29

Intenté conservar el control. Lo hice. Luché, me esforcé, y supe que Addie no estaba peleando por retomarlo. Pero se me escapó como agua entre los dedos. Estaba exhausta. Y aunque jamás lo reconocería, quizá me sentí algo aliviada al dejar que Addie volviese a tomar las riendas para no tener que hacerlo yo.

Así que fue Addie quien se ocupó de todo durante el resto del día, la que cruzó una mirada con Devon durante el rato que tenía que haber sido de juegos, pero que por el contrario se había convertido en un rato de lectura en solitario, sobre todo por nuestra culpa. Fue Addie quien susurró a Devon al oído al pasar junto a él en el pasillo:

—Estate pendiente del chip cuando se apaguen las luces.

Él se limitó a asentir con la cabeza. Y cuando aquella noche Addie salió de la habitación con todo sigilo, no tuvimos que esperar mucho para verlo aparecer por el pasillo.

Allí, sentados en una de las pequeñas mesas de la sala principal, Addie se lo contó todo. Habían pasado tantas cosas que parecía que no íbamos a ser capaces de pasarle toda la información. Pero Addie lo logró, a veces entre titubeos, al tiempo que contestaba a las preguntas que Devon iba haciéndonos, e intentaba mantener la calma y narrarlo todo con precisión y fidelidad. Ella y Devon no se miraron mientras hablaban. Los dos habían sacado sus chips —sin ellos, la oscuridad de la sala habría sido total— y ambos resplandecían con una luz roja y suave.

—Entonces, ¿podrías hacerlo? —preguntó Addie al final, ahora sí mirando a Devon. Él estaba sentado inmóvil y con la vista perdida en la oscuridad—. ¿Podrías desconectar el sistema de alarma?

Frunció el ceño.

—¿Es necesario hacerlo de una manera limpia? ¿Sutil?

—Destruirlo sin más —dijo Addie.

—Entonces sí. Si accedemos a la caja del cableado, podríamos cortarlo todo. Luces, alarmas, quizá incluso las cámaras de seguridad. —Echó una mirada a la puerta del otro extremo de la sala, sumida en la penumbra—. Pero antes tenemos que salir de aquí.

—Ya le he pedido a Jackson que nos consiga un destornillador —dijo Addie con toda naturalidad—. La manilla se puede desmontar igual que el pomo de la puerta de la habitación de Lissa.

Y entonces de pronto era Ryan quien estaba allí, no Devon, y sonrió levemente. Esa sonrisa ladeada que yo echaba tanto de menos.

—Lo haremos mañana por la noche —decidió Addie, y a Ryan se le borró la sonrisa.

Sí, debíamos hacerlo la noche siguiente. No podíamos esperar más tiempo. Habíamos preguntado, y la doctora Lyanne nos había dado la información: la cirugía de Lissa y Hally estaba programada para dos días después.

—¿Se lo decimos a los demás? —preguntó Addie.

—Todavía no —contestó Ryan. Jugueteó con su chip, lo hizo rodar por el tablero de la mesa, completamente abstraído; solo la presión que ejercían sus dedos parecía deliberada—. No hasta que no haya más remedio. No sabemos si serán capaces de guardar el secreto…

Addie asintió. No le parecía justo mantener a los demás niños al margen de un secreto tan importante, pero quizá sería mejor esperar un poco. Siendo once niños, a alguno se le podría escapar algo.

Bridget… Seguro que a Bridget sí. Más aún, ¿querría venir con nosotros cuando llegase el momento? Bridget, con su dura mirada gris, su lengua afilada y sus brazos siempre cruzados. Siempre de mal humor, pero siempre segura de que la iban a salvar. A curar. ¿Qué más escondía su cuerpo? Cuando llegase el momento de escapar, ¿tendría su alma recesiva fuerza suficiente para asumir el control? ¿Querría hacerlo?

—Pues entonces, creo que eso es todo. Buenas noches —dijo Addie al tiempo que cerraba la mano en torno a nuestro chip. El resplandor rojo se filtró entre los dedos e iluminó la mano desde dentro—. Hasta mañana.

Ryan dejó de jugar con el suyo y levantó la vista de la mesa.

—Gracias, Addie —dijo. Tenía una manera de mirar a los demás como si ellos fuesen lo único que había en el mundo, como si fuesen importantes. Lo había sentido antes, cientos de veces, y me pareció que Addie también comenzaba a notarlo. Por lo menos, no se movió de la silla—. Gracias por ir a ver a Lissa cuando las dos estabais encerradas. Si no lo hubieras hecho, ahora no tendríamos ni idea de su operación.

Addie bajó la mirada y comenzó a rozar el borde de nuestro camisón con los dedos.

—No fui sola. También fue Eva.

Fuiste tú la que hiciste casi todo, le recordé.

—Lo sé —dijo Ryan—, pero eso significa que tú también fuiste. —Sonrió con una pizca de tristeza—. Así que muchas gracias. Y lamento lo de antes.

