13

A continuación, los hechos se sucedieron con rapidez y casi en silencio. Devon se llevó el dedo a los labios y volvió a entrar en el cuarto de baño. La puerta se cerró.

—¿Addie? —llamó el señor Conivent, mitad suspiro, mitad advertencia—. ¿Qué pasa ahora?

—Nada. —Nuestro corazón latía deprisa, pero Addie se volvió y mantuvo una expresión calma—. Es que es la primera vez que voy en avión.

—No hay mucho que ver. —Le indicó que recorriese la escasa distancia que nos separaba de él—. Vamos. Tenemos que sentarnos ya.

Lo seguimos por el pasillo hacia la parte central del avión. A pesar de lo temprano de la hora, la mayoría de los pasajeros iban vestidos con ropa formal, como él: las mujeres con falda y medias, los hombres con camisas planchadas e impecables. Nuestros gastados zapatos de colegiala desentonaban entre tantos tacones y zapatos de piel fina.

—Treinta y cuatro F —anunció por fin Conivent—. Aquí es. Dame tu bolsa.

Addie se la entregó. Los asientos que flanqueaban al 34-F estaban ocupados por hombres de negocios vestidos con trajes oscuros. Conivent intentaba meter nuestra bolsa de viaje en el compartimento superior, cuando Addie lo llamó con un golpecito en el brazo:

—Solo hay un asiento.

Él asintió con un gesto mientras cerraba el compartimento de un portazo.

—El mío está por ahí atrás. —Señaló la dirección por donde habíamos venido—. En la fila enfrente de la puerta por la que entramos. Si necesitas algo, llama a una azafata. El vuelo no es muy largo.

Addie asintió, con la moneda caliente aún en la mano. Se nos había grabado en la mente el rostro de Devon y su advertencia de que no dijésemos ni mu. Nos sentamos con la esperanza de que nuestro guardián se alejara, pero no lo hizo. Se quedó de pie en el pasillo como un centinela, y al final el hombre que estaba sentado a nuestra izquierda entabló con él una conversación que más bien parecía un monólogo mientras nosotras nos revolvíamos nerviosas en el asiento.

Finalmente, una azafata de uniforme azul y blanco indicó al señor Conivent que tenía que sentarse. Luego otra mujer situada en la parte delantera del avión explicó qué debíamos hacer si el avión se caía. Addie y yo escuchamos. Al menos una de las dos recordaría sus instrucciones. Pensé que tendríamos la oportunidad de correr al cuarto de baño cuando la azafata terminara, pero entonces el avión comenzó a moverse y ya no pudimos ir a ninguna parte.

De todos modos ya no estará allí, dije. Lo habrán obligado a ocupar su asiento.

El avión emitió una especie de fuerte silbido mientras ganaba velocidad por la pista de despegue. Luego, con una fuerte sacudida que nos taponó los oídos, se elevó en el aire. Nos temblaban las piernas como flanes. Addie se aferró a los reposabrazos y apretó la espalda contra el respaldo. Echó una única ojeada por la ventanilla, pero fue suficiente. Vimos allá abajo la sombra oscura del aeropuerto, las luces de la pista cada vez más pequeñas a medida que ganábamos altura.

La señal para abrocharse los cinturones se apagó a los diez o quince minutos, y Addie murmuró una disculpa al hombre que iba sentado en la fila del pasillo, pasó por delante de él como pudo y echó a andar a trompicones por el pasillo. Las puertas de los cuartos de baño estaban cerradas, pero el letrero mostraba la palabra LIBRE con letras verde brillante. Addie miró alrededor antes de abrir la puerta tras la cual Devon se había escondido un rato antes. El minúsculo baño estaba vacío. El de al lado también. Y el siguiente.

Un hombre que se sentaba por allí cerca nos dirigió una mirada extraña.

Nuestra mano accionó la manilla de la cuarta puerta. Addie tiró y la abrió.

Aquel no estaba vacío.

—Chsst —advirtió Devon antes de que Addie pudiera abrir la boca.

Nos agarró del brazo, nos metió en el habitáculo y cerró la puerta de un tirón a nuestra espalda. Nos apretujamos entre el lavabo y la pared, encajadas entre el inodoro y la puerta. Y Devon. Su cara estaba a menos de un palmo de la nuestra, sus manos junto a nuestros codos, una de sus rodillas apretada contra nuestra pierna. Quedamos acomodados sin sitio para movernos, la espalda contra la pared y dificultad para respirar. Todo vibraba.

