16
La enfermera apretó el paso y no tardamos en perderlas de vista a ella y la camilla. Pero ni la doctora Lyanne ni nosotras nos movimos.
Cirugía. Mi mente retrocedió en el tiempo y visualizó todos los médicos que nos habían atendido. Todos los tratamientos que habían recomendado cuando éramos pequeñas. Habíamos tomado pastillas, miles de pastillas. Habíamos tenido una orientadora, psiquiatras, y pasado por frías y asépticas salas de consultas. Pero jamás habían hablado de cirugía.
—A desayunar —dijo la doctora Lyanne, más para sí misma que a nosotras—. Por aquí. —Y echó a andar más deprisa que antes. No se molestó en seguir indicándonos dónde estaban las distintas dependencias. No dijo ni palabra hasta que llegamos a una puerta de doble batiente justo cuando salía una enfermera que arrastraba un gran carrito metálico.
—Ah, hola doctora Lyanne —saludó con una sonrisa—. Los niños aún no han terminado de desayunar.
La doctora nos puso la mano en el hombro y nos hizo dar un paso adelante con un empujoncito suave pero firme. Su mirada era aún más distante.
—Solo he venido a acompañar a Addie.
—Claro —dijo la enfermera. Dedicó una sonrisa a Addie y sujetó las puertas para que pasáramos—. Anda, siéntate. Ahora te traigo un plato.
Addie no se movió. Cirugía. Cirugía.
La doctora Lyanne nos empujó para que entrásemos, y Addie se giró justo a tiempo para ver cómo se cerraba la puerta. La doctora y la enfermera se habían quedado al otro lado. Nuestro corazón nos hería el pecho como si fuera una roca con salientes afilados.
La sala parecía una versión en miniatura de la cafetería del colegio. Había una mesa larga colocada en el centro y rodeada por banquetas a juego. El grupo que se sentaba en ellas era más variopinto. Todos los chicos llevaban camisas azul celeste y pantalones oscuros, y las niñas una blusa parecida y faldas azul marino; los mayores parecían más o menos de nuestra edad, mientras que el más pequeño, un niño pálido y pelirrojo, era apenas más alto que Lucy Woodard. Si llegaba a los diez años, era muy bajo para esa edad.
No le prestamos mucha atención. Y es que allí, casi al otro extremo de la mesa —medio ocultos por los demás niños—, se encontraban Devon y Hally.
Devon seguía llevando su ropa de calle, pero Hally vestía el mismo uniforme que los demás. Apretamos los puños con tanta fuerza que las uñas se nos hincaron en las palmas. Addie estuvo a punto de gritar.
Devon abrió la boca.
—¿Quién eres? —preguntó el niño más pequeño.
La conversación cesó. Todos los ojos se volvieron hacia nosotras. Trece, conté. Trece niños. Catorce incluyéndonos a nosotras… Veintiocho, si es que todos eran híbridos. Casi ocupaban toda la mesa. Sin embargo, había unos cuantos sitios vacíos, pequeñas lagunas sin colorear de azul.
—Cállate, Eli —dijo la niña rubia que se sentaba a su lado.
Y se calló, pero no dejó de mirarnos. Había algo inquietante en su manera de observarnos, cierto recelo de animal acorralado. No debería estar allí. Cuando lo miramos con más atención, vimos que era imposible que tuviese diez años. Debería haber pasado uno o dos años más con su familia.
—Es porque Jaime se ha ido a casa —dijo otra niña dos o tres años mayor que Eli, con aspecto de hada y una melena negra que le llegaba casi hasta la cintura. El pelo parecía pesar más que su dueña—. Y han traído a alguien para ocupar su lugar.
El silencio envolvió a los comensales y dejó rastros de su estela en la preocupación que reflejaron sus caras. La mayoría de los niños desvió la mirada. Los cubiertos de plástico quedaron abandonados en las bandejas amarillas industriales.
Creían que Jaime se había ido a su casa.
—Bueno, no te quedes ahí de pie —nos dijo la niña rubia. Era de las mayores de la sala, y sus ojos ponían una nota de color oscuro en su pálido rostro.
Addie se acercó a la mesa despacio y se sentó en el sitio vacío que había frente a Devon, pero en diagonal. Él nos hizo un leve gesto con la cabeza, un movimiento tan sutil que apenas se notó. A su lado, Hally apretó los labios y mantuvo su expresión más o menos bajo control.
