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Addie tuvo que ir corriendo a una cabina para llamar a mamá y decirle que no íbamos a cenar, así que cuando regresamos al sitio donde habíamos quedado, la mayoría de los alumnos ya se habían ido. Hally estaba sola delante del colegio. No se dio cuenta de nuestra presencia casi hasta que llegamos a su lado, y dio un respingo como si estuviese ensimismada y la hubiésemos sobresaltado.

—¿Lista? —preguntó cuando recobró la voz.

Addie asintió.

—Genial. Hala, vámonos.

El grave ensimismamiento de un momento antes había desaparecido. Ahora era pura vivacidad y energía. Addie apenas pudo meter baza en la conversación mientras Hally parloteaba sin parar y nos contaba lo contenta que estaba de que por fin fuera viernes, lo agradable que era que casi hubiesen llegado las vacaciones de verano, lo agotador que había sido aquel tercer curso de secundaria.

Sí, decía Addie. Sí, menos por los mosquitos y la humedad. Sí, pero también había sido divertido, ¿verdad?

Ni ella ni Hally sacaron el tema de la desastrosa visita al Museo de Historia.

Nos habíamos imaginado que su casa sería más grande de lo que era en realidad, especialmente después de la pompa y solemnidad de la verja de hierro forjado que protegía la urbanización. Era más grande que la nuestra, por supuesto, pero más pequeña que las de otras compañeras a las que habíamos visitado. Con independencia de su tamaño, era impresionante, toda de ladrillo envejecido y contraventanas negras y un árbol esbelto y lleno de flores rosas en el jardín. El césped estaba perfectamente cortado y la puerta parecía recién pintada. Addie echó un vistazo por una ventana mientras Hally buscaba las llaves. La mesa del comedor brillaba con un intenso tono caoba. Estaba claro que la familia Mullan no necesitaba ninguna beca para mandar a Hally y su hermano a nuestro colegio.

—¿Devon? —llamó Hally al tiempo que abría la puerta. No obtuvo respuesta, e hizo un gesto a Addie—. No sé para qué me molesto. Nunca contesta aunque esté en casa.

Recordé al chico que habíamos visto el día anterior detrás de la verja. Como iba dos cursos por delante de nosotras, Devon no era un tema de cotilleo tan común como Hally, pero los profesores habían hablado de él alguna vez, y sabíamos que lo habían pasado a un curso superior.

Hally se quitó los zapatos y Addie la imitó; se desató los cordones y dejó nuestros zapatos junto a los suyos en el felpudo. Cuando volvimos a levantar la vista, Hally estaba en la cocina con la puerta de la nevera abierta.

—¿Un refresco? ¿Té? ¿Zumo de naranja? —ofreció.

—Un refresco, vale.

La cocina era preciosa, con alacenas relucientes de madera oscura y encimeras de granito. En un rincón había una pequeña estatuilla de colores vivos, con una vela a medio consumir a cada lado como montando guardia. Y a los pies de la figura, una mandarina diminuta.

Addie se quedó mirándola, y mi propia curiosidad me impidió recordarle que no debía hacerlo. Una cosa era el aspecto de Hally, eso no lo podía evitar. Pero proclamar a los cuatro vientos su condición de extranjeros de ese modo…

—Estaba pensando que podríamos encargar algo de comida preparada —dijo Hally. Addie se volvió justo a tiempo para atrapar al vuelo la lata de refresco que nos lanzó. Estaba tan fría que casi se nos cae—. A menos que seas una cocinera extraordinaria o algo así.

—No cocino mal —dijo Addie.

Mentirosa. Somos un desastre.

—Pero eso de tomar algo preparado está muy bien —añadió.

Hally asintió sin mirarnos. Había vuelto un poco la cabeza y tenía la vista fija en algún punto lejano. Addie echó otra mirada furtiva al pequeño altar. ¿Habría sido la madre o el padre de Hally quien había colocado con tanto mimo la imagen y las velas?