Nos retorcimos las manos en el regazo, nerviosas. Addie se removió en la silla.

—La salvaremos —añadió por fin—. Vamos a salvarlos a todos. Y vamos a salir de aquí.

A la mañana siguiente, nos levantamos antes de que llegara la enfermera a despertarnos como todos los días. La noche anterior Kitty casi ni se movió cuando salimos y regresamos de la habitación, y tampoco se despertó esta vez. Addie apenas hizo nada, solo se incorporó y se sentó en el borde de la cama. Unos días antes también nos habíamos despertado a esa hora. Nos habíamos acercado a la ventana para contemplar el lento ascenso del sol de la mañana. Allí, pegadas al cristal, sentimos el calor que se filtraba por la ventana antes de que el aire acondicionado lo neutralizara. Y vimos un poquito del mundo que había más allá de la clínica.

Pero ahora la ventana estaba cegada con paneles de madera. No podía colarse ni una brizna de luz.

Al día siguiente ya no importaría.

Nos íbamos a marchar esa misma noche.

Jackson nos había dicho que ese día tenía que entregar otro paquete para el señor Conivent. Se inventaría cualquier excusa para hacerlo a última hora y no por la mañana, y así aprovechar para pasarnos un destornillador a escondidas. Aún teníamos que idear cómo esconderlo hasta que regresáramos a nuestra habitación, pero al menos no lo tendríamos todo el día encima. Ya iba a ser bastante difícil, pues el uniforme no tenía bolsillos. Quizá pudiésemos esconderlo en la sala de estudio mientras estuviésemos allí, pero cuando tocaba ducharse, lavarse los dientes y cambiarse en el baño para acostarnos siempre estaban presentes las otras niñas, además de una enfermera en la puerta.

Bueno, ya nos arreglaríamos. No había opción.

Los miembros de la comisión evaluadora habían vuelto, pero no nos observaron como el otro día. Creo que solo merecíamos un día de observación. Solo puedes pasear por un zoo durante cierto tiempo antes de aburrirte. Pasamos por su lado en los pasillos y luego los vimos en las salas de consulta, casi siempre con el señor Conivent, a veces también con el doctor Wendle. Ambos parecían estar enseñándoles las máquinas que usaban en Normand. Una vez, vimos a uno de aquellos hombres llevar a una enfermera a una sala y cerrar la puerta. ¿Una entrevista? ¿Un interrogatorio?

Fuese lo que fuese, mantuvo a las enfermeras muy inquietas y a Conivent muy ocupado. Cuando Jackson llegó aquella tarde justo antes de la cena, se paró con la enfermera que nos acompañaba por los pasillos y le dijo que había pasado por el despacho del señor Conivent, pero que no lo había encontrado. La distrajo el tiempo suficiente para que Addie se escabullera de su sitio cerca del principio de la fila —donde la enfermera podía vigilarnos— y se situara casi al final.

Jackson, según pudimos comprobar, tenía mucha labia. Para cuando la enfermera logró convencerlo de que no podía molestar al señor Conivent en aquel momento —tendría que esperar o volver por la mañana—, ya se había hecho tarde para la cena, y la enfermera, nerviosa e impaciente, enfiló hacia el comedor a toda prisa sin fijarse en la fila que llevaba detrás.

Las miradas de Jackson y Ryan se cruzaron al pasar, solo una ojeada rápida. Addie se hizo la remolona mientras el resto de los niños reemprendía la marcha, y cuando Jackson pasó por nuestro lado, extendió la mano a unos centímetros de nuestro cuerpo. Jackson era mucho más alto que nosotras, así que tuvo que hacer una leve inclinación para rozar nuestra mano con la suya. Notamos el frío del destornillador y los bordes del plano que había dibujado para indicarnos cómo se iba hasta el cuarto de mantenimiento, donde Ryan tendría que desactivar las alarmas. Nuestros dedos se cerraron con firmeza sobre ambos.

Todo el proceso duró menos de tres segundos. Addie no se volvió para observar a Jackson alejarse por el pasillo, aunque oímos las suelas de sus zapatos rechinando en las pulidas baldosas. Apuró el paso hasta situarnos al final de la fila mientras deslizábamos el destornillador en la cinturilla de la falda. Como el papel podía resbalar, se agachó para meterlo en el calcetín, junto al chip.

Cuando volvió a enderezarse, una niña de la fila también se había detenido. Nos miró, con un movimiento ondulante de sus trenzas rubias sobre los hombros.

Bridget.

¿Habría visto algo?

—¿Qué? —dijo Addie—. Se me estaba cayendo el calcetín.

Los ojos de Bridget eran inescrutables.

—Tu sitio es al principio de la fila.

—¡Niñas! —llamó la enfermera cuando advirtió que dos miembros de su rebaño se habían rezagado—. Daos prisa. Addie, vuelve aquí adelante. Ya sabes que no puedes quedarte atrás.

Addie adelantó con calma a Bridget, que observó con recelo cada uno de nuestros pasos.