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Cabaña de Dorman

Cordillera litoral de Oregón

Miércoles, 13.10 h.

El sol del mediodía veteaba las colinas de Oregón allí donde se habían talado hileras de árboles. Patrice y Jody estaban sentados a la mesa del salón, con las cortinas abiertas y las luces apagadas, montando un puzzle de mil piezas que habían encontrado en una ventana de la bodega. Acababan de almorzar unos bocadillos y una bolsa de patatas rancias. Jody no se quejó. Patrice se alegraba de que su hijo tuviera de nuevo apetito. Su misteriosa mejoría era increíble, pero no se atrevía a albergar esperanzas. Temía que pronto se desvaneciera aquel arranque de salud y Jody prosiguiera su camino hacia la muerte.

De todas formas tenía que aprovechar al máximo cada momento que pasaba con él. Jody era todo lo que le quedaba.

Ahora se inclinaban los dos sobre las piezas del puzzle, que una vez terminado mostraría la imagen del planeta Tierra alzándose sobre las montañas lunares, tal como la fotografió uno de los astronautas del Apolo. La esfera verdiazul cubría la mayor parte de la superficie de la mesa, con desiguales huecos en algunos continentes que todavía no estaban completados.

Lo cierto es que no se estaban divirtiendo. Apenas se distraían un poco. No hacían más que matar el tiempo. Patrice y Jody hablaban poco, compartiendo el silencio propio de una larga intimidad entre dos personas. Podían comunicarse con frases incompletas, comentarios crípticos, chistes privados. Jody intentó encajar una pieza del casquete polar antártico.

—¿Has conocido alguna vez a alguien que fuera a la Antártida, mamá? —preguntó.

Patrice esbozó una sonrisa forzada.

—Bueno, no es que sea un viaje muy turístico.

—¿Papá estuvo allí alguna vez, por sus investigaciones?

Ella tensó el rostro antes de mostrar ninguna expresión de preocupación.

—¿Para qué, para probar un nuevo tratamiento con los pingüinos, o con los osos polares? —¿Por qué no? ¿No lo había probado con Vader?

—Los osos polares viven en el polo Norte, mamá. —Jody movió la cabeza con burlón desdén—. A ver si te enteras.

A veces hablaba como su padre. Patrice le había explicado por qué tenían que esconderse, por qué tenían que esperar hasta que averiguaran algunas respuestas y supieran quién era el responsable de la destrucción de DyMar.

Darin se había separado de su hermano después de una violenta discusión sobre los peligros de sus investigaciones. Luego se marchó de DyMar, vendió su casa y se unió a un grupo de maquis en las montañas de Oregón. Desde entonces, David siempre había hablado de Darin con desdén, mostrando su desprecio por los grupos Luddite, como el que había engrosado su hermano. Darin había insistido en que correrían un gran peligro cuando más gente se enterara de sus investigaciones, pero David no podía creer que nadie, con excepción de los entendidos, comprendiera el significado de su descubrimiento.

—Siempre es agradable ver que algunas personas son más inteligentes de lo que uno pensaba —contestó él.

Pero Patrice sabía que David era un ingenuo. La gente no se quedaba cruzada de brazos ante un descubrimiento así. Era demasiado complicado y hacía falta mucha previsión para poder calcular cómo cambiaría el mundo, qué peligros implicaban los milagros que Kennessy ofrecía. Pero había gente muy interesada en ello. Darin había tenido buenas razones para asustarse y huir.

¿Quién estaba orquestando todo aquello? La manifestación ante los laboratorios DyMar estaba formada por una extraña mezcla de grupos religiosos, representantes de los sindicatos, activistas en defensa de los animales y quién sabía quién más. Algunos no eran más que chiflados, otros eran más violentos. Su esposo había muerto allí sin tener tiempo más que de hacerle una rápida advertencia. «Vete. ¡Marchaos! Que no os atrapen. Irán a por vosotros».

Esperando que fuera sólo una emergencia temporal, Patrice había metido a Jody y al perro en el coche y había conducido sin rumbo durante horas. Vio de lejos el resplandor del incendio de DyMar y temió lo peor. Pero sin tener todavía conciencia de la magnitud del desastre, volvió a casa, esperando encontrar allí a su esposo, o que al menos le hubiera dejado un mensaje.