—No te marchaste —dijo Devon en voz baja, aunque con un matiz que sonaba igual que el zumbido del avión. El duro borde del lavabo se nos clavó en los riñones e impidió que Addie pudiera eludir el contacto con Devon—. Ryan os advirtió que os marchaseis. ¿Por qué no le hicisteis caso?

Una turbulencia sacudió el cuarto de baño. Addie cerró nuestros ojos con fuerza hasta que pasó. Aquel cubículo era demasiado pequeño. Muy, muy pequeño.

Devon pareció que iba a ponerse a discutir, pero todo comenzó a agitarse de nuevo y cuando Addie abrió los ojos él se limitó a decir:

—¿No confesaste nada? —Sonó más a confirmación que a pregunta—. ¿Te hiciste la tonta?

—No soy idiota —respondió Addie. Éramos incapaces de concentrarnos en aquel lugar diminuto que se sacudía sin parar, con la puerta a nuestra espalda y Devon pegado a nosotras. Comenzó a sudarnos la nuca y nos invadieron oleadas de calor. Teníamos el pecho comprimido como por una cincha cada vez más ceñida, al extremo de que tomar una bocanada de aire se convirtió en un triunfo.

Devon frunció el ceño:

—¿Te encuentras bien?

Concéntrate en su cara, dije. No pienses en nada más.

—Muy bien —contestó Addie con voz ronca, pero ella me escuchó sin apartar sus ojos del rostro de Devon—. No me marché, no. Y ahora estoy aquí. —Juntamos las manos.

Hubo unos instantes de silencio. Temblábamos debido al esfuerzo por mantenernos inmóviles. Seguimos con la vista fija al frente. ¿Estaba Addie descomponiendo la cara de Devon en pinceladas? ¿En luces y sombras? Yo jamás percibía las cosas como toques de una paleta de colores, como a veces parecía hacer ella, pero la había visto hacer bastantes retratos como para imaginarme cómo trazaría el contorno suave y bien definido de la mandíbula de aquel chico, el perfil recto de su nariz. Cómo sombrearía el pelo rizado que le caía sobre la frente y casi llegaba a rozarle las cejas.

Podía casi visualizar algunos de los tonos que escogería y mezclaría —ocre amarillo, rojo siena, violeta— para colorear la cara de Devon, que también era la de Ryan, igual que la de Addie era también la mía.

—Por lo menos habrás traído el chip —dijo al fin Devon.

—¿Qué? —preguntó Addie.

Él se quedó mirándonos.

—El chip. El chip negro. Ryan te lo metió en el bolsillo cuando… Tienes que tenerlo.

Addie abrió la mano dedo a dedo. Alzó el chip sin apartar los ojos de Devon.

—¿Te refieres a esto?

Él tampoco bajó la vista y continuó con la mirada fija en nosotras. Quizá le extrañaban nuestra respiración entrecortada y la tensión de las extremidades. Al final, Addie levantó nuestra mano derecha casi hasta la altura de la boca. La luz roja resplandecía entre Devon y nosotras, como el ojo de un cíclope en medio de una cara redonda y negra.

Esto pareció volver a atraer su atención.

—Sí, a eso.

Sacó un círculo idéntico de su bolsillo y lo puso junto al nuestro. También tenía una luz roja encendida. Cada uno de sus movimientos suponía que Addie también tuviese que moverse como si se diesen y quitasen espacio y aire. Intenté pensar en otra cosa, en algo bueno y agradable, y todo lo que me vino a la cabeza fue el día que Ryan trató de explicarme la capacidad de los cuerpos para ser conductores de corriente eléctrica y yo llegué a la conclusión de que probablemente era el peor profesor que había tenido en mi vida.

—Bueno, ¿y qué es? —quiso saber Addie.

—No gran cosa —contestó Devon—. Ni suficiente. Pero en aquel momento era lo único que teníamos. No hubo tiempo para hacer nada más. ¿Ves la luz? —Señaló.

—Sí.

—Ryan lo configuró para que se encendiera cuando los chips están juntos —explicó—. Si se separan un poco…

—¿Se enciende de forma intermitente? —preguntó Addie.

Él asintió. Addie acercó el chip a nuestros ojos para observar la luz y los diminutos tornillos de la parte de atrás.

—¿Fue difícil? ¿Difícil de hacer?

—Fue más fácil que piratear vuestro expediente del colegio —reconoció.

Addie lo miró con dureza. Después, para mi sorpresa, sonrió:

—Me lo imagino.

Se produjo un silencio menos tenso, pero incómodo. El afilado borde del lavabo se nos seguía clavando en la zona lumbar.

—Será mejor que me vaya —dijo Devon—. Seguro que se está preguntando por qué tardo tanto.

