32
La doctora Lyanne tardó una eternidad en abrir la puerta de Ryan. Tuve que contenerme para no arrebatarle las llaves y hacerlo yo misma. Si teníamos alguna esperanza de llegar hasta Hally antes que los cirujanos, debíamos movernos con rapidez. Seguíamos sintiendo aquella opresión en el pecho, aquel pellizco que sabía que se suavizaría, aunque solo un poco, si lograba ver a Ryan y comprobar que estaba bien.
Se abrió la puerta y él saltó de la cama, y me bastó verlo dar unos pasos para saber que era Ryan, y no Devon, el que venía hacia nosotras con cara de desconcierto. Levanté los brazos, se los eché al cuello y hundí mi cara en su hombro. Sentí los latidos de su corazón bajo la camisa, bum, bum, bum, tan rápidos como los míos. El calor de su pecho en medio de aquel frío ambiente hospitalario. Tardó un segundo —solo un segundo— en devolverme el abrazo.
—Eva —murmuró con la boca pegada a mi pelo. Asentí y me estrechó aún más en sus brazos—. ¿Qué pasa? ¿Qué está ocurriendo?
—Tenemos que darnos prisa —respondí.
Los pasillos estaban a medio iluminar y vacíos. Resonaba el eco de nuestros pasos, nuestras sombras nos seguían como fantasmas carbonizados. Cada poco pasábamos por delante de una ventana y atravesábamos una franja de luz de luna antes de volver a sumirnos en la penumbra. Luz y penumbra. Luz y penumbra.
Luego llegamos a la escalera, y allí la oscuridad era absoluta. La bajamos con la mano rozando la barandilla, listas para aferrarnos a ella en caso de que me tambaleara, pero no hizo falta. Seguimos corriendo, corriendo, corriendo. A veces Ryan iba a nuestro lado, a veces algo adelantado, a veces un paso por detrás. Cuando llegamos al sótano, estábamos sin resuello.
Las luces amarillas de emergencia daban al sótano el aspecto de una zona de riesgo, así que aminoramos el paso con cautela. Aparte de un débil zumbido, todo estaba tranquilo y silencioso. El silencio amplificó el sonido de nuestra respiración, del roce de nuestra ropa, de nuestros pasos. Pasamos una puerta tras otra. Yo miré por cada una de las ventanitas y percibí imágenes de mesas de operaciones, luces de quirófano sujetas a largos brazos de plástico; fogonazos de nuestras pesadillas. Pero no vimos a Hally. Ni siquiera médicos. Dondequiera que se encontrasen, no era en aquella ala del sótano.
S42, dijo Addie, como si yo hubiera podido olvidarlo. Tenemos que sacar a Jaime.
No tardamos mucho en encontrar la habitación. Las luces de emergencia nos iluminaron a nosotras y a la puerta, sobria y robusta. Tras aquella puerta le habían abierto la cabeza. Y no por una buena causa, todo lo contrario: por ninguna buena causa.
Y él había sido el único superviviente.
Casi no fui capaz de introducir el código en el teclado. La primera vez fallé y me dio pánico volver a intentarlo. ¿Y si solo admitía un número determinado de intentos? ¿Y si saltaba una alarma en caso de fallar demasiadas veces? Addie me dijo:
Cálmate, Eva. Tranquilízate.
Respiré hondo y probé de nuevo. Se encendió una luz verde y con una mareante sensación de alivio tiré de la puerta. Se abrió.
—Jaime —lo llamé—, Jaime, despierta. Tenemos que irnos.
Despertó con un sobresalto y un grito. Me eché hacia atrás y choqué contra Ryan. Él me sujetó de la cintura para ayudarme a mantener el equilibrio y después me acerqué a Jaime.
—Chsst, chsst —susurré mientras extendía los brazos hacia él—. Tranquilo, soy yo. ¿Te acuerdas de mí? Estuve aquí anteayer. Hablamos por el intercomunicador.
Ni asintió ni negó. No dijo nada. Pero creí ver en sus ojos una señal de que me había reconocido.
—¿Puedes levantarte, Jaime? —pregunté—. Vamos a sacarte de aquí. Subiremos al piso de arriba, ¿de acuerdo? Confía en mí, Jaime.
Asintió con la cabeza, apartó las mantas y movió las piernas con lentitud hasta que quedaron colgando por un lado de la cama. Logró ponerse en pie por sí mismo, pero se tambaleó. Yo fui a sostenerlo por el brazo, pero Ryan se me adelantó. Jaime pareció sorprenderse, y Ryan le hizo un gesto tranquilizador.
El niño le respondió con una sonrisa ladeada. Ahora que lo veía con más claridad, me pareció más pequeño; menudo, con una mata de pelo rizado castaño oscuro y la piel cenicienta. Muy flacucho. Y con aquella línea de incisión larga y curvada en la frente.
Estaba cerrando la puerta después de salir del cuarto cuando oímos el chillido. Ryan apoyó a Jaime contra la pared del pasillo.