—¡Devon! —volvió a llamar Hally. Y de nuevo se quedó sin respuesta. Vi cómo tensaba la boca.

—La verdad es que no conozco a tu hermano —dijo Addie, que apartó la vista del altar en el mismo momento que Hally volvía a prestarnos atención.

—¿No? Bueno, pues ya lo conoceréis esta tarde. Ya debería estar en casa… No sé por qué se estará retrasando.

Addie dejó el refresco en la encimera y empezó a quitarse la blusa.

—Bueno, mientras no viene, ¿puedo…?

—Ah, sí, claro —dijo Hally. Parpadeó y se le iluminó el rostro, de nuevo una pura sonrisa—. Vamos. Elige algo de lo que tengo en mi cuarto. No creo que cueste mucho limpiar esa mancha.

La seguimos escaleras arriba. Los peldaños estaban cubiertos con una mullida moqueta color crema hasta el descansillo del piso superior. Recordé que también nos habíamos empapado los calcetines. Estaban demasiado sucios para aquella casa, para aquel color tan claro. Addie se fijó para comprobar que no dejábamos marcas en la moqueta. A Hally no parecía importarle lo más mínimo. Avanzó dando brincos hacia lo que debía de ser su cuarto al final del pasillo, dejándonos atrás a Addie.

Mira, le susurré aunque no pudiera oírme nadie. Tienen ordenador.

Lo vimos en una de las habitaciones que pasamos antes de llegar a la de Hally; un aparato grande y de aspecto complicado que ocupaba casi todo una mesa. En el colegio habíamos usado ordenadores unas pocas veces, y tiempo atrás papá había mencionado de pasada que iba a comprar uno cuando bajaran de precio, pero por entonces nosotras aún no nos habíamos asentado, y luego Lyle se puso enfermo y en casa no se volvió a hablar de ordenadores.

Addie se detuvo para mirarlo y, de paso, observamos el resto del cuarto. Un dormitorio, comprobé. Una habitación de chico con la cama sin hacer y… destornilladores encima de la mesa. Y, todavía más raro, había un ordenador destripado en el rincón más alejado de la puerta; al menos, me pareció que era un ordenador. Nunca había visto ninguno con los cables colgando y las partes plateadas al aire. Era la habitación de Devon. Tenía que serlo, a menos que hubiera otro miembro en la familia Mullan del que no hubiésemos oído hablar. Pero ¿qué chico de dieciséis años tenía un ordenador en su cuarto?

—¿Addie? —llamó Hally, y Addie volvió a ponerse en marcha.

La habitación de Hally estaba diez veces más desordenada que la de su hermano, pero no parecía en absoluto avergonzada cuando nos hizo entrar y cerró la puerta. Abrió el armario de par en par y señaló toda la ropa que tenía colgada.

—Elige lo que quieras. Más o menos tenemos la misma talla.

El armario estaba lleno de cosas que Addie no se pondría jamás. Prendas que pedían a gritos «Mírame»; camisetas holgadas que dejaban un hombro al descubierto, colores chillones y estampados llamativos, y joyas que irían muy bien con las gafas de montura negra y el pelo oscuro y rizado de Hally, pero con las que nosotras pareceríamos disfrazadas de princesa o algo así. Mientras Hally se sentaba en el borde de la cama, Addie buscó algo liso y discreto, pero al parecer no había nada de ese estilo.

—¿No puedo… no sé… ponerme tu blusa de repuesto del uniforme o algo así? —preguntó Addie, volviéndose.

Fue entonces cuando me di cuenta de que allí pasaba algo raro.

Hally nos miraba desde la cama, pero había algo en sus ojos, algo oscuro y grave en su mirada que me hizo decir Addie, Addie casi sin saber por qué.

