7
Cinco minutos después de despertar, Addie aún seguía medio grogui y se tambaleó cuando intentó incorporarse. Se movía como si estuviese metida en un almíbar espeso, con los miembros pesados y entumecidos.
No… no puedo levantar el brazo, dijo. Ahora veíamos a Lissa y Ryan, que estaban en cuclillas junto al sofá. Seguían hablando, pero sus palabras resbalaban sobre nosotras, no las podíamos captar. No obstante, logré enterarme de que el efecto de la droga tardaría un poco más en desaparecer por completo.
No te preocupes, le dije. Se pasará dentro de un rato.
Fue el té, ¿verdad?
Sí, me limité a responder escuetamente, sin darle más información. No mencioné lo que había ocurrido mientras estaba dormida. Ni que yo había hablado. No me pareció que estuviese preparada para saberlo.
Addie se estiró y su presencia fue cobrando fuerza junto a la mía. Parpadeaba todo el tiempo, como alguien que intenta librarse de un mal sueño.
—¿Addie? —dijo Lissa y extendió el brazo hacia nosotras, pero lo retiró sin llegar a tocarnos—. ¿Estás bien?
Addie se quedó mirándola como si la viese por primera vez.
—Me… me drogasteis —farfulló.
Ambos hermanos se miraron.
—Tuvimos que hacerlo —explicó Lissa—. Es mucho más fácil con la droga…
—¿Qué es más fácil?
Otra mirada de complicidad entre Lissa y Ryan. Notamos la firmeza del sofá bajo la espalda. Nuestros dedos se hundieron en la tela rígida.
—¿No te lo ha contado Eva? —preguntó Ryan.
El ceño de Addie se acentuó.
—¿Y cómo iba a saberlo Eva?
—Bueno… —Lissa jugueteó con un mechón de pelo y se lo enrolló en el dedo— Eva estaba despierta, ¿sabes?
—Por supuesto que no —dijo Addie—. Eso no es posi…
Sí lo estaba, confirmé.
El final de la frase de Addie se nos quedó atascado en la garganta. Casi nos dolía al respirar.
¡Qué dices!
Vacilé. Lissa y Ryan nos miraban, pendientes de nuestra expresión. Pero Addie no los miraba.
Que yo estaba despierta, repetí.
Pero…, titubeó. ¿Cómo?
No lo sé. Todo fue por la droga. Te durmieron a ti, pero yo… yo permanecí despierta, Addie.
Silencio sepulcral. Su estupefacción me envolvió, exaltada e impetuosa como un tornado.
Pero…, dijo, pero… eso es im…
Y además hablé, confesé, incapaz de ocultarlo por más tiempo. El mero hecho de decirlo hacía temblar nuestros huesos. Hablé, Addie, mientras tú estabas dormida.
Oh, dijo, y repitió en tono más apagado: Oh.
—¿Addie? —Lissa acercó de nuevo su mano a nuestro brazo, pero no llegó a tocarlo.
Addie alzó la vista. Nuestros labios se abrieron y la voz surgió ronca y distorsionada:
—¿Que Eva habló?
Lissa sonrió.
—Eso es.
Addie mantuvo la mirada fija. No dijo nada, ni siquiera a mí. Yo tampoco quise romper el silencio. No sabía qué decir. Entonces, de pronto intentó ponerse en pie, aunque teníamos las piernas demasiado débiles para sostener el peso del cuerpo.
—Me… me voy a casa.
Nos tambaleamos y Lissa nos agarró del brazo.
—No, Addie, quédate. Quédate, por favor.
—Espera un poco más y luego te acompaño a casa —dijo Ryan.
Addie lo miró. Me di cuenta de que ni siquiera sabía que era Ryan. Creía que seguía siendo Devon.
—Estoy bien —dijo. Apartó la mano de Lissa y se dirigió a la cocina con andares de sonámbula.
Nos siguieron presurosos, sus pisadas resonaban en el parqué.
—¡Voy contigo! —exclamó Lissa—. Espera un momento, Addie. Yo…
Addie no parecía oír.
Quizá deberíamos dejar que nos acompañen, sugerí con tono suave; nos tambaleamos y tuvimos que agarrarnos a la encimera. Addie no contestó. No insistí.
Se puso los zapatos sin atarse los cordones. Cuando fue a recoger la mochila del colegio, Ryan ya la tenía en la mano. Nos indicó con la cabeza que pasásemos delante de él.
