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Cabaña de los Kennessy
Cordillera litoral de Oregón
Viernes, 14.20 h.
Scully contempló atónita la carnicería. El tiempo pareció detenerse en el bosque cargado de olor a sangre y pólvora. Los pájaros y la brisa quedaron silenciosos.
Vaciló sólo un instante antes de volver a pensar como un agente federal. Después de ajustar bien el improvisado vendaje sobre la herida mortal del muchacho, se acercó al perro, que todavía atacaba al hombre caído, y lo cogió por el pelaje del cuello. La ensangrentada víctima yacía entre convulsiones cubierta de barro, hojas y ramas.
Tiró del perro para apartarlo. El animal seguía gruñendo y Scully se dio cuenta del peligro que corría acercándose a un animal furioso que acababa de destrozarle el cuello a un hombre, un animal asesino. Pero el labrador obedeció y se quedó sentado. Tenía el morro cubierto de sangre espumosa y miraba fijamente a su víctima con ojos brillantes llenos de rabia. Scully vio sus dientes teñidos de rojo y se estremeció.
El hombre que había disparado a Jody tenía el cuello destrozado y la camisa hecha jirones, como si hubiera estallado desde dentro. Aunque era evidente que estaba muerto, su mano brincaba y se agitaba como una rana en una mesa de disección y su piel se movía como si estuviera viva, como si albergara una colonia de cucarachas. La piel brillaba en algunas partes, húmeda y gelatinosa… como la mucosa que Scully había encontrado en la autopsia de Vernon Ruckman.
También este tenía manchas oscuras, pero que cambiaban y se desvanecían como hemorragias móviles que estallaban y sanaban. El hombre debía de ser portador de la virulenta enfermedad que había matado a Patrice Kennessy y Vernon Ruckman y probablemente también al camionero que Mulder había ido a investigar. Scully no sabía quién era, pero le resultaba curiosamente familiar. Debía de tener alguna relación con los laboratorios DyMar, con la investigación de David Kennessy y el tratamiento contra el cáncer que había querido desarrollar para su hijo.
Scully miró al perro para ver si también sufría los efectos de aquella peste, pero al parecer la destrucción celular no se transmitía a otras especies. Vader permanecía sentado, sin mover la cola, muy pendiente de su reacción. Lanzó un gemido como desafiándola a reprenderle por lo que había hecho para proteger a su amo.
Ella se volvió hacia Jody, que seguía jadeando y sangrando. Le rompió otro jirón de la camisa y lo apretó contra la herida abierta. Era una herida muy profunda. La bala no había atravesado el cuerpo y estaba alojada en el pulmón o en el corazón. El muchacho no tenía posibilidades de sobrevivir, pero aun así ella hizo todo lo que pudo. Había visto morir a algunos compañeros, a otros heridos, pero con Jody sentía una afinidad única.
El chico también sufría de cáncer terminal. Tanto él como Scully eran víctimas de los caprichos del destino, de la mutación de una célula. Jody ya había recibido una sentencia de muerte de su propio cuerpo, pero Scully no estaba dispuesta a permitir que un trágico accidente le privara de su último mes de vida, o lo que le quedara.
Se sacó del bolsillo el teléfono móvil y con los dedos trémulos teñidos de sangre marcó el número de Mulder, pero no recibió más que ruidos estáticos. Aquellas solitarias colinas no tenían cobertura. Lo intentó tres veces, esperando oír al menos una débil señal, pero no tuvo suerte. Estaba sola.
Pensó en volver corriendo al coche y acercarlo al desprendimiento, para luego llevar a Jody en brazos hasta él. Sería lo más fácil, si es que lograba atravesar con el coche las praderas mojadas y desiguales. Pero eso significaría alejarse de Jody. Scully se miró las manos llenas de sangre, vio el rostro pálido del muchacho y advirtió su débil respiración. No, no le dejaría. Jody podía morir antes de que ella llegara con el coche, y no estaba dispuesta a que muriera solo.
—Pues parece que tendré que llevarte en brazos —dijo, inclinándose para cogerle.
El cuerpo de Jody era delgado y frágil. Aunque parecía haber superado los peores estragos de su terrible enfermedad, todavía tenía que ganar mucho peso. Scully lo levantó sin dificultad. Era una suerte que la cabaña no estuviera lejos.
Vader ladró a su lado, sin querer alejarse. Jody gimió al moverse. Scully intentó no hacerle sufrir más, pero no tenía más remedio que llevarle al coche para luego dirigirse a toda velocidad al hospital más cercano.
Scully dejó atrás el cadáver ensangrentado. El hombre había muerto ante sus propios ojos. Más tarde vendría un equipo técnico a estudiar su cuerpo, así como el de Patrice. Pero aquello sería en un futuro. Ya habría tiempo de atar los cabos sueltos. De momento lo único que importaba era llevar al muchacho a un hospital.
Scully se sentía impotente. Estaba segura de que los primeros auxilios que ella pudiera administrarle, incluso cualquier operación que pudieran practicarle en un quirófano de urgencia, sería demasiado poco, demasiado tarde. Pero se negaba a darse por vencida.
Jody estaba caliente y febril. Increíblemente caliente, de hecho. Pero Scully no podía perder tiempo buscando explicaciones. Echó a andar lo más deprisa posible. El perro la seguía pegado a sus talones, silencioso, preocupado. Jody continuaba sangrando, derramando gotas rojas sobre el suelo del bosque y luego en la pradera en torno a la cabaña. Scully estaba totalmente concentrada en su coche. Tenía que salir de allí, tenía que apresurarse.
Apartó la vista al pasar ante el cadáver de Patrice Kennessy, alegrándose de que Jody no pudiera ver así a su madre. Tal vez ni siquiera sabía lo que le había sucedido.
Cuando por fin llegó al coche dejó al muchacho con suavidad en el suelo y abrió la puerta trasera. Vader se metió dentro de un brinco y lanzó un ladrido, como urgiéndola a darse prisa. Scully puso a Jody en el coche. El vendaje se le había caído, empapado de sangre. Pero la hemorragia casi se había detenido, sorprendentemente. Scully pensó preocupada que aquello podía indicar que el corazón de Jody latía muy débilmente, al borde de la muerte. Apretó más el paño contra la herida y se puso al volante.
Atravesó a toda velocidad el camino de tierra y al coronar el risco volvió a arañar el suelo con la parte trasera del coche, pero esta vez aceleró ignorando toda precaución. La cabaña, las muertes, desaparecieron tras ellos.
Vader miraba por el parabrisas trasero y seguía ladrando.