Y entonces, despacio, tan despacio que parecía hecho a propósito, se produjo una mutación en la cara de Hally. No se me ocurre otra palabra para describirlo. Algo insignificante, algo de lo que nadie se habría percatado si no lo estuviese viendo como Addie y yo en aquel momento, algo que nadie habría notado —ni siquiera se les habría ocurrido que hubiese algo digno de ser notado— si no fuesen…

Addie dio un paso hacia la puerta.

Una mutación. Un cambio. Como cuando Robby pasaba a ser Will.

Pero era imposible.

Hally se puso en pie. Tenía el pelo perfectamente recogido con una diadema azul. Los diminutos brillantitos blancos de bisutería incrustados en la montura de sus gafas centellearon a la luz de la lámpara. No sonrió, no ladeó la cabeza ni preguntó «¿Qué estás haciendo, Addie?».

Por el contrario, dijo:

—Solo queremos hablar contigo. —En sus ojos había una mirada triste.

¿Queremos?, repetí.

—¿Devon y tú? —repuso Addie.

—No —dijo Hally—. Hally y yo.

Un escalofrío nos recorrió el cuerpo, y ambas fuimos tan incapaces de controlarlo que quizá se trató de una reacción compartida. Otro paso nos alejó un poco más del armario.

Nuestro corazón latió como un tambor; no más rápido, pero sí fuerte, muy fuerte.

Bum.

Bum.

—¿Qué has dicho?

La niña que teníamos delante compuso una sonrisa de medio lado que no encontró eco en sus ojos.

—Lo siento —dijo—. Empecemos desde el principio. Me llamo Lissa, y Hally y yo queremos hablar contigo.

Addie se lanzó hacia la puerta, tan rápido que nos golpeamos el hombro contra la madera. El dolor nos recorrió el brazo. No hizo caso y aferró el pomo con las dos manos.

No giraba. Solo hacía ruido y apenas se movía unos milímetros. Había una cerradura justo encima del pomo, pero la llave no estaba. Algo indescriptible comenzó a formarse dentro de mí, algo enorme que me asfixiaba y no me dejaba pensar.

—Hally —dijo Addie—. Esto no tiene ninguna gracia.

—No soy Hally —repuso la niña.

Ahora solo teníamos una mano en el pomo. Addie apretó la espalda contra la puerta hasta que nos hicimos daño en los omóplatos. Las palabras salieron de nuestra garganta con dificultad.

—Sí lo eres. Os habéis asentado. Eres…

—Soy Lissa.

—No —se obstinó Addie.

—Por favor. —La niña extendió el brazo para tocar el nuestro, pero Addie lo apartó de una sacudida—. Por favor, Addie, escúchanos.

El aire de la habitación, que de repente me parecía muy pequeña, estaba cargado y se hacía irrespirable. No era posible. Algo no había funcionado bien. Tenían que haberla delatado. No podía ser real. Pero lo era. Yo lo había visto. Había visto el cambio, la mutación. Ah, pero ¿acaso no tenía sentido? ¿Acaso no tenía sentido que Hally…?

—A ti —insistió Addie—. Querrás decir que te escuche a ti, no a vosotras.

—A nosotras —no cejó ella—. A Hally y a mí. A nosotras.

—No.

Addie se volvió de nuevo hacia la puerta. El pomo hizo tal ruido cuando lo forzamos para hacerlo girar que parecía a punto de desprenderse de la puerta. Lissa comenzó a tirar de nosotras e intentó que Addie la mirase a la cara.

—Addie —dijo—. Por favor. Escúchame…

Pero Addie no quería escuchar. No quería estarse quieta, no quería soltar el pomo. Y yo estaba allí, estupefacta, incapaz de creer lo que estaba ocurriendo, hasta que Hally o Lissa finalmente dejó de tirar de nosotras y gritó:

—¡Eva! ¡Eva, dile que me escuche!

Aquella palabra, aquel nombre que salió de su boca, se desvaneció al mismo tiempo que su voz.

Eva.

Mi nombre. El mío.

Hacía tres años que no lo oía pronunciar en voz alta.

