11
Vino a buscarnos aquella misma noche.
Mamá acababa de ponerse el uniforme de camarera después de dejar a Lyle en su última sesión de diálisis de la semana. Una compañera le había pedido que le cambiase el turno en el restaurante, y, después de que Lyle le hubiera repetido un millón de veces que podía quedarse solo tranquilamente en la clínica una hora o más —en todo momento habría una enfermera cerca—, se había mordido el labio y había accedido. El caso de papá era justo el contrario: había llegado a casa antes de lo habitual, así que podría ir a la ciudad y quedarse con Lyle el resto de la sesión.
Addie y yo estábamos sentadas a la mesa a punto de empezar a cenar. Éramos las únicas que no teníamos entre manos ninguna actividad concreta.
Sonó el timbre justo cuando nos llevábamos el primer bocado a la boca. El tenedor se nos quedó congelado entre los dientes, con las frías púas metálicas apoyadas en la lengua.
Mamá frunció el ceño; el timbre la había pillado mientras se recogía el pelo.
—¿Quién puede ser a estas horas?
—Probablemente algún vendedor —dijo Addie despacio—. Se irá si no hacemos caso.
Pero el timbre sonó de nuevo, esta vez seguido de golpes en la puerta. Cada golpe pareció hacer temblar los cuadros de las paredes y las figuras de la chimenea.
—Ya abro yo —dijo papá.
—¡No! —exclamó Addie.
Papá se sobresaltó y se volvió hacia nosotras.
—¿Pasa algo?
—No, nada… —Nuestros dedos se cerraron con fuerza sobre el tenedor—. Es que… Es que…
El timbre la interrumpió. Papá se dirigió hacia la puerta con el ceño fruncido.
—Sea quien sea, no tiene mucha paciencia.
Mamá siguió canturreando mientras terminaba de hacerse el moño, utilizando el fondo de una sartén como improvisado espejo. Apenas la oíamos con el estruendo de los latidos que nos retumbaban en los oídos.
—Hola —dijo una voz familiar en cuanto se abrió la puerta—. Soy Daniel Conivent, de la Clínica Normand.
Una mínima pausa.
—Salgamos —dijo papá con voz levemente entrecortada; un estremecimiento que notamos solo por la tensión a la que estaban sometidos nuestros nervios—. Por favor, hablemos fuera.
—De una clínica —comentó mamá—. No me imagino qué pueden querer vendernos.
Márchate; en nuestro interior seguía resonando la voz de Ryan. Márchate, nos había advertido, pero no le habíamos hecho caso. ¿Adónde íbamos a ir?
Ahora era demasiado tarde.
No teníamos ningún sitio a donde ir, ningún lugar donde escondernos. Nos quedamos petrificadas en la silla con la mirada fija en las zanahorias y los guisantes, aferradas al borde de la silla.
—¿Addie?
Dimos un respingo y el tenedor repiqueteó sobre la mesa. Mamá frunció el ceño.
—Addie, estás pálida. ¿Qué te pasa?
—Nada. Yo… eeeh… yo…
La puerta se abrió de nuevo y volvimos la mirada hacia el recibidor.
Respira, pedí. Addie, tienes que respirar.
Nuestros pulmones tomaron aire con dificultad. Addie se agarró a la silla con más fuerza y los brazos empezaron a temblarnos.
Papá fue el primero en aparecer. Su mirada se detenía en todas partes excepto en nuestra cara, sus brazos colgaban exánimes. Lo seguía un hombre con camisa de cuello duro.
No dejarán que nos lleve, susurré muy convencida. Papá y mamá impedirán que nos lleve.
Pero ambas sabíamos que no era cierto. Papá, que era un hombre alto, jamás nos había parecido tan pequeño y tan impotente.
—Addie —dijo—, el señor Conivent dice que te ha saludado hoy en el colegio, ¿es cierto?
—Te acuerdas de mí, ¿verdad, Addie? —preguntó el hombre de la camisa blanca.
Addie consiguió asentir con la cabeza. Nuestros ojos iban de papá al señor Conivent, del señor Conivent a papá. Ambos se veían gigantescos desde nuestra silla. Ponte de pie, pensé, pero no fui capaz de decirlo.
Papá se acercó.
—Dice… Dice que últimamente habéis pasado mucho tiempo con Hally Mullan.
—No… No tanto —repuso Addie.
—Estoy seguro de que esa Hally también habla con muchas otras niñas —dijo papá con voz tensa—. ¿Va a visitarlas a todas una a una?
