17
La comida se servía a las doce y media en punto. A las doce y cuarto, el señor Conivent nos dijo que recogiéramos nuestras cosas y nos pusiéramos en fila junto a la puerta. La enfermera nos acompañó de nuevo hasta la sala donde habíamos desayunado, y terminamos sentándonos frente a la niña hada del pelo oscuro, que tenía la cabeza gacha. Lissa se apresuró a ir a por el sitio que quedaba libre a nuestra izquierda, y me sentí aliviada cuando vi que Bridget se sentaba casi al otro extremo de la mesa.
La enfermera fue sirviéndonos las bandejas una a una tras sacarlas del carrito plateado. Puré de patatas en un charco de inconsistente salsa marrón amarillenta. Y algo que probablemente era una milanesa de pollo, aunque quién podía asegurarlo debajo de aquel grasiento rebozado de pan rallado.
Igual que a la hora del desayuno, comenzó a oírse un rumor en cuanto la enfermera se retiró a su rincón.
—Jaime no se ha ido a su casa —susurró Addie al oído de Lissa en voz tan baja que no creí que Lissa pudiese entender. Pero continuó—. Yo lo vi. En una camilla y con la cabeza vendada.
—Devon —dijo Lissa como ida; los demás se volvieron para mirarla. Ella apenas pareció darse cuenta y nos dirigió una mirada trastornada—. Devon… Se han llevado a Devon.
—Solo para hacerle unas pruebas —terció la niña hada. Estaba peleándose con su milanesa y miró de reojo a la enfermera antes de alzar la vista hacia nosotras—. Cuando ingresas por primera vez te hacen un montón. Volverá.
Lissa estaba demasiado afectada como para poder hablar, así que Addie, más ágil, preguntó:
—¿Estás segura? —titubeó.
—Kitty —contestó la niña.
No le pegaba aquel nombre. Era demasiado normal, demasiado dulce. Aquella niña se merecía un nombre de cuento de hadas. Kitty dejó de masticar y nos miró. Se sonrojó mientras echaba un vistazo a los niños que se sentaban al otro lado de la mesa y luego respondió con un murmullo:
—Bueno, sí, creo que sí.
Jugueteó con un mechón de pelo, que llevaba apartado de la cara con dos horquillas en forma de media luna. Aún conservaban restos de su color original, un rojo intenso, pero casi toda la pintura se había descascarillado y dejaba ver su esqueleto de metal.
—¿Eso es lo que hacen aquí? —preguntó Addie—. ¿Pruebas, análisis y esas cosas? ¿Todo el tiempo?
La niña mezcló el puré de patatas con la salsa.
—No, todo el tiempo no. También tenemos clases. Y juegos de mesa. A veces nos dejan ver una película.
—Nos hacen preguntas —intervino en voz baja el niño rubio sentado a nuestra derecha al tiempo que miraba a la enfermera. Addie se sorprendió al oír su voz, pero él prosiguió como si hubiese estado participando en la conversación desde el principio—. Nos hacen contarles lo que hemos hecho durante el día, o la semana, o cuando sea. Tenemos que hablarles de las cosas que nos sucedieron cuando éramos pequeños.
Kitty asintió.
—A veces también nos mandan tomar pastillas, como a Cal… —Palideció y se le quebró la voz, pero añadió atropelladamente—: Como a Eli. Y como a Jaime.
—¿Qué clase de pastillas? —preguntó Lissa—. ¿Para qué son?
—Para ponernos buenos —contestó Kitty.
La expresión de Lissa se crispó y Addie se apresuró a hablar antes de que nuestra amiga soltara un exabrupto:
—¿A qué se refería aquel niño esta mañana? En la sala de estudio. Dijo… dijo que los médicos querían hacer creer que era Eli, porque Eli era el dominante… ¿antes?
Kitty apretó su tenedor entre los labios. El niño rubio hizo una mueca parecida a un puchero.
—Se le ha hecho un lío en la cabeza por culpa de Hanson —dijo al fin en tono brusco—. Eli es el dominante. Siempre lo ha sido.
—Sí, por supuesto —dijo Addie—, pero…
El niño apartó la vista.
Nuestra mirada se cruzó con la de Lissa. Addie volvió a la carga con otra pregunta:
—De todos modos, ¿Eli no es demasiado pequeño para estar aquí? No creo que llegue a los diez años, ¿o sí?
Eli estaba sentado cinco o seis sitios más allá de Lissa. Nadie le habló. ¿Porque era muy pequeño? ¿O por lo que había pasado en la sala de estudio? La doctora Lyanne lo había traído de la mano y lo había reincorporado al grupo cuando estábamos empezando a comer. Su perspicacia espontánea había desaparecido para dar paso a una total inexpresividad en sus ojos y cierta torpeza en sus andares.