Addie se quedó paralizada. Después, despacio, muy despacio, volvió la cabeza y clavamos los ojos en los de la niña que nos miraba. Todo estaba demasiado claro, demasiado nítido. Con la diadema medio caída. Con sus uñas perfectamente pintadas de esmalte que reflejaban la luz de la lámpara. Con el ceño fruncido. Con la peca junto a la nariz.

—¿Cómo…?

—Devon lo averiguó —dijo Lissa en voz más baja—. Miró los expedientes del colegio. Guardan registros de todo si algún alumno no se ha asentado al empezar primaria. Vuestras fichas más antiguas incluyen los dos nombres.

Ah, ¿sí? Sí, seguramente. En los primeros años de primaria, cuando Addie y yo teníamos seis, siete, ocho años, mandaban los boletines a casa con los nombres de las dos: Addie-Eva Tamsyn. Años más tarde omitieron Eva.

No sabía que mi nombre hubiese sobrevivido al viaje de cuatro horas, al cambio de colegio.

—¿Addie? —llamó Lissa; y después, tras un estremecedor y prolongado momento de indecisión—: ¿Eva?

—Para. —La palabra estalló en nuestro pecho, nos quemó la garganta y golpeó el aire con el restallar de un rayo—. No pronuncies ese nombre. —Comenzó a dolernos el corazón. ¿De cuál de las dos era aquel dolor?—. Me llamo Addie. Solo Addie.

—Te llamas Addie —la corrigió Lissa—, pero no estás sola. También está…

—¡Cállate! —gritó Addie—. No puedes hacerme esto. No puedes hablarme así.

Nuestra respiración se agitó, se nos nubló la vista. Apretamos los puños con tanta fuerza que las uñas nos dejaron marcas en las manos.

—Así es como debe ser —añadió Addie—. Solo estoy yo. Soy Addie. Ya estoy asentada. Todo está perfecto. Ahora soy normal. Soy…

Pero de pronto los ojos de Lissa brillaron de ira y sus mejillas enrojecieron:

—¿Cómo puedes decir eso, Addie? ¿Cómo puedes hablar así estando Eva contigo?

Addie se echó a llorar. Las lágrimas resbalaron hasta nuestra boca con un sabor salado, cálido, metálico.

Chsst, susurré. Todo me daba vueltas, todo era tan confuso… Chsst, Addie. Por favor, no llores. Por favor.

—¿Y Eva? —preguntó Lissa con voz chillona—. ¿Qué ha sido de Eva?

Tristeza. Tristeza, dolor y culpabilidad. Ninguno de estos sentimientos era únicamente mío. Nuestras emociones se entremezclaban. Daba igual lo que ocurriese, lo que nos dijésemos o lo que pensásemos, Addie y yo seguíamos siendo partes de un todo. Estábamos más que próximas, más que unidas. Su tristeza pasaba a ser mía.

No hagas caso, Addie, le dije. No tiene ni idea de lo que dice.

Pero Addie siguió llorando y Lissa gritando y la habitación se llenó de lágrimas y de furia y de culpabilidad y de miedo.

Y luego el mundo se hundió bajo nuestros pies.

Alguien debió de abrir la puerta, porque de repente nos caíamos hacia atrás, y yo gritaba para que Addie lograra evitarlo antes de que nos diésemos contra el suelo, y ella se movía a sacudidas y yo me mentalicé por las dos, me mentalicé para el dolor, porque no podía hacer otra cosa hasta que se consumara la caída. La cual se consumó y nos quedamos mirando el techo, y Addie seguía llorando a causa de su —nuestro— miedo, y como estaba llorando me puse a llorar yo también, y todo pasó a tener menos importancia que nuestras lágrimas. Pero alguien nos había consolado a tiempo. Aún nos rodeaba con sus brazos, que habían evitado que chocásemos contra el suelo.

—¿Qué demonios has hecho? —preguntó.