Su enojo nos reconfortó y nos dio miedo a la vez. ¿Significaba que nos iba a defender con uñas y dientes? ¿A impedir que aquel hombre nos llevara? ¿O estaba furioso porque ya sabía que no tenía opción?
El señor Conivent obvió la pregunta de papá. Nos miraba con descaro y una leve sonrisa serena en los labios.
—¿Qué has estado haciendo exactamente en casa de Hally, Addie?
Addie intentó tragar saliva, pero no pudo. Abrimos la boca, pero nos habíamos quedado sin voz, como si alguien nos hubiera metido la mano en la garganta y anudado las cuerdas vocales.
—¿Addie? —insistió Conivent.
Deberes, le dije. Fue lo único que se me ocurrió. Y era lo que les habíamos dicho a mis padres.
—Deberes —contestó Addie.
El hombre soltó una risita. Era todo serenidad y aplomo, un tranquilo día de verano comparado con la tormenta a punto de estallar que era mi padre a su lado.
—Seré breve —dijo, y nos mostró una carpeta de papel manila. Ni siquiera me había dado cuenta de que tenía algo en la mano—. Aquí están el historial médico y el expediente del colegio de Addie. Su hija tuvo problemas para asentarse cuando era pequeña, ¿me equivoco?
Mamá dio un paso adelante, los nudillos blancos contrastando con sus pantalones negros.
—¿Cómo…? Usted no puede tener acceso a esa información.
—En casos como este, disponemos de un permiso especial —explicó el señor Conivent.
Abrió el expediente. La primera hoja era una fotocopia en blanco y negro de lo que parecía nuestro boletín de notas de primaria. La apartó a un lado y fue pasando hojas hasta que encontró una llena de gráficos y cifras.
—No se asentó del todo hasta los doce años. Eso es un poco raro, ¿no? —Miró a mamá—. Muy raro, diría yo. Hace solo tres años.
De nuevo silencio.
Mamá lo rompió:
—¿Qué es lo que quiere? —Su voz me hizo daño y me provocó el deseo de darle la mano y apretársela hasta que se nos quedaran las manos entumecidas.
—Solo hacerle unas pruebas.
—¿Unas pruebas para qué? —preguntó papá.
Conivent volvió a mirarnos; su sonrisa seguía inspirándonos cautela y desconfianza.
—Para comprobar si Eva sigue ahí dentro.
Mi nombre irrumpió en la estancia como un huracán que desplazara las sillas e hiciera repiquetear los cubiertos. O quizá solo me lo pareció. Me había acostumbrado a oírselo a Hally y Lissa. A Devon y Ryan. Pero aquel hombre era un desconocido. Y nuestros padres…
—¿Eva? —preguntó mamá. La palabra brotó con dificultad de sus labios, atemorizados y temblorosos bajo la cruda luz de la cocina.
Sí, Eva, pensé. El nombre que me pusiste, mamá. El nombre que jamás has vuelto a pronunciar.
La mano de papá se apoyó en el respaldo de nuestra silla.
—Addie está asentada. Lo hizo con cierto retraso, pero está asentada.
Ni mamá ni papá nos miraban.
Pero el señor Convenient sí.
—Eso precisamente es lo que querríamos comprobar —explicó—. Nos tememos que el proceso nunca llegó a completarse del todo, que quizá hubo algún descuido en su seguimiento. En los últimos tres años ha habido grandes avances tecnológicos. Asombrosos, la verdad. Y creo que hacerle unas pruebas sería beneficioso para todos. —Miró a papá, luego a mamá. Sonrió y prosiguió con voz amable—. Verán, me temo que su hija les ha estado engañando durante todo este tiempo.
¡Addie, di algo!
—Eso no es cierto —dijo de manera atropellada—. Eso no… eso no es cierto.
Conivent seguía hablando desde su posición de superioridad sin tan siquiera levantar la voz.
—Señor Tamsyn, señora Tamsyn, puede que su hija esté muy enferma. Tienen que entender las consecuencias que puede sufrir su vida si no intervenimos. La vida de todos ustedes. —Ni papá ni mamá dijeron nada. La voz de Conivent se endureció—. Un niño sospechoso de ser híbrido está obligado legalmente a someterse a las pruebas oportunas.
—Solo si hay un verdadero motivo para sospechar —replicó papá—. Necesita una justificación…
El hombre dejó caer una fotocopia sobre la mesa.
—Usted firmó un documento, señor Tamsyn, cuando Addie tenía diez años. Cuando deberían habérsela llevado. Se accedió a que se quedase porque ustedes se comprometieron a permitir que se le hiciesen todos los reconocimientos necesarios…
Oh, no. No, no, Addie, di algo. Di algo, por favor.