—Tiene ocho años —dijo Kitty.
—Sus padres se deshicieron de él —explicó el niño rubio.
—¿Por qué? —preguntó Addie—. Aún tenía dos años por delante.
Kitty se encogió de hombros, eran tan menudos que sus mangas azul celeste apenas se movieron.
—No lo querían a su lado. Bueno, al menos no mientras siguiese siendo híbrido. Quizá si lo curan querrán que vuelva con ellos. —Tomó un bocado de puré de patatas, lo tragó y nos miró—. Eso deberían hacer.
Pero en su voz se percibía un temblor que encontró eco en el temblor de la mirada del niño rubio y en el de la barbilla de Lissa y en el de cada movimiento de todos los niños sentados a la mesa. Indicativo de miedo.
Una larga mesa llena de niños que fingíamos no saber nada y confiar en nuestros guardianes. Y que fingíamos no tener miedo.
Ese día resultó ser el dedicado a los juegos de mesa. Nos dividimos en pequeños grupos, cada uno con su tablero o su baraja de cartas. Kitty nos siguió con la mirada, así que Addie le hizo un gesto para que se sentara con Lissa y nosotras en una esquina de la sala.
Sacamos nuestras fichas y tiramos el dado para ver quién empezaba la partida. La puerta se abrió justo cuando Addie estaba recogiendo el dado. Primero entró una enfermera. Luego Devon. Algo pálido, algo agitado, pero Devon.
Lissa dio un respingo y nos agarró de la muñeca. ¿Para evitar que nos moviésemos del sitio? ¿O para no moverse ella?
La nueva enfermera habló en voz baja con la que ya estaba en la sala; luego ambas se volvieron y miraron en nuestra dirección. No, no solo en nuestra dirección: nos miraron a nosotras directamente. A Addie y a mí.
Una de ellas dio un leve empujón a Devon, que se tambaleó.
—¿Qué le pasa? —preguntó Addie. Su súbito miedo albergaba una sombra de temor rojo intenso—. Le han hecho algo.
—Addie —llamó una de las enfermeras. No podíamos apartar los ojos de Devon—. Addie, ven aquí, por favor.
Addie no se movió. Su voz sonaba tensa.
—¿Qué le han hecho? No creo que…
Y entonces Devon pareció fijarse en nosotras por vez primera. Centró su atención y aceleró el paso.
—Addie… —dijo.
—¡Addie! —repitió la enfermera en tono más impaciente—. Ven aquí.
—Ve —susurró Kitty. Pero Lissa no aflojó la presión sobre nuestra muñeca, y Devon seguía llamándonos.
Aunque en realidad no era Devon. Yo solo era capaz de reconocer a Ryan cuando estaba a un palmo de distancia, y en aquella ocasión lo reconocí.
—Addie —dijo dejándose caer en una silla junto a nosotras—. Addie, no… Cuando… Cuando ellos… —Frunció el ceño como si le costase encontrar las palabras adecuadas—. Es mentira, Addie…
Una mano tiró de nosotras para ponernos en pie; nos arrancó de las manos de Lissa y de las palabras confusas que Ryan balbuceaba.
—¿Es que no me has oído? —preguntó la enfermera.
Addie hizo un esfuerzo por mirar hacia atrás y captar las últimas palabras de Ryan.
—No, yo…
—Vamos, el doctor Wendle te está esperando. Ven conmigo. —A continuación se dirigió a Lissa, que nos miraba con expresión de horror—. Tú cuida de tu hermano. Está un poco aturdido a causa de la medicación, pero dentro de nada se encontrará bien. No te preocupes.
—¿Qué medicación? —quiso saber Lissa.
Pero la enfermera no la oyó, o simuló no oírla. Nos apartó del resto, de los enormes ojos castaños de Kitty, del dado blanco y negro y del olvidado tablero de juego multicolor.
Lo último que oímos antes de que se cerrara la puerta fue la voz de Ryan, que por fin había encontrado lo que quería decirnos:
—No los creas, Addie. No…
Y eso fue todo.
El doctor Wendle sonrió al vernos entrar. Yo creí que íbamos a volver a su consulta, pero nos llevaron a una sala mucho más pequeña. Las paredes eran de un azul grisáceo apagado y el suelo resplandecía bajo las potentes luces del techo. Wendle estaba de pie detrás de algo que nos recordó vagamente a un sillón de dentista.
—Ah, aquí estás —dijo como si hubiese encontrado una moneda que se le hubiera caído. Extendió el brazo hacia nosotras y Addie se encogió—. ¿Qué pasa? Oh, no será nada parecido a lo de esta mañana, te lo prometo. —Señaló el sillón—. Será todo a cielo abierto, ¿lo ves?