—¿El señor Conivent? —preguntó Addie—. ¿Se sienta a tu lado?

Él asintió.

—¿Y tú?

Addie hizo un leve gesto con la cabeza.

—Por ese lado. Treinta y cuatro no sé qué. Creo… creo que me sacaron el billete casi a última hora.

Él mantenía la mirada fija, sin pestañear.

—¿Te dijo que solo iba a hacerte unas pruebas?

Addie asintió y apartó por fin la mirada.

—Dijo que estaría de vuelta en un par de días.

Devon volvió a guardar su chip en el bolsillo, pero no hizo ademán de marcharse. El avión emitió un ruido sordo. Addie miró nuestro puño con el codo pegado al costado.

—Quizá no sean capaces de localizarla —dijo Devon—. Tal como están las cosas, con Eva todavía tan débil, igual ni sale en el escáner. Quizá aún puedas volver a casa.

—Sí —repuso Addie en voz baja.

—El señor Conivent me está esperando, así que saldré yo primero —dijo Devon—. Espera unos minutos antes de salir tú.

Addie y Devon se desplazaron con dificultad en el reducido espacio hasta que él llegó a la puerta y quitó el pestillo. Sus ojos volvieron a clavarse en nuestro rostro.

—Sigue negándolo todo. Y ten el chip siempre contigo para poder volver a localizarnos.

—Así lo haré —respondió Addie.

Devon asintió, salió y cerró la puerta rápidamente, antes de que los pasajeros de los asientos cercanos pudieran advertir que había otra persona dentro del lavabo. Addie echó de nuevo el pestillo, se sentó en la tapa del inodoro y apoyó la cabeza en las manos temblorosa.

Addie pasó el resto del viaje mirando por la ventanilla. Las luces allá abajo se multiplicaban, se iban encendiendo como los anillos mágicos de las hadas. Bajo los asientos sonaba un ronroneo similar al de un enorme gato medio dormido. Un bebé se puso a llorar. Su madre lo calmó con mimos y un sonajero.

Los hombres que viajaban junto a nosotras estaban dormidos cuando el comandante anunció que iba a proceder a la maniobra de descenso. Comenzamos a bajar al mismo tiempo que el sol empezaba a elevarse; el avión se sumergió en el estanque dorado que se filtraba desde el horizonte. Con los ojos entornados, observamos cómo nos aproximábamos cada vez más a los rascacielos. No habíamos vuelto a ver edificios tan altos desde que nos mudamos a Lupside. En mi mente volvieron a bullir los recuerdos de salas de espera esterilizadas, batas de hospital que nos quedaban demasiado grandes, tictacs de relojes y médicos distantes.

Addie respiró hondo varias veces cuando el avión tocó tierra y el ronroneo del motor se convirtió en un gruñido, luego en un rugido y al final en un tremendo estrépito. El aire chirriaba al ser hendido. Continuamos avanzando a tal velocidad que temí que fuésemos a despegar de nuevo. El avión fue aminorando su impulso hasta acabar rodando mansamente sobre la pista. Se encendieron las luces. Junto a nosotras, los dos hombres se desperezaron.

El comandante nos dio la bienvenida a la ciudad y al estado mientras el avión realizaba un giro, luego nos informó sobre el tiempo y la temperatura.

¿Cómo va a hacer para llevarnos a Devon y a nosotras a la vez?, se preguntó Addie.

No lo sé.

Nos quedamos sentadas y esperamos. Nos quedamos sentadas y esperamos mientras el avión frenaba y se detenía. Nos quedamos sentadas y esperamos mientras todo el pasaje se ponía en pie, bostezaba y se estiraba.

—Hora de levantarse —indicó el hombre que teníamos al lado. Contorsionó los hombros para desentumecerlos y se frotó la nuca.

—Yo tengo que esperar —dijo Addie.

El pasillo se llenó de gente que sacaba su equipaje de los compartimentos superiores. El hombre que había viajado a nuestra izquierda hizo lo mismo mientras el de la derecha siguió echándonos miradas cargadas de intención. Addie estaba a punto de decir algo cuando oímos un pequeño alboroto en el pasillo, más atrás.

—Disculpen —repetía una voz mientras se abría paso entre la gente—. Perdón. Disculpen.

Una azafata ocupó de golpe el hueco que quedaba entre el pasillo y nuestro asiento. Sonrió, un poco inestable sobre sus tacones negros, mientras se apartaba el flequillo que le caía sobre los ojos.

—El señor Conivent me ha pedido que te viniera a buscar —explicó—. Casi no puede avanzar y no quiere que tengas que esperar demasiado, ni que impidas el paso de nadie. —El hombre que había quedado bloqueado junto a nosotras le dirigió una mirada agradecida.