—Pero se asentó —insistió papá. Sus ojos por fin se clavaron en los nuestros, desesperados y abiertos de par en par—. Se asentó. Los médicos dijeron…
¡Addie, Addie, Addie!
¿Qué?, respondió. Su voz carecía de expresión. ¿Qué puedo decir?
Pero al final habló, y sonó más firme de lo que me había imaginado. Apagada, tan bajita que apenas se oyó, pero sin titubeos:
—No estoy enferma.
—Ya lo ha oído: dice que no está enferma —terció papá—. Y los médicos también dijeron…
—Me temo que no es tan sencillo —repuso Conivent. Volvió a rebuscar entre sus papeles y sacó lo que parecía una hoja impresa en ordenador—. ¿Han oído hablar del Refcon?
Papá dudó, luego negó con la cabeza.
—Es lo que llamamos una droga inhibidora, una sustancia cuidadosamente controlada. Afecta al sistema nervioso. Inhibe a la mente dominante. Consumida en dosis y circunstancias adecuadas, puede favorecer la estabilidad de la mente recesiva para recuperar poco a poco el control del cuerpo. —Le tendió el papel a mamá, que lo alcanzó como si estuviera viviendo un mal sueño.
—¿Adónde quiere ir a parar? —preguntó papá sin mirar el papel.
El señor Conivent se volvió hacia nosotras.
—¿Tienes algo que decir, Addie? —Hizo una mínima pausa, como si le interesara escuchar nuestra respuesta. Luego continuó con voz de profesor decepcionado—: Encontramos un frasco escondido en la mesilla de noche de Hally Mullan. Por lo visto, lo robó del hospital donde trabaja su madre.
Su rostro adquirió una fugaz expresión adusta y por primera vez pareció de verdad molesto. Luego adoptó un gesto de suave reproche.
—Addie, tú lo sabías, ¿verdad?
—No —susurró Addie.
—A ver, no entiendo —dijo papá—, ¿es usted representante del hospital o investigador? ¿Está tratando de ayudar a mi hija o acusándola de algún…?
—Estoy tratando de hacer lo mejor para todos. Hally Mullan ha confesado que administró el fármaco a Addie en un desafortunado intento de reanimar a Eva.
—No —saltó Addie—. No, no lo hizo. Y yo no… —¿De verdad Hally nos había traicionado tan vilmente? ¿O es que aquel hombre mentía con descaro? La imposibilidad de saberlo nos dejó sin defensa posible. Nuestros padres nos contemplaban con un horror mudo y sobrecogedor—. Eso nunca ha ocurrido —insistió Addie, recuperando el control de nuestra voz.
La voz de Conivent era camaleónica. Primero dura, luego condescendiente, después firme. Ahora seleccionó un tono amable:
—Tengo aquí todos los papeles. Sería cuestión de un par de días. Tendría que desplazarse en avión a nuestra clínica, pero…
—¿En avión? —repitió papá. Soltó una carcajada brusca que sonó como una herida abierta y en carne viva—. ¿A qué distancia está?
—Será un vuelo de tres horas. Pero Addie va a estar muy bien atendida.
—¿No hay otro sitio más cerca? Cuando… —Papá se frotó la frente y tomó aire—, cuando la llevamos a hacerse las pruebas de pequeña, se las hicieron en el hospital más próximo.
—Señor Tamsyn —dijo el otro con voz pausada—. Confíe en mí. Si de verdad le importa su hija como sé que le importa, me permitirá llevarla a la Clínica Normand en lugar de enviarla a algún centro médico de tres al cuarto. —Hizo una pausa—. Deje que el Gobierno ayude a Addie, señor Tamsyn. De la misma manera que nosotros les ayudamos a cuidar a su hijo pequeño.
Papá alzó la cabeza al instante, pero mamá se le adelantó:
—Y esa niña, Hally, ¿ya está en el hospital?
Conivent le sonrió.
—Sí, señora Tamsyn.
—¿Y han comprobado que es híbrida? —Su voz flaqueó en la última palabra.
El hombre asintió.
Mamá respiró hondo, estaba temblando.
—¿Y qué le va a pasar?
Como si no lo supiera. Como si no lo supiéramos todos.
El señor Conivent mantuvo la sonrisa inalterable.
—Permanecerá en la Clínica Normand una temporadita. Tenemos algunos de los mejores médicos del país en este campo. La cuidarán bien. Sus padres están siendo muy receptivos al tratamiento, y tenemos muchas esperanzas.
—¿No la van a ingresar? —preguntó papá en voz baja.