—Voy yo, Ryan —dijo Lissa—. Puedo ir yo…
No supe en qué quedó la discusión. No pude oírlo porque Addie ya había cruzado el umbral, los cordones de los zapatos botaban en el suelo con cada paso. Una voz nos dijo al oído:
—Deberías atarte los cordones o terminarás cayéndote.
Addie se agachó para hacerlo. Nuestros dedos consiguieron hacer el nudo con torpeza. Cuando nos incorporamos de nuevo, vimos que Ryan nos estaba observando.
—Vale, vamos —dijo con cierta amabilidad—. No sé dónde vives, así que tendrás que indicarme el camino.
Recorrimos las dos primeras manzanas en silencio, con los mosquitos en plena actividad. La humedad era agobiante y el cielo parecía sacado de un libro de fotografías, con un azul primavera-verano tan perfecto que casi hacía daño a la vista.
No sabía qué iba pensando Addie. Su mente estaba en blanco, sus emociones ocultas con hermetismo. Los pocos coches que circulaban pasaban por nuestro lado ignorándonos. No sabían quiénes éramos. Ni lo que habíamos hecho.
Lo que yo había hecho. Había hablado.
Sí, había hablado.
—¿Qué dijo?
—¿Cómo? —preguntó Ryan mientras se giraba para mirarnos.
Addie tuvo que hacer una pausa antes de repetir:
—¿Qué dijo?
—¿Quién, Eva? —preguntó Ryan.
Addie asintió con la cabeza.
Él frunció el ceño.
—¿A qué te refieres?
Para el chico no tenía sentido que Addie le preguntase a él en vez de preguntármelo a mí. Yo tampoco lo entendía. Y me dio la impresión de que Addie tampoco.
—Quiero saber qué dijo Eva mientras yo estaba dormida —precisó Addie con voz apagada, casi ronca.
Ryan hizo una breve pausa antes de contestar:
—Dijo «No puedo». —Utilizó un tono distinto al repetir mis palabras para dejar claro que eran las que yo había dicho.
—¿No puedo qué?
—¿Por qué no se lo preguntas a ella? —sugirió.
Addie no respondió. Ryan volvió a apartar la vista, pero añadió:
—¿Te alegra? ¿Que haya hablado?
—¿Que si me alegra?
Ryan se detuvo. Nosotras bajamos la mirada.
—Que si me alegra —repitió Addie en voz baja. El aire tibio y cargado de humedad engulló nuestra voz.
—Tranquila —dijo Ryan—. No pasa nada si no te alegras.
Muy despacio, Addie alzó la vista y lo miró a los ojos.
—Si no te alegras, creo que ella lo entenderá —agregó él.
Echamos a andar de nuevo, sin prisa a pesar de que los mosquitos atacaban sin piedad. No era el día más adecuado para caminar deprisa.
Poco a poco, fuimos divisando nuestra casa. Achaparrada, blanquecina, con tejas negras y una hilera de rosales sin arreglar, había sido una de las pocas que nuestros padres podían permitirse cuando decidieron mudarse aquí. Nuestro cuarto era más pequeño que el que teníamos antes y a mamá no le gustaba la distribución de la cocina, pero las quejas se redujeron al mínimo cuando entramos en ella por primera vez. Por pequeñas que fuésemos, no lo éramos tanto como para no entender que los médicos eran caros y las subvenciones del Gobierno solo cubrían una pequeña parte de los tratamientos.
Poco después llegamos al jardín delantero. La suave luz de la cocina se filtraba a través del estampado de fresas de los visillos.
—Ten. —Ryan nos devolvió la mochila. Addie la miró como si no recordara que era nuestra y luego asintió antes de volverse hacia la casa—. Bueno, pues ya nos veremos, Addie, ¿de acuerdo?
Se quedó al borde del jardín y dejó que recorriésemos los pocos metros hasta la puerta. Quizá sus palabras escondían una pregunta. O tal vez las dijo de forma maquinal, lo típico que se dice cuando te cruzas con un conocido por la calle. No estaba segura.
Addie volvió a asentir sin mirarlo:
—Sí, ya nos veremos. —Y ya estaba restregando los zapatos en el felpudo cuando él añadió:
—Adiós, Eva.
Addie se quedó inmóvil. El aire olía a rosas marchitas.
Adiós, susurré.
Nuestra mano se quedó petrificada sobre la manilla de la puerta. Addie se giró con lentitud.
—Eva te dice adiós —anunció.
Ryan sonrió antes de alejarse despacio.