Addie se puso en pie agarrándose al asiento de delante para no perder el equilibrio.

—¿Qué bolsa es la tuya? —nos preguntó la azafata mientras escrutaba el interior del compartimento.

—La de lona roja —le indicó Addie. Se deslizó hacia el pasillo para situarse en el estrecho espacio que quedaba junto a la mujer—. ¿Adónde vamos?

La azafata rescató nuestra bolsa y nos la entregó.

—Solo a la terminal. Él irá a buscarte en cuanto salga.

Addie comprobó varias veces el chip que llevábamos en la mano: la luz permanecía fija. Devon y Ryan estaban cerca.

En el resquicio entre el borde del avión y el túnel de salida se filtraba un rayo del sol del amanecer. Cuando Addie salió del avión con la bolsa de viaje apretada contra nuestro pecho, la luz del chip cambió a un rápido destello intermitente. Debíamos de habernos alejado un poco de Devon.

—¿Vienes, cariño? —la animó la azafata.

Addie cerró la mano y apuró el paso.

La terminal estaba muy iluminada y con mucha actividad. La gente se movía deprisa de un lado a otro, arrastrando tras de sí las maletas, que avanzaban dando tumbos. La megafonía anunciaba el nombre de un niño perdido. Los paneles electrónicos desplegaban listas con los horarios de los distintos vuelos, los retrasos y las cancelaciones.

Creí que nos íbamos a quedar esperando junto a la puerta, pero la azafata nos llevó por unos pasillos de baldosas, siempre acompañada del repiqueteo de sus tacones negros. Había ventanas por todas partes. En el exterior, el sol se había abierto camino sobre el horizonte, tiñendo el aire de un tono dorado y extendiendo perezosamente sus dedos amarillos sobre el cielo. La luz de nuestro chip comenzó a parpadear cada vez más despacio y terminó por apagarse del todo.

La azafata siguió hasta que llegamos a una ruidosa zona de restaurantes. Addie miró alrededor y se embebió del aroma a café molido, a galletas recién hechas y pollo frito, y del llamativo menú del expositor de bocadillos. La azafata nos acompañó hasta una mesa, pero no se sentó.

Así que nos quedamos de pie, como dos estatuas en un mar de mesas y gente que tomaba café y magdalenas enormes. Una estatua alta y delgada con unos impecables tacones negros. Una estatua más baja con zapatos de charol de uniforme de colegio. El silencio era como un niño molesto que nos tiraba del pelo y nos tapaba la boca con las manos.

Eva, dijo Addie.

¿Qué estarían haciendo nuestros padres en aquel momento? Habíamos volado hacia el oeste, así que en Lupside ya era más tarde. Probablemente ya estarían levantados. ¿Habrían conseguido dormir aquella noche? ¿O la habrían pasado en vela? Cuando éramos pequeñas, las noches previas a alguna cita en el hospital solían desvelarse y por la mañana salían de su habitación con aspecto de fantasmas. ¿Qué le habrían contado a Lyle?

Yo… en realidad no lo dije en serio, prosiguió. Lo de anoche. Eso de que todo era por tu culpa.

Fui a responder, pero me interrumpió con una pregunta que brotó de su interior como una burbuja, frágil y transparente:

Eva, ¿tú eras feliz?

Pasaron unos segundos hasta que fui capaz de contestar. El muro que se interponía entre nosotras se resquebrajó y comenzó a desmoronarse. Sus emociones me inundaron, un mar de preocupaciones, miedo y culpa.

Sí, respondí. Sí, era feliz.

Addie suspiró. Los últimos fragmentos del muro que había levantado se vinieron abajo en remolinos de una emoción que no logré identificar.

¿Y ahora qué vamos a hacer, Eva?

Pasaremos por ello como mejor podamos. ¿Qué otra cosa podía decir?

—Ah, ahí, viene —dijo la azafata, y con ello interrumpió nuestra conversación. En su voz notamos un alivio que se materializó en una amplia sonrisa.

El señor Conivent se abría paso entre la gente con paso rápido y hombros rígidos. Ni rastro de Devon y Ryan.

—Gracias —le dijo a la azafata, y se volvió hacia nosotras—. ¿Estás lista? —Addie asintió—. Perfecto. Vamos, entonces.

Addie se echó la bolsa de lona al hombro, salió de la zona de restaurantes tras él y siguió la estela de sus elegantes zapatos de piel.

Ya, como mejor podamos, dijo Addie.

Como mejor podamos.