—¿Cómo te llamas? —preguntó alguien. Era muy incómodo convertirse en el centro de atención después de pasarnos la vida entera evitándolo.
—Addie. —Aunque la sala no era muy grande, oímos el eco de nuestra voz en medio de aquel silencio. Todo era tan luminoso que parecía una sala de interrogatorios.
—¿Y?
—¡Chsst! —dijo alguien.
Hubo cruces de miradas nerviosas. Capté retazos de frases pronunciadas entre susurros, voces apagadas que discutían, negaban y mandaban callar. La enfermera no estaba allí, así que no había problema. Ya, pero eso no significaba nada, porque lo que sí había eran cámaras, aunque ninguna allí… Y aunque la hubiera… Bueno, pero yo creí que…
—¡Chsst! —parecieron decir todos a la vez.
Y justo a tiempo, porque se abrió la puerta y entró una enfermera. Sonrió al ver el silencio y la sucesión de ojos que la miraban muy abiertos.
—Qué calladitos estáis esta mañana. ¿Aún no os habéis despertado del todo? —Dedicó una sonrisa especial a Eli, que no se la devolvió—. Muy bien —prosiguió—, veo que Addie ya ha encontrado un sitio. Siento que hayas tenido que esperar, cariño. Tuve que volver a la cocina para traerte un plato.
Nuestra bandeja era exactamente igual que la del resto. Cada uno de sus compartimentos contenía una mínima ración de desayuno: huevos revueltos grasientos, panceta quemada y dura; un par de tortitas pastosas.
—Gracias —dijo Addie en voz baja.
—De nada —respondió la enfermera—. Llámame si necesitas algo. —Se acomodó junto a la puerta en una silla plegable, cruzó las piernas y recogió una revista que había en el suelo.
El silencio se prolongó unos instantes. Después, como si el director de la película hubiese dicho «acción», volvió a oírse el murmullo de las conversaciones. Los cubiertos repiquetearon de nuevo al clavarse como puñales en aquel desayuno típico de hospital. Nadie levantó la voz más allá de un susurro. Todo el mundo siguió con la cabeza baja y los hombros hacia delante. Solo Eli se permitió alzar la vista para mirarnos, y luego a la enfermera.
—Addie… Addie.
Volvimos los ojos hacia Hally, que nos sonrió con timidez. Luego puso carita de pena.
—Lo siento mucho —susurró—. Yo no quería… Yo solo… tenía que verlo. Es que no podía…
—Chsst —dijo Devon al tiempo que señalaba a la enfermera con un gesto de la cabeza.
Hally no siguió hablando. Y yo recordé todo lo que Ryan me había contado de Hally, las ganas que tenía de conocer a otros híbridos, de estar con gente como ella. Como nosotras.
Addie vaciló.
—No te preocupes.
—Ahora ya nada de eso importa —dijo Devon mientras se peleaba con una tortita armado de cuchillo y tenedor. Su rostro reflejaba una estudiada falta de expresión, ni siquiera tenía el ceño fruncido por la concentración ni su habitual gesto de ligero fastidio—. Están aquí. Y tenemos que marcharnos todos.
—¿Cómo? —preguntó Addie.
—Para empezar, mantén un perfil bajo. Come algo; te está vigilando. No, no la mires ahora, tú solo come.
Se nos había pasado el hambre como por ensalmo. Aquel desayuno no invitaba a recuperarla, pero aun así Addie probó los huevos. Tenían consistencia de goma y textura de esponja, además de que les sobraba sal. Masticó maquinalmente mientras Devon siguió hablando sin apenas mover los labios. Ninguno de los otros niños parecía estar escuchándonos, aunque tampoco podíamos saberlo con seguridad. Los que no estaban hablando tenían la vista fija en sus bandejas.
—Mantén la cabeza baja. Niégalo todo. Aún existe la esperanza de que los resultados de vuestras pruebas sean negativos. O al menos poco fiables.
Mentiría si dijera que no sentí un soplo de aire fresco vivificante. Nos embargó un ligero alivio. Sin embargo, pronto se vio desplazado por otro motivo de temor:
—¿Y vosotros dos?