—El programa de Normand es distinto. El mejor en su especialidad. ¿No les he dicho que ustedes preferirían que Addie estuviera allí en vez de en cualquier otro hospital? —Abrió de nuevo la carpeta y comenzó a sacar papeles—. Aquí tienen información. Y esto… esto es lo que tienen que firmar.
La última hoja aterrizó encima de las otras dos, justo al lado de nuestro plato. El señor Conivent sacó una pluma del bolsillo. Una de esas estilográficas gruesas que parecían sangrar en lugar de soltar tinta.
—Si Addie quiere ir haciendo la maleta mientras ustedes echan un vistazo a todo esto, estaré encantado de explicarles cualquier punto que no…
—¿Hacer la maleta? —A mamá se la puso la cara tan pálida como los nudillos—. No se referirá a… esta misma noche.
—El vuelo sale a las cinco de la madrugada, y el aeropuerto queda a unas dos horas de aquí. Verán, es que hasta hoy mismo no sabíamos que Addie tendría que venirse con nosotros.
—Pero entonces no tendrán billete para ella —objetó mamá—. No podrá…
—Ya se le hará un sitio —dijo Conivent, y por la manera de decirlo, me imaginé a todo el mundo en el aeropuerto desviviéndose por cumplir sus órdenes.
Yo no quería que me hicieran un sitio. Yo no quería irme.
Addie, por favor…
—Pero ella… sola… No, no. Yo iré con ella.
—Eso no será necesario —replicó el señor Conivent.
—Iré con ella —se obstinó mamá, aunque se le quebró la voz. Sus palabras sonaron a súplica, no a afirmación.
Él sonrió.
—Si insiste, señora Tamsyn, no habrá problema, por supuesto. Pero por desgracia, no podremos conseguirle otro billete para ese vuelo.
—Entonces la llevaremos nosotros mismos cuando se pueda. —Los hombros de papá se relajaron un poco al decir esto.
Conivent exhaló entre dientes.
—No se lo aconsejo. Ya sabe lo difícil que es conseguir billetes, y los que queden serán caros. Puede pasar un mes o más antes de que puedan encontrar nada mínimamente razonable. —Apretó los labios—. Y un mes es mucho tiempo.
Y que lo dijera. Un mes atrás casi no conocíamos a Hally, ni a Devon ni a Ryan. Y yo vivía sin esperanzas.
—Podríamos encontrar algo antes —dijo papá. Y volvió a apoyar la mano en el respaldo de nuestra silla sin querer mirar los papeles que el señor Conivent había puesto encima de la mesa—. Denos dos semanas, una semana. Podremos hacerlo.
—En cuestión de semanas pueden pasar muchas cosas –dijo Conivent al tiempo que enarcaba una ceja. Y su expresión cambió como cambian los canales de la tele: pasó de fría a dura—. Quizá empeore, como les ocurre a muchos enfermos. Piénsenlo. Por ejemplo, su hijo pequeño. ¿Qué pasaría si no pudiera recibir su tratamiento durante unas semanas?
Sus palabras dejaron la habitación sin aire.
—Creo —añadió para nadie en particular— que lo mejor para todos sería que Addie se venga conmigo. Esta misma noche.
No, susurré.
Addie no dijo nada.
Mamá nos puso en el hombro una mano temblorosa:
—Addie, cariño, ve a hacer la maleta, ¿vale?
Addie alzó la vista hacia ella. Nuestros padres estaban uno a cada lado de la silla, como el día y la noche. Mamá con su pelo sedoso y pajizo, apartado de su cara de media luna. Papá, sin dejar de mirarla, con la cara enrojecida y los labios separados, pero sin decir palabra.
—No serán más que unas pruebas y cosas así. Escáneres —trató de animarla mamá, pero en voz tan baja que parecía que hablase consigo misma—. Ya te los hicieron cuando eras pequeña, ¿no te acuerdas? No es para tanto. No pasa nada.
Papá nos miró. Addie lo miró a su vez. No, expresó moviendo los labios, sin voz. No. Por favor.
—Lleva la bolsa de lona roja —dijo él con voz cansada—. No metas demasiadas cosas. Solo vas a estar fuera unos días.
No, sollozó Addie, pero solo la oí yo. Nuestra cara seguía inmutable como una lámina de cristal. No movimos un músculo.
—Ve, Addie —dijo papá.
No nos quedó más remedio que obedecer.
La escalera nos pareció una montaña. Se nos había caído el corazón a los pies.
Algo pasará, dije. No te preocupes, Addie. Algo pasará. No van a firmar.
Addie sacó la bolsa de viaje y comenzó a doblar prendas, a sacar ropa interior y calcetines de la cómoda, una camiseta del armario.