Después de aquel día, Addie y Hally fueron juntas a su casa todas las tardes al terminar las clases. Addie no volvió a beberse el fármaco en infusión, pues hacía demasiado calor. En vez de prepararlo con agua hirviendo, Hally disolvía el polvillo blanco en agua con azúcar para disimular su sabor amargo.
Addie y yo no hablábamos sobre aquellas sesiones. Me obligué a no sacar el tema para no tentar la suerte. Addie se arriesgaba a mucho al prestarse a todo aquello. ¿Qué más podía pedir? Además, para ser sincera, yo tenía miedo. Miedo de oír lo que tuviera que decirme, lo que en realidad sentía.
Hally y Addie tampoco hablaban mucho, aunque no porque Hally no lo intentara. Addie correspondía a sus esfuerzos por mantener una conversación con escuetas contestaciones mientras miraba hacia otro lado. Pero salvo que tuviéramos que hacer de canguro, lo cierto es que Addie jamás faltaba a una sesión. A veces sus amigas la invitaban a ir de compras o al teatro, pero solo una vez insinuó que no fuéramos a casa de los Mullan.
—Hoy tengo que ir a casa de otra compañera —dijo Hally mientras metía sus cosas en la mochila aquella misma tarde—. Tenemos que entregar un trabajo…
Addie vaciló.
—Bueno, entonces mañana.
—Tranquila —dijo Hally y sonrió—. No tardaré. Media hora como mucho, ¿vale?
Yo no dije nada. Addie no miró a Hally a los ojos. Mantuvo la vista fija en las marcas de tiza medio borradas del encerado, en las palabras garabateadas en los pupitres, en las sillas de plástico combado.
—Te puede acompañar Devon… —propuso Hally, pero Addie la cortó:
—Conozco el camino a tu casa.
—Oh —respondió Hally, y se echó a reír, lo cual debería haber aliviado la tensión, pero lo único que consiguió fue intensificar el silencio subsiguiente. Se echó la mochila al hombro sin perder la sonrisa, pero pestañeando más rápido que de costumbre—. Media hora —repitió—. Devon sabe dónde está la droga. Y cuidará de que no le pase nada a Eva mientras tú estés dormida.
De todos modos, terminamos yendo a casa de los Mullan con Devon, porque nos topamos con él justo a la puerta del colegio. Fueron diez minutos horribles. Él no le dirigió la palabra a Addie. Y ella ni lo miró. El calor nos hacía sudar y empeoró aún más aquella incómoda situación, así que notamos más alivio que de costumbre cuando llegamos a la casa fresca y ventilada de los Mullan, tomamos el agua azucarada con la droga y esperamos a que Addie se quedase dormida.
Yo seguía sintiéndome fatal al notar cómo se apartaba de mí, pero se me daba mejor mantener la calma. Ya volvería. Era más fácil sabiendo que volvería, sabiendo que el efecto del fármaco duraba a lo sumo una hora, a veces solo unos veinte minutos.
Devon estaba sentado a la mesa de la cocina cuando Addie fue a tumbarse, pero unos diez minutos después de que hubiese desaparecido, oí mi nombre flotar en la oscuridad.
—¿Eva?
Devon pronunció mi nombre como quien cuenta un secreto. Como una contraseña, un código en un susurro junto a una puerta cerrada.
¿Sí?, respondí, aunque no podía oírme. No había más que oscuridad y el mullido sofá donde estábamos tumbadas. Notaba las rugosidades de la tela bajo los dedos, la textura de la fibra rozar las muñecas.
Sentí su cálida palma cuando la apoyó sobre la nuestra, la presión de sus dedos, el roce de su pulgar en nuestra muñeca.
—Soy Ryan —dijo—. Supuse que… que te gustaría saber que había alguien aquí.
Intenté hablar. Me concentré en nuestros labios, nuestra lengua, nuestra garganta. Traté de formar la palabra «gracias» con una boca que era mía pero se negaba a obedecerme. Al parecer, aquella tarde no iba a ser capaz de hablar.
Así que me concentré en la mano de Ryan, lo que me resultó más fácil. La había deslizado sobre nuestros dedos y cerrado en torno a la nuestra. Rodeé sus dedos con los nuestros y apreté con la escasa fuerza que logré reunir.
Me imaginé que toda mi capacidad de expresión se iba a reducir a aquello.
Pero la idea de ser capaz de responder algún día, de sentarme a hablar y reír con él como lo haría cualquier otra persona, pasó a engrosar mi lista de motivos para seguir viniendo a casa de los Mullan. Y para seguir luchando, costara lo que costara.