—Quédate aquí.
Yo ya había echado a correr hacia el origen del grito.
Lissa volvió a chillar y su pánico articuló una palabra: llamaba a su hermano. Doblé la esquina a toda velocidad y recorrí el pasillo como si tuviera alas en los pies. Más adelante había un resplandor, no una luz amarilla de emergencia, sino tubos fluorescentes. Como los que había en los demás pisos de la clínica.
El siguiente recodo me condujo a un pasillo iluminado con luz blanca donde todo resplandecía y casi llegaba a deslumbrar. Solo había una puerta abierta, y de allí procedía el grito. Me precipité, con Ryan pisándome los talones.
Había un guardia de seguridad de espaldas a la puerta y dos enfermeras, una de ellas con una jeringuilla en la mano, ambas con los guantes puestos. Una niña que se revolvía y chillaba y chillaba y…
Ryan se me adelantó y entró como una flecha. Yo lo seguí. Apartó al guardia de un fuerte empujón. El hombre se dio un buen golpe contra la pared. Las enfermeras alzaron la vista, pálidas y con los ojos como platos. Las gafas de Lissa habían caído al suelo; los brillantitos blancos resplandecían bajo aquella luz cruda.
Ryan y yo nos precipitamos sobre las enfermeras casi a la vez. Él agarró a la que aún seguía sujetando a Lissa; la otra, la de la jeringuilla, había retrocedido un paso. Yo agarré a Lissa por un brazo y la separé de un tirón.
El guardia ya se había recuperado y nos sujetó del hombro. Sin pensar, sin pensar ni por un instante en lo que hacía, le estampé una patada en la rodilla. Soltó un quejido y le di un buen codazo en la cara, y eso sí consiguió que nos soltase. Apareció la sangre. Sangre y maldiciones fruto de la conmoción y el dolor. Una de las enfermeras intentó atrapar de nuevo a Lissa. Vi el destello de la jeringuilla, pero Ryan se la arrancó de un manotazo y le dio un pisotón que casi rompió la aguja; eso sí, la dobló y la dejó inservible. De un salto, recogió las gafas de Lissa y se las lanzó. Ella se las volvió a poner. Y allí estábamos los tres, los seis, en medio de la sala y jadeando, rodeados por dos enfermeras y un guardia maltrecho. El sudor nos perlaba la frente. El hombre se había apartado la mano de la nariz y la sangre le goteaba sobre los labios. Nos revolvió el estómago, pero no era momento para flaquezas. Teníamos que seguir luchando. Teníamos que conseguir dejarlos atrás, salir y luego correr, correr, correr.
La puerta. Si tan solo lográsemos llegar hasta la puerta…
Durante un momento —solo un momento— todo el mundo se quedó inmóvil. Un segundo. Una estampa de miedo, sangre y sudor.
Entonces saltó la alarma.
De repente todos parecieron perder la concentración. Todos menos yo.
Ya tenía agarrada a Lissa de la muñeca. Nuestra mirada se cruzó con la de Ryan y se dirigió como un rayo hacia la puerta. Echamos a correr. Todos volvieron aprestarnos atención, pero era demasiado tarde. La sala era pequeña. Nos abrimos paso entre las enfermeras, eludimos al guardia y llegamos a la puerta entre jadeos. Me giré como un torbellino y cerré de un portazo. Y mientras Lissa y Ryan me ayudaban a mantenerla cerrada a pesar de los tirones y golpes de las enfermeras y el vigilante, introduje el código en el teclado numérico y los dejé encerrados.
La sirena aullaba y aullaba. La misma sirena que habíamos oído el día de nuestra llegada. La que habían utilizado para ponernos a prueba, la que había provocado que me levantase de la cama, ahora sonaba para que se oyera en toda la clínica.
Esta vez tuve la sensación de que no se trataba de una prueba. Esta vez era real. Algo había salido mal. Muy mal. Nadie había podido dar el aviso desde la habitación de Lissa, nadie pudo denunciarnos desde allí. Así que debían de haber sido los otros niños y la doctora Lyanne. Algo les había ocurrido.
El guardia seguía aporreando la robusta puerta con gritos sofocados y casi inaudibles a causa del aullido de la alarma. Ryan nos agarró del brazo. Nos dolía la mano que teníamos vendada por la forma en que Lissa nos la agarraba, con la uñas hundidas en la palma. Pero el dolor me ayudaba a pensar, aunque irradiaba chispazos de fuego que subían hasta el codo.
—Vamos —dije al tiempo que tiraba de los dos—. Tenemos que ir a recoger a Jaime. Y luego arriba. ¡En marcha!
Jaime dio unos pasos tambaleantes hacia nosotros en cuanto nos vio. Llevaba puesto el pijama y parecía un fantasma en aquel rincón, con el pelo oscuro en contraste con su pijama blanco. Lissa lo tomó del brazo con la mano libre y tiró de él. Pero se tambaleó, gritó y se cayó. Tuvimos que detenernos.
