado tantas veces las Grandes Guerras del siglo XX que podíamos enumerar de memoria las batallas más importantes, recitar de un tirón el número de muertos o citar los discursos de nuestro presidente mientras se repelían los intentos de invasión. Al final fuimos demasiado fuertes para ellos, por supuesto, así que centraron su atención en continentes más caóticos y vulnerables. Eso era lo que la guerra había conseguido. Lo que habían conseguido los híbridos. Lo que seguían haciendo aún ahora.

Sí, dijo Addie por fin. Yo también lo deseo.

En la pantalla, un avión bombardeaba una ciudad indeterminada. Al chico sentado junto a nosotras se le cerraban los ojos y bostezó. No había mucho metraje sobre la última parte de las Guerras, ya que se había desarrollado en un escenario muy lejano, que salía una y otra vez, hasta el punto de que me dieron ganas de gritar. Me imaginaba a lo que estaríamos sometidos si hubiese existido algo parecido a los noticiarios de la tele durante las invasiones unas décadas antes.

¿Eva?

Aparté mis emociones de Addie para ocultar mi frustración.

Estoy bien, dije. Estoy bien.

Contemplamos cómo el fuego barría la ciudad arrasada por el caos. Oficialmente, la última Gran Guerra había terminado cuando Addie y yo éramos bebés, pero los híbridos que habitaban el resto del mundo no habían dejado de luchar entre ellos. ¿Cómo iban a dejar de hacerlo? Addie y yo discutíamos bastante, y eso que ni siquiera compartíamos el control. ¿Cómo podía vivir en paz una sociedad sustentada en cuerpos con dos almas? Los individuos que estaban construyendo el país ni siquiera estaban en paz consigo mismos, y aquello traía todo tipo de problemas: frustraciones continuas, ataques verbales entre ellos, y, para los más débiles emocionalmente, la consiguiente locura. Casi podía ver los sombríos pronósticos en los folletos de las consultas médicas, impresos en negrita.

Así que entendía perfectamente por qué los líderes revolucionarios habían fundado las Américas como un país libre de híbridos, por qué habían trabajado tanto para erradicar a los híbridos que existían en su época y así poder comenzar de nuevo en un mundo limpio y sin mácula. Hasta podía entender, en mi fuero interno más racional, por qué la gente como Addie y yo no podíamos, en general, tener libertad de acción. Pero entender algo y aceptarlo son cosas muy diferentes.

Addie estaba garabateando unas notas chapuceras sin ningún entusiasmo cuando el vídeo llegó a su fin y sonó el timbre. Normalmente yo le ayudaba y añadía los detalles que recordaba, pero aquel día no estaba de humor para ello. Salimos del aula antes de que el papel que habíamos entregado para que lo pasaran hacia delante hubiera llegado a la mesa de la profesora.

Pero antes de haber avanzado unos pasos por el pasillo, una segunda persona salió de clase a toda prisa y llamó a Addie.

—¿Qué pasa, Hally? —preguntó Addie al tiempo que reprimía un suspiro.

Para mi sorpresa, la sonrisa de la chica perdió fuelle, aunque solo por un instante. Fue suficiente, sin embargo, para que yo advirtiese:

Addie, no seas borde.

Es que no hace más que seguirnos a todas partes, refunfuñó Addie. Primero a casa de los Woodward, luego en el museo. Yo

—¿Quieres venir a cenar a mi casa? —preguntó Hally.

Addie se quedó pasmada. El pasillo ya estaba lleno de gente, pero ni nosotras ni Hally nos movimos un centímetro.

—Mis padres van a salir —añadió tras una breve pausa. Su espesa melena estaba completamente seca, y jugueteaba enrollando un rizo en uno de sus dedos—. Solo vamos a estar mi hermano y yo. —Alzó las cejas y su sonrisa recuperó su máxima expresión—. Prefiero no tener que cenar sola con él.

Addie, deja de mirarla así. Di algo.

—Ah —dijo Addie—. Ya, bueno… Es que… no puedo.

Nunca la había oído rechazar una invitación para ir a casa de nadie; nunca sin un buen motivo. Muchos alumnos de nuestro colegio llevaban juntos en clase desde primaria; incorporarnos tarde nos había supuesto un montón de obstáculos a la hora de hacer amigos. Cada uno tenía su puesto, su grupo, su sitio en la mesa del comedor, y Addie había aprendido a aprovechar cualquier ocasión que se le presentara. Pero el hecho de que Hally Mullan no fuese más que la pelma de Hally Mullan era, creo, motivo suficiente para rechazar cualquier ofrecimiento de amistad.

—Es por la blusa, ya sabes —explicó Addie mientras señalaba con la vista la mancha en el tejido blanco—. Tengo que ir a casa y lavarla antes de que lleguen mis padres. Si…

Si la veían, preguntarían qué había pasado. Y dónde. Y entonces pondrían aquella mirada, la misma que asomaba a sus ojos cada vez que las noticias informaban sobre la captura de un híbrido en algún sitio, o nos recordaban que vigilásemos a los vecinos, que estuviésemos siempre alertas contra el enemigo oculto. Te dolía por dentro. Te daban ganas de salir de la habitación.

—Puedes lavarla en mi casa si no quieres que tus padres la vean —propuso Hally. Su tono sonó más suave; menos alegre y jovial, pero más amable—. Puedo prestarte ropa mientras se seca, no hay problema. Luego te cambias antes de irte y nadie se dará cuenta.

Addie vaciló. Era posible que nuestra madre estuviese a punto de volver a casa. Desde luego llegaríamos antes que ella, pero no nos daría tiempo a secar la blusa ni por asomo, y así se lo dije a Addie.

Podría contarle a mamá una mentira, repuso. Decir que me caí y me ensucié. Podría

¿Y por qué no vamos sin más?

Ya sabes por qué.

Hally avanzó un paso hacia nosotras. Éramos casi de la misma estatura, casi un reflejo exacto, o un reflejo en negativo. El pelo de Hally, oscuro, casi negro, como contraste con el nuestro, rubio ceniza. Su piel aceitunada en contraste con nuestros brazos pálidos y pecosos.

—¿Addie? ¿Te pasa algo?

Otra vez la misma pregunta. ¿Estás bien? ¿Te pasa algo?

—No —respondió—. No, nada.

—¿Entonces vienes?

Venga, Addie. Vamos. Nadie se va a enterar. Nadie habla nunca con ella. ¿Qué mal nos puede hacer?

Noté que dudaba y decidí insistir. Quizá Addie no valoraba a aquella niña que preguntaba a Robby sobre Will y no temía hablar sobre asentarse, pero yo sí. Cuando menos, me intrigaba.

Es viernes. De todos modos no va a haber nadie en casa a la hora de cenar.

Addie se mordió el labio inferior, pero debió de darse cuenta de lo que estaba haciendo y dijo rápidamente:

—Bueno… de acuerdo.