No permitirán que nos vayamos. Cuando bajemos habrán cambiado de opinión. Hazme caso, Addie. Ya verás. Espera y verás.
Pero cuando bajamos la escalera a duras penas con la bolsa de viaje colgada del hombro como un saco de patatas, nadie mencionó ningún cambio de planes. Vi la cara de mamá más delgada que nunca, surcada de arrugas, cansada. Papá se había hundido en la silla que habíamos dejado libre, pero se levantó al ver entrar a Addie. Sobre la mesa, la cena que no habíamos probado se enfriaba definitivamente.
—Ah, ya estás aquí, Addie —dijo el señor Conivent, sonriente—. Tus padres ya se han ocupado de todo. —Hizo un gesto con la carpeta en dirección a la puerta—. Tengo el coche aparcado ahí fuera. Despídete y marchemos.
Nuestros ojos se volvieron hacia nuestros padres.
—Denos solo un momento —pidió papá. Nos agarró de la muñeca y nos llevó al otro extremo de la sala. Allí, rodeados de fotos de momentos felices de Lyle y nuestros a distintas edades (desde que éramos bebés hasta el mes anterior), nos hizo sentar en el sofá al tiempo que se arrodillaba ante nosotras sin soltarnos las manos.
Ya notábamos un cosquilleo en la nariz. Addie parpadeó. Parpadeó de nuevo. Y una vez más.
—Solo serán dos días como mucho. —El tono ronco de su voz no hizo más que empeorar el cosquilleo de la nariz—. Nos lo ha dicho.
—¿Y si está mintiendo? —preguntó Addie.
—Más de dos días e iré a buscarte personalmente —dijo papá—. Tomaré un avión y te sacaré de allí delante de sus narices. ¿Entendido? —Nos dedicó una débil sonrisa e intentamos devolvérsela, pero no fuimos capaces. Por el contrario, lo único que hicimos fue asentir con la cabeza y pasarnos la mano por los ojos—. Así que aguanta el tipo dos días, ¿de acuerdo, Addie? Puedes hacerlo.
Asentimos y contuvimos la respiración para reprimir las lágrimas, con la vista fija en el suelo para no mirar a papá a los ojos.
Nos atrajo hacia sí y nos estrechó contra su pecho con tanta fuerza que nos hizo saltar las lágrimas. Addie lo abrazó, y un instante después se nos unió mamá y nos rodeó a todos con sus brazos. Papá nos soltó y le dimos a mamá un abrazo como era debido. Tenía los ojos enrojecidos. No miró los nuestros, pero nos apretó las manos hasta que nos dolieron.
—Compréndelo, Addie —nos susurró al oído—. Compréndelo, cariño. Lyle necesita sus tratamientos. Podrían suprimírselos, y entonces…
Se apartó y quedamos unidas solo por las manos. Cerró los ojos con fuerza.
—Mamá —dijo Addie; teníamos los dedos entrelazados con tanta fuerza que no sabía dónde terminaban los nuestros y empezaban los de ella—, mamá, no…
No pasa nada.
Pero fue incapaz de decirlo. Las palabras se negaron a salir, así que nos limitamos a seguir apretando las manos de mamá para prolongar el contacto.
¿Qué le iban a contar a Lyle cuando volviera a casa? Una parte de mí se alegraba de que no estuviese, de que no hubiese presenciado todo aquello. Pero la otra parte lloraba porque querría haberle dicho adiós.
—Está esperando —dijo por fin mamá—. No deberíamos hacerle esperar.
—Bueno, puede esperar un poco más —dijo papá.
No obstante, a los pocos minutos tuvimos que irnos. El señor Conivent encabezó la marcha hasta el coche. Papá llevó nuestra bolsa de viaje y la dejó sobre el asiento de atrás. Y cuando íbamos a subir al coche, nos llevó aparte para darnos un último abrazo.
—Te quiero, Addie —dijo.
—Te quiero —respondimos con voz débil.
Nos volvimos para regresar al coche. Pero él nos retuvo una vez más.
Durante un momento muy, muy largo se quedó mirándonos fijamente, con la mano apoyada en nuestro hombro, mientras recorría con la vista todos los rasgos de nuestro rostro. Después, justo cuando Addie abría la boca para decir algo —no supe qué—, habló de nuevo, esta vez con un susurro:
—Si estás ahí, Eva… Si de verdad sigues ahí… —Sus dedos nos apretaron el hombro—. También te quiero. Siempre te he querido.
Y entonces nos dio un empujoncito y dejó que nos fuésemos.