—Devon —dijo Addie—. Devon…
—¿Estaba un poco mareado? No te preocupes, solo es un sedante. Enseguida estará como siempre.
Addie esquivó el segundo intento de agarrarnos del brazo.
—¿Y por qué le tiene que dar sedantes?
¿Y por qué Eli —o Cal, o quienquiera que fuese— se agitaba dentro de su propia piel al extremo de que temí que fuera a hacerse daño? ¿Qué le hizo a Jaime Cortae?
¿Y por qué les dijeron al resto de los niños que se había ido a su casa?
Wendle rio con una especie de resoplido. Se ajustó las gafas en lo alto de su corta nariz.
—Fue para que se calmara un poco. Ya sabes, como cuando te dan gas hilarante en el dentista.
¿Para que se calmara por qué? Quise preguntárselo, pero él zanjó el asunto dando unos golpecitos a la silla:
—Siéntate. Solo será un momento, luego podrás volver con tus amigos.
Sobre la encimera había una bandeja plateada donde relucía una jeringuilla.
—¿Addie? Date prisa, por favor.
Addie se acercó al sillón azul marino con paso lento, como si le costara trabajo caminar; luego se sentó y se reclinó contra el respaldo. ¿Qué más podíamos hacer?
—He estado revisando tu historial. Te falta una vacuna que deberían haberte puesto hace años.
—¿Cuál? —Nuestras uñas se hundieron en los brazos acolchados del sillón.
—Tétanos. Me extraña que no te la pusieran en el colegio.
¿Nos la pusieron o no?, me preguntó Addie.
No sé. No me acuerdo.
Por supuesto que nos habían puesto todas las vacunas obligatorias. Rubeola, paperas y tal. Dejar a un niño sin alguna vacuna era sancionable con multas muy elevadas. No obstante, la mayoría nos las habían puesto cuando éramos bebés o muy pequeñitas, demasiados años atrás como para recordarlo. La del tétanos probablemente no era obligatoria entonces.
Addie vio la aguja en la mano del doctor Wendle.
—¿Está seguro? —preguntó—. ¿No podemos… No podemos llamar antes a nuestros padres para asegurarnos?
—Lo pone muy claro aquí, en tu ficha —dijo, aunque no estaba mirando la ficha—. Tampoco es para tanto, Addie, será solo un pequeño pinchazo.
No era la aguja lo nos daba miedo.
—Pero yo…
—Quieta. No es más que un pinchazo, pero muy importante. ¿Sabes qué es el tétanos?
No lo sabíamos. Y antes de que pudiésemos seguir protestando, se las ingenió para pincharnos en el antebrazo.
Addie gritó, pero Wendle nos sujetó el brazo mientras presionaba el émbolo. Nos callamos cuando sacó la aguja y aplicó un algodón sobre la piel.
—Ya está —dijo—. No había razón para armar ningún escándalo, ¿lo ves?
No fuimos capaces de contestar. Teníamos la vista fija en el puntito rojo en el antebrazo. Él lo cubrió con una tirita, y ahí terminó todo.
—Listo —dijo con una sonrisa.
Nos quedamos sentadas mirándolo. Era tan bajo que apenas teníamos que levantar la vista. Notamos cómo palpitaba la piel pinchada.
Él tosió e hizo un gesto hacia la puerta.
—Voy a llamar a una enfermera para que te acompañe con el resto del grupo.
—Pero… —repuso Addie— ¿y la prueba?
—Me temo que aún no está todo preparado. Puede que tengas que volver antes de cenar. —Ya se había girado hacia su instrumental—. Ahora ve a la puerta y espera ahí, por favor. La enfermera vendrá enseguida.
Seguimos mirándolo unos instantes. Luego, despacio, Addie se dirigió a la puerta y se quedó esperando en el pasillo. A los pocos segundos apareció una enfermera.
Caminamos tras ella como en una nube, notando el bajón de la adrenalina que nos había subido minutos antes. Solo había sido una vacuna. Aún faltaba la prueba.
—Vamos, cariño —dijo la enfermera. Nos llevaba más delantera de lo que pensábamos.
Addie apretó el paso, pero no sirvió de nada: la mujer caminaba demasiado rápido. De hecho, todo el mundo parecía caminar demasiado rápido. Notamos algo borroso en la visión periférica; se movía cuando nos movíamos, se paraba cuando nos parábamos.
—Vamos, no te quedes atrás —dijo la enfermera volviéndose hacia nosotras. Alargó el brazo con el ceño fruncido, como si… Como si fuese a agarrarnos—. Los demás están esperando, así que no querréis que…
No llegamos a oír lo que no querríamos.
Un grito ahogado.
Debilidad.
Caída.
Oscuridad.