—Ya se nos ocurrirá algo —dijo Lissa. Ahora era Lissa, me di cuenta al instante. Su voz era casi un susurro—. Tú preocúpate solamente de ti, ¿vale? En este sitio están pasando cosas raras y… —Respiró hondo—. No creemos que Jaime haya vuelto a su casa, Addie. Nosotros…
—Callaos —dijo una voz antes de que Addie pudiera revelarle la verdad, o sea, hablarle del niño que habíamos visto en la camilla, los escáneres de antes y después, las vendas que envolvían su cabeza.
Levantamos la cabeza de golpe, casi con la imagen de la enfermera ante los ojos. Pero no; era la voz de una niña, la rubia de las trenzas perfectas. Clavó su mirada en nuestros ojos, luego en los de Lissa y finalmente en los de Devon.
—No digáis eso.
Addie echó una mirada furtiva a la enfermera, que seguía leyendo su revista sin dar la impresión de estar enterándose de nada.
La niña rubia apretó los labios hasta que Addie asintió despacio.
La palabra «cirugía» seguía resonando en nuestro interior, cada vez con más fuerza, pero si los demás niños creían que Jaime había vuelto a casa, nosotras no teníamos por qué saber nada más. O al menos teníamos que fingir que no lo sabíamos. Addie apretó los dientes.
Se lo contaremos más tarde, dije. En cuanto nos quedemos un momento a solas.
El resto del desayuno transcurrió en silencio.
Quince minutos después, la enfermera se puso en pie, dio unas palmadas y anunció que la hora del desayuno había terminado. Salió con nosotros de la sala y nos condujo por varios pasillos, siempre situada a nuestra izquierda. Los niños formábamos una fila bastante desordenada, pues algunos pequeños caminaban de dos en dos.
Al poco rato nos detuvimos delante de otra puerta. Puerta, pasillo, puerta. Puerta, pasillo, puerta. Parecía que la Clínica Normand no era más que una sucesión de pasillos y puertas y de horrores que se escondían tras ellas, fueran cuales fueren.
La sala que se encontraba detrás de esta puerta en particular estaba alfombrada con una moqueta azul y tenía un tono gris bastante lúgubre. Era mucho más grande que la sala de donde acabábamos de salir, pero más estrecha, como si en otro tiempo hubiese sido una sala de reuniones. Ahora, en vez de una mesa alargada, estaba equipada con seis mesas redondas y tambaleantes y un escritorio grande al fondo, junto a la pared opuesta a la puerta. Un hombre con camisa blanca hizo una seña a la enfermera, que sonrió y se volvió para marcharse. Lo reconocí al instante: era el señor Conivent.
—Muy bien —dijo—. Ya sabéis lo que tenéis que hacer ahora. Eli, hoy te verá la doctora Lyanne en vez del doctor Sius.
Eli se volvió al oír su nombre, pero desvió la mirada sin darse por enterado. El resto de los niños se dirigieron al fondo de la sala, donde se alzaba una estantería con libros adosada a la pared y había un par de cajones de plástico transparente, uno encima de otro; contenían cuadernos y una caja de lápices.
Addie y Devon estaban a punto de seguir a Lissa cuando el señor Conivent nos puso una mano en el hombro y nos detuvo.
—Hola de nuevo —dijo con una sonrisa. Su otra mano se había posado en el hombro de Devon, que se zafó de ella con un movimiento de espalda y rostro impasible.
—Hola —saludó Addie en voz baja.
—Bueno —dijo mientras nos acompañaba al fondo de la sala, hacia el lugar donde se encontraban las estanterías y el escritorio—. ¿Cómo van las cosas? ¿Qué tal os está resultando esta mañana? —Sacó una carpeta de uno de los estantes—. ¿Ya habéis dado geometría? Tengo aquí algunas hojas de ejercicios.
—¿Cómo? —preguntó Addie, desconcertada por el repentino cambio de conversación. Devon no dijo nada, sino que continuó mirando a Conivent como uno miraría a un niño particularmente torpe que se cree inteligente—. ¿Geometría?
Conivent nos sonrió.
—A vuestros padres no les haría ninguna gracia que os quedaseis rezagados con las clases mientras estáis aquí.
Anda ya, de todas las cosas del mundo les iba a preocupar ¡justo eso! El colegio. ¡La geometría!
—Es sábado —le recordó Addie con frialdad.