Viene alguien, advirtió Addie.
Los oímos. Pasos apresurados y palabras ininteligibles. Procedían justo de la zona de donde veníamos.
Pero Jaime no podía ir más deprisa, aunque Lissa y nosotras lo llevábamos casi en volandas. Ryan retrocedió para echarnos una mano, y entre los tres, con lentitud, con dolorosa lentitud, ayudamos a Jaime a penetrar en la agobiante oscuridad de la escalera.
Las alarmas, dijo Addie mientras avanzábamos renqueantes. Ryan tiene que desactivar las alarmas.
Olvídate de las alarmas. Ya saben de sobra que algo está ocurriendo.
La sirena seguía emitiendo su inquietante aullido a tal punto que creímos que nos iba a estallar corazón. Reverberó en el hueco de la escalera y tapó el ruido de nuestro descenso. Solo quedaba un piso.
Lissa abrió la puerta del descansillo de la primera planta con cautela y escrutamos el vestíbulo en penumbra. De él salía un solo pasillo. La puerta lateral tenía que estar en algún punto de aquel pasillo. No muy lejos. Y el vestíbulo seguía desierto, aún era un lugar seguro.
Solté a Jaime.
Ryan tendió el brazo hacia nosotras.
—¿Qué…?
—Tengo que ir al piso de arriba —dije—. Debo asegurarme de que los otros han salido.
Lissa me miró boquiabierta.
—Eva, eso es una locura.
Eva, por favor, dijo Addie. Eva, tenemos que llevarlos hasta la puerta lateral.
Intenté tragar saliva, pero teníamos la garganta demasiado seca.
—Algo ha salido mal. Tengo que comprobar qué ha sido. Tengo que… Kitty. Cal. Los demás. Ellos…
—Eva… —comenzó Ryan.
—Puerta lateral —indiqué—. Al otro lado del vestíbulo. Seguid andando hasta que la encontréis, no puede estar lejos. Decidle a Jackson que ahora mismo bajo.
—Ni hablar —dijo Lissa. Tenía el pelo todo revuelto tras la batalla librada en el sótano, arañazos en las mejillas y los ojos brillantes. Intentó volver a tomarnos de la mano. Le di un suave empujón para que continuase avanzando.
—Tienes que irte, Lissa. Tienes que llevar a Jaime hasta la puerta antes de que lleguen. No puede caminar deprisa. ¡Vamos, largaos!
Aun así, vaciló. Negó con la cabeza y miró a su hermano.
—Vete —le dijo él—. Vete, Lissa, por favor. Nosotros estaremos ahí en un momento.
Lissa titubeó unos segundos más, pero al final asintió. La vi salir con sigilo al vestíbulo a oscuras y fundirse con las sombras, sin soltar a Jaime.
—Voy a subir —le dije a Ryan. Si no hubiera sido tan idiota de perder el destornillador, todo habría sido distinto. Todos estaríamos ya en las furgonetas de Peter, de camino a la salvación a toda velocidad. Aquel caos, aquella incertidumbre, eran culpa mía—. Tengo que ir. No puedes impedírmelo, Ryan.
—Entonces voy contigo —dijo él, y me tendió la mano.
La agarré y subimos la escalera como flechas. Acabábamos de llegar al tercer piso cuando las luces se encendieron de repente a toda potencia.
Saben que estamos aquí, dijo Addie. Saben lo que estamos haciendo, Eva… Tenemos que irnos.
Negué con la cabeza.
No. No podemos irnos.
—Eva —dijo Ryan—, si se encienden las luces quiere decir que van a buscar por los pasillos. Aunque los demás ya hayan salido, nosotros no podremos burlar a los vigilantes.
Me incliné para introducir la mano libre bajo el calcetín y sacar la llave. El vendaje de la mano nos estorbaba, pero lo conseguí.
—Entonces tendremos que apagar las luces. Todas. —Le entregué la llave que nos había dado la doctora Lyanne junto con el plano—. Está en la última planta. Hay una puerta, un cuarto de mantenimiento…
—Apagaré todas las luces —dijo él.
Estábamos en una escalera desierta, con el aullido de una alarma agobiándonos, y de repente Ryan se echó a reír y sacudió la cabeza.
—Dios mío, Eva, ¿es que todo lo guardas en los calcetines?
No supe si reír o echarme a llorar. Y como me apetecían las dos cosas, no hice ninguna de ellas; me limité a empujarlo hacia el siguiente tramo de escalera, sonreí y le dije:
—Nos vemos enseguida, ¿vale? En la puerta. Te veo en la puerta lateral.
Asintió con su sonrisa ladeada.
La sirena enmudeció.
Se nos borró la sonrisa. ¿Qué significaba aquello?
—Vete —repetí.
Ryan subió corriendo los peldaños. Yo respiré hondo y abrí la puerta del descansillo del tercer piso.