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Oficina federal
Crystal City, Virginia
Viernes, 12.08 h.
Cuando sonó el teléfono en el desnudo despacho, Adam Lentz lo cogió de inmediato. Estaba concentrado estudiando mapas y detallados planos cartográficos de la cordillera de Oregón, y se sobresaltó al oír el ruido. Muy poca gente tenía acceso a su número directo, de modo que la llamada tenía que ser importante.
—Diga —contestó, con voz neutra. Oyó la voz al otro lado de la línea y sintió un súbito escalofrío—. Sí, señor. Estaba a punto de enviarle un informe.
De hecho acababa de trazar un cuidadoso mapa de sus investigaciones, una lista de todos los intentos que había realizado, los detectives e investigadores profesionales que peinaban la zona montañosa occidental de Oregón.
—Ya tengo hecha la maleta y reservado un billete. Mi avión sale para Portland dentro de una hora. Voy a dirigir el centro móvil de comando táctico desde allí. Quiero estar en el lugar para encargarme de todo personalmente. Escuchó la contestación al otro lado. No captó disgusto ni desdén en la voz, sólo un muy leve tono de sarcasmo. El hombre no quería un informe oficial. De hecho pretendía evitar que hubiera nada por escrito, de modo que Lentz le hizo un resumen oral de sus progresos en la localización de Patrice y Jody Kennessy y su perro.
Lentz miró los mapas topográficos y recitó con voz plana el punto en que los seis equipos habían concentrado la búsqueda. No hacía falta dar la impresión de que sus esfuerzos fueran desmesurados o extravagantes, sólo competentes.
—Pensábamos que todas las muestras de las nanomáquinas de Kennessy estaban destruidas —dijo finalmente la otra voz con cierto cinismo—. Al menos eso decían sus anteriores informes. Era un objetivo muy importante para nosotros, y me decepciona saber que no se ha logrado. Además, lo del perro ha sido un grave error.
Lentz tragó saliva.
—Pensamos que nuestros esfuerzos habían tenido éxito después del incendio de DyMar. Enviamos equipos de esterilización para que recuperaran cualquier dato que no se hubiera quemado. Encontramos la caja fuerte y la cinta de vídeo, pero nada más.
—Sí —dijo el hombre del teléfono—, pero a juzgar por las condiciones del vigilante muerto, así como de otros cadáveres que se han encontrado, debemos suponer que algunas nanomáquinas están sueltas.
—Las recuperaremos, señor —contestó Lentz—. Estamos haciendo todo lo posible por localizar a los fugitivos. No habrá problema para encontrar al perro. Cuando completemos nuestra misión, le aseguro que no quedará suelta ninguna muestra.
—Así es como debe ser.
—Comprendido, señor. He estrechado el círculo de búsqueda, concentrándome en una zona concreta de Oregón. Mientras hablaba enrolló los mapas, dobló otros documentos y, tras meterlo todo en su maletín, echó un vistazo al reloj. Pronto saldría su avión. Sólo llevaba una maleta de mano y tenía documentos que le permitirían saltarse los habituales controles. Lentz podría aprovecharse de los asientos vacíos que las líneas aéreas están obligadas a reservar para personajes importantes del ejército o el gobierno. Su pase le permitiría moverse a sus anchas sin que quedara constancia escrita de sus planes de viaje o sus movimientos.
—Y una última cosa —dijo la voz—. Ya se lo he mencionado antes, pero se lo repito. Haría usted bien en tener vigilado al agente Mulder. Una parte de su equipo debería encargarse de seguir sus movimientos y escuchar todas sus conversaciones. Cuenta usted con hombres de sobra, pero Mulder tiene un talento especial para… lo inesperado. Si se mantienen cerca de él, tal vez les conduzca al sitio apropiado.
—Gracias, señor —dijo Lentz, mirando de nuevo el reloj—. Tengo que llegar al aeropuerto. Permaneceré en contacto, pero ahora debo coger un avión.
—Y debe realizar una misión —dijo el hombre con tono inexpresivo.