—Ya —respondió—. Pero aquí no prestamos atención a esos detalles. —Su sonrisa se endureció como un bizcocho de varios días—. Decidme, ¿habéis dado ya geometría o no?
Addie se esforzó por no poner cara de asco.
—Sí, el año pasado. Y Devon va dos cursos por delante, así que estoy segura de que también la ha dado.
Los ojos de Devon se clavaron en nosotras, pero permaneció en silencio y dio por válida la respuesta de Addie.
—Estupendo. Entonces esto no os resultará difícil a ninguno de los dos. —Nos tendió unas hojas—. Hay lápices y calculadoras en el segundo cajón, al lado de la estantería. Dentro de un rato vendré para ver cómo os va.
—Pero…
—¿Sí? —dijo sin dejar de sonreír. Su expresión era tranquila y serena. Comprensiva.
Perturbadora.
Agárralo y cállate, dije. No podemos discutir con él, Addie. Agárralo y ya está.
Nos tragamos con amargura la protesta no pronunciada.
—De acuerdo —dijo Addie.
El señor Conivent tenía los dientes muy blancos y bien alineados. Perfectos, como el perfecto planchado de su camisa y el blanco perfecto de su cuello.
—Buena chica —dijo y extendió el brazo para darle a Devon las mismas hojas de ejercicios—. Devon, tú tienes que ver al doctor Wendle a las diez, así que intenta terminarlo antes de esa hora.
Nadie levantó la vista cuando nos sentamos, ni siquiera los niños que teníamos a nuestro lado. El silencio era agobiante. Nos inclinamos sobre nuestras hojas y nos pusimos a trabajar sin saber por qué ni para qué.
Los ejercicios de matemáticas eran más fáciles de lo que esperábamos. Acabamos la primera hoja en pocos minutos. Pero en vez de seguir con la siguiente, Addie echó un vistazo alrededor. Cada uno estaba concentrado en su propio trabajo: un libro, un cuadernillo, fichas de actividades… Todos parecían normales. Si hubiésemos visto a cualquiera de ellos fuera de Normand —en el colegio, quizá, o por la calle—, jamás habríamos sospechado el secreto que guardaban en su interior. Nunca habríamos sabido que eran como nosotras.
Mira, dijo Addie. Giró nuestros ojos unos milímetros hacia la derecha.
Eli.
Mírale la cara, susurró.
Tenía una especie de tic junto a sus ojos: un parpadeo, un guiño continuado, un temblor. Luego arrugó la frente, y frunció y distendió el entrecejo varias veces. El movimiento se extendió al resto de la cara, desde sus cejas anchas y oscuras hasta la boca. Dos expresiones distintas en pugna por imponerse.
Nuestro corazón latió con fuerza: bum, bum, bum.
¿No deberíamos?…
Eli emitió un quejido suave y se cubrió la cara con sus pequeñas manos. La niña sentada a su lado no levantó la vista; por el contrario, la fijó todavía más obstinadamente en su cuaderno, al tiempo que le temblaba el lápiz en la mano. Nadie más pareció darse cuenta.
¿Eva? Eva, ¿no deberíamos?…
—¡No! —susurró alguien agarrándonos el brazo. Addie se volvió y se encontró cara a cara con la niñita del pelo oscuro. La niña hada. Nos hincó sus uñas redondeadas—. No —repitió—. No puedes.
—Pero…
—No —insistió.
Eli gimió y se tapó la cabeza con los brazos. Su cuerpo entero se convulsionó. Una vez, cuando Addie y yo éramos pequeñas, durante una de las visitas al hospital de la ciudad donde vivíamos, habíamos visto cómo un niño se caía de la cama presa de un ataque frenético. La enfermera tardó en acudir, y el pequeño sacudía la cabeza adelante y atrás con tanta violencia que temí que se fuera a romper el cuello. Ahora, Eli estaba a punto de pasar por lo mismo, pero lo que se movía no era solo su cabeza. Eran sus dedos, sus piernas, sus hombros, sus brazos. Todo, como si él y la otra alma que habitaba en su cuerpo estuvieran intentando desgarrarlo.
Pero aquello no era normal, nada normal. Nosotras nunca nos habíamos puesto así. Jamás, por mucho que hubiéramos luchado por asumir el control cuando éramos pequeñas.
Entonces apareció el señor Conivent y con una mano tiró del niño para levantarlo de la silla mientras con la otra hablaba por su walkie-talkie.
