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Edificio de la oficina federal
Crystal City, Virginia
Sábado, 14.04 h.
Adam Lentz ofreció su último informe verbalmente y cara a cara, sin ningún papeleo. No quedaría constancia escrita de la investigación, nada que pudiera ser descubierto y leído por ojos curiosos. Lentz tuvo que enfrentarse en persona al hombre y contárselo todo directamente, con sus propias palabras.
Fue una de las experiencias más terribles que había vivido nunca.
Un jirón de humo rancio se elevaba del cenicero y flotaba como un mortal y misterioso velo en torno al hombre enjuto de mirada atormentada, rostro anodino y pelo oscuro peinado hacia atrás. No parecía un hombre que tuviera en su mano el poder de aplastar vidas humanas. No parecía un hombre que había visto morir a presidentes, que había orquestado la caída y el alzamiento de gobiernos, que había realizado pruebas y experimentos con grupos de personas ignorantes de lo que sucedía. Pero era un hombre que jugaba a la política como otros juegan al Risk.
Le dio una profunda calada al cigarrillo y exhaló el humo lentamente a través de unos labios secos y agrietados. De momento no había dicho ni una palabra. Lentz estaba de pie frente a él, en un anodino despacho. El cenicero de la mesa estaba atestado de colillas.
—¿Cómo puede estar tan seguro? —preguntó el hombre por fin, con una voz engañosamente suave y melodiosa.
Aunque nunca había estado en el ejército, Lentz permanecía en posición de firmes.
—Scully y Mulder han analizado exhaustivamente la sangre del muchacho. Tenemos acceso libre a los resultados del hospital. No hay absolutamente ninguna evidencia de infestación nanotecnológica, no hay máquinas microscópicas, ni un fragmento, nada. Está limpio.
—¿Entonces cómo explica su notable capacidad de recuperación? ¿Y lo de la herida de bala?
—En realidad nadie lo vio, señor —dijo Lentz—. Al menos no hay ningún informe.
El hombre se lo quedó mirando tras una nube de humo. Lentz sabía que su respuesta no era aceptable. Todavía no.
—¿Y la leucemia? El muchacho no muestra ningún síntoma de la enfermedad, según tengo entendido.
—El doctor Kennessy conocía los peligros potenciales de la nanotecnología. No era estúpido. Tal vez programó sus nanocritters para que se disolvieran una vez cumplida su misión, una vez que su hijo estuviera curado del cáncer. Según las pruebas recientemente realizadas en el hospital, Jody Kennessy está sano. La leucemia linfoblástica aguda ha desaparecido.
El hombre enarcó las cejas.
—De modo que está curado pero ya no lleva la cura. —Lanzó una larga nube de humo—. Por lo menos de eso podemos alegrarnos. Desde luego no querríamos que nadie más pudiera tener acceso a ese milagro.
Lentz permaneció alerta sin decir nada. En un edificio secreto de dirección desconocida, en habitaciones sin número y cajones sin marcas, el hombre del cigarrillo tenía muestras y pruebas escondidas que nadie podría ver y que habrían resultado enormemente útiles a otros que buscaban la verdad en sus múltiples formas.
Pero aquel hombre jamás los compartiría.
—¿Y los agentes Mulder y Scully? —preguntó—. ¿Qué tienen?
—Más teorías, más hipótesis, pero ninguna prueba —contestó Lentz.
El hombre inhaló de nuevo y tosió varias veces. Era una tos profunda y ominosa en la que se percibían enfermedades mucho más hondas. Tal vez no era más que una mala conciencia, o tal vez algo físico.
Lentz se movió, deseando que le despidieran o le dirigieran un cumplido o un reproche. Lo peor era el silencio.
—Resumiendo —dijo incómodo bajo la mirada fija de aquel hombre. El humo trazaba sinuosos arabescos en el aire—. Hemos destruido los cuerpos de todas las víctimas conocidas de la plaga y hemos esterilizado todos los lugares a lo que llegó la nanotecnología. Creemos que no ha sobrevivido ni una sola de las máquinas autorreproductivas.
—¿Y Dorman? ¿Y el perro?
—Registramos las ruinas de DyMar y encontramos varios restos de huesos y dientes y parte de un cráneo. Pensamos que son de Dorman y el perro.
—¿Lo han verificado con los informes odontológicos?
—Es imposible, señor. Los crecimientos celulares de la nanotecnología distorsionaron y cambiaron la estructura ósea y dental, haciendo desaparecer incluso los empastes de la boca de Dorman. No podemos realizar una identificación. Sin embargo, tenemos testigos oculares. Nosotros mismos los vimos caer en las llamas. Encontramos los huesos. No parece haber equivocación posible.
—Siempre es posible la equivocación —dijo el hombre enarcando las cejas. Luego encendió otro cigarrillo y se fumó la mitad sin decir palabra.
Lentz esperó. Por fin, el nombre apagó la colilla en el cenicero, tosió de nuevo y esbozó una sonrisa.
—Muy bien, señor Lentz. No creo que el mundo esté todavía preparado para curas milagrosas… Ni lo estará en mucho tiempo.
—Estoy de acuerdo, señor.
El hombre asintió con la cabeza a modo de despedida y Lentz dio media vuelta, conteniéndose para no salir corriendo del despacho. El hombre volvió a toser, esta vez más fuerte.