Se encontró la casa destrozada. Habían entrado buscando algo, buscándolos a ellos. Patrice había huido cogiendo sólo lo más necesario, muerta de miedo, empleando todo su ingenio para alejarse de Tigard, para salir del área metropolitana de Portland e internarse en las profundidades del bosque. Había cambiado varias veces la matrícula del coche en oscuros aparcamientos. Esperó hasta casi medianoche para sacar la máxima cantidad de dinero permitida diariamente en un cajero de Eugene, Oregón. Luego, después de la medianoche, acudió a otro cajero en el otro extremo de la ciudad y sacó una segunda cantidad antes de dirigirse hacia la costa, hacia la cabaña de Jeremy Dorman, donde podría permanecer escondida con Jody todo el tiempo que hiciera falta.

Había pasado varios años trabajando como arquitecta autónoma, diseñando casas, en particular los últimos meses, cuando Jody comenzó a empeorar con el cáncer y, lo que era peor, con los tratamientos convencionales. Ella misma había diseñado aquella cabaña varios años atrás, como un favor personal, para el amigo y colaborador de su esposo. El mismo Darin había instalado el circuito eléctrico, había nivelado el camino particular y cortado algunos árboles, pero nunca había logrado hacer de la cabaña una auténtica casa de vacaciones. Estaba demasiado sumido en su trabajo de investigación ocho días a la semana, corrompido por David, sin duda.

Nadie más conocía aquel lugar, a nadie se le ocurriría buscarlos allí, en una cabaña perdida edificada muchos años atrás por otro investigador que también había muerto en el incendio de DyMar. Era el sitio perfecto para que Jody y ella se recobraran y planearan el siguiente paso.

Pero el perro había desaparecido. Vader era la última chispa de alegría de Jody, su balsa en aquel naufragio. Para el animal había sido una gran emoción dejar los suburbios y poder correr libre por el campo. Había sido un perro de ciudad durante mucho tiempo. No era de extrañar que se hubiera escapado, pero Patrice seguía esperando que volviera a casa. Habría podido tenerlo atado, pero ¿cómo soportarlo, estando ella y su hijo atrapados allí, prisioneros? Patrice estaba tan asustada que le había quitado la placa de identificación a Vader. Si el perro resultaba herido o alguien lo cogía, no habría manera de recuperarlo… Y por tanto tampoco los encontrarían a ellos.

Jody hacía todo lo posible por mantener las esperanzas. Deseaba con toda su alma que Vader volviera y no pensaba en otra cosa. Aparte de su depresión, estaba cada vez más sano. Le había vuelto a crecer casi todo el pelo después de la quimio y la radioterapia. Hacía mucho tiempo que no tenía tanta energía. Parecía de nuevo un chico normal. Pero su tristeza por Vader era una herida abierta. Cada vez que colocaba una pieza del puzzle miraba entre las deslucidas cortinas de la ventana.

—¡Ahí está, mamá! —exclamó de pronto, levantándose de un brinco.

Patrice se alarmó un instante, pensando en los cazadores, preguntándose quién podía haberlos encontrado, hasta que por la puerta abierta oyó ladridos. Se levantó de la mesa y se quedó atónita al ver al labrador negro saliendo del bosque.

Jody salió disparado y corrió a su encuentro tan deprisa que Patrice temió que se cayera de bruces por el camino o tropezara con alguna rama.

—¡Cuidado, Jody! —Sólo le faltaba que el muchacho se rompiera un brazo. Aquello sería el final. De momento se las había arreglado para evitar el contacto con los médicos o con cualquier otra persona que pudiera tener datos sobre ellos.

Pero Jody no tenía ojos más que para su perro. Cuando por fin estuvieron juntos, era imposible saber cuál de los dos estaba más emocionado. Vader ladraba y corría en círculo dando saltos. Jody le echó los brazos al cuello y rodó con él por el suelo mojado en un amasijo de pelaje negro, piel blanca y matojos. Volvieron juntos a la cabina chorreando y manchados de hierba. Patrice se secó las manos con un trapo y salió al porche a recibirlos.

—Ya te dije que no le había pasado nada.

Jody asintió, ebrio de felicidad y acarició al perro. Patrice se agachó y le pasó la mano por el lomo. El anillo de boda que todavía llevaba brilló en su dedo. El labrador negro tuvo que hacer un gran esfuerzo para quedarse quieto. No hacía más que agitarse con la lengua fuera meneando la cola como un molinete, con tal ímpetu que casi perdía el equilibrio.

Aparte de algunos pegotes de barro y algunos cardos, no le encontró nada. No tenía ninguna herida, ninguna marca. Patrice le acarició la cabeza y Vader La miró con sus profundos ojos castaños.

—Ojalá pudieras hablar —dijo ella.