—Doctora Lyanne, tiene que venir. Se trata de Eli. ¿Me oye? Doctora Lyanne, conteste.
Se oyó el sonido de una interferencia. Y luego:
—Ahora mismo voy.
Eli se revolvió contra el hombre sin dejar de agitar los brazos, un revoltijo de piel clara, pelo rojizo y el uniforme azul de la clínica.
—¡Para! —exclamó una y otra vez entre balbuceos. Pero ¿a quién se lo decía?—. Para. ¡¡Para!!
Una de sus zapatillas impactó contra el mentón del señor Conivent, que profirió un gruñido y estuvo a punto de soltarlo. Eli consiguió liberar un brazo, pero sus movimientos eran demasiado alocados y su coordinación demasiado caótica como para lograr escaparse. El hombre lo sacó de la sala, medio a rastras, medio en brazos.
La puerta se cerró de golpe. El silencio se adueñó de la estancia, pero solo por un momento.
Comenzaron a oírse susurros como el murmullo de un campo de fútbol. Todo el mundo dejó su trabajo, las cabezas se inclinaron y se juntaron, las espaldas se encorvaron, todas las miradas estaban centradas en la puerta. La enfermera que nos vigilaba se había ido. Todos parecieron volver a la vida. Al otro lado de la sala, Devon y Lissa hablaban en voz baja, y nos miraban a nosotras.
La mano que nos había agarrado el brazo —ya nos habíamos olvidado de que seguía allí— nos apretó más fuerte.
—Cuando le pasa eso, tenéis que simular que no está —explicó la niña del pelo oscuro—. A menos que se ponga violento. Entonces conviene echar a correr. No nos dejan hablar con él cuando le dan esos ataques.
—¿Por qué no? —quiso saber Addie.
La niña frunció el ceño.
—Porque está enfermo —dijo—. Y los médicos están trabajando para que se mejore. Si interferimos quizá lo único que consigamos sea confundirlo aún más.
—¿Y eso es estar mejor? —se extrañó Addie—. Entonces ¿cómo estaba antes?
La niña no pudo responder, porque en ese momento Eli se puso a chillar en el pasillo. Se oyeron pasos procedentes de todas direcciones. Desde el otro lado de la puerta se filtraron llamadas e instrucciones dadas en voz contenida. El niño gritó de nuevo, pero esta vez el tono sonó distinto. Silencio.
—Ahora es Eli —explicó la niña. Nos soltó y se puso a juguetear con el pelo, a enrollarse sus mechones largos y oscuros en los dedos, nerviosa.
Addie frunció el ceño.
—¿A qué te refieres? ¿Es que antes no era Eli?
La niña hada apretó los labios.
—Dicen que es Eli —dijo un niño que estaba sentado en la mesa de la derecha—. Porque antes siempre había sido el dominante. —Miró a los demás niños. Nadie lo miró a los ojos, y él se encogió un poco.
—Cállate —le advirtió la niña rubia, la de las trenzas largas y finas atadas con lazos negros. «Bridget», nos había dicho Lissa al oído mientras recorríamos el pasillo después de desayunar—. Cállate ahora mismo.
La puerta se abrió en ese instante. La doctora Lyanne escudriñó la sala y miró a los ojos a todos los que no apartaron la mirada.
—Todo va bien —informó. Su pelo castaño ceniciento se había escapado de su coleta, pero no parecía importarle. Volvió a hablar con voz tranquila y bien modulada—: Seguid con vuestro trabajo.
El señor Conivent entró tras ella sin hacer ruido y ambos intercambiaron unas palabras en voz baja antes de separarse. Solo acertamos a oír el final de la conversación: «Ocúpense de ello antes de que lleguen».
—Muy bien —nos dijo a nosotros—. Ya habéis oído a la doctora Lyanne. Seguid con vuestro trabajo.
Continuamos trabajando en silencio hasta las diez, cuando entró una enfermera en busca de Devon. Vi cómo se crispaban los dedos de Lissa, que pareció deseosa de retener a su hermano por el brazo. Se limitaron a mirarse a los ojos antes de que Devon dejara su lápiz sobre la mesa, se levantara y se fuera.
Sin ruido ni alboroto. Una salida discreta.
Mientras nosotras lo contemplábamos horrorizadas.