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Ross Island Bridge

Portland, Oregón

Martes, 7.18 h.

La estructura cóncava y metálica del puente desaparecía en la temprana bruma matutina como un túnel infinito. Para Jeremy Dorman no era más que una ruta a través del río Willamette en su largo y azaroso viaje fuera de la ciudad, hacia la naturaleza… hacia donde pudiera encontrar a Patrice y Jody Kennessy.

Daba un paso tras otro a trompicones. No se sentía los pies, lejanos trozos de carne al final de sus piernas, que también eran como de goma, como si todo su cuerpo estuviera cambiando, alterándose, generando articulaciones en extraños lugares.

En la parte más alta del puente se sintió suspendido en el aire, aunque la niebla le impedía ver el río, abajo a lo lejos. Las luces de los rascacielos y las farolas de la ciudad eran débiles resplandores.

Dorman siguió avanzando, concentrándose en el punto donde el puente se desvanecía en la bruma. Su objetivo era llegar al otro lado, un paso tras otro. Cuando lo lograra, se propondría otra tarea, y otra, hasta que por fin lograra salir de Portland. Las montañas de la costa —el precioso perro— parecían estar a una distancia imposible.

El aire matutino era frío y húmedo, pero Dorman no lo sentía, no notaba su ropa pegajosa. Tenía los pelos de punta, pero no a causa de la temperatura, sino por la absoluta catástrofe que había estallado en todas sus células. Como científico lo habría encontrado interesante, como víctima le resultaba espantoso.

Dorman tragó saliva. Tenía la garganta como atascada de baba, del moco que rezumaba de sus poros. Cuando apretó los dientes, se le movieron sueltos en las encías. La periferia de su visión era una franja negra de nieve estática.

No tenía más alternativa que seguir caminando. Un camión pasó por el puente. El ruido del motor y los neumáticos le palpitaron en los oídos. Dorman se quedó mirando hasta ver desaparecer las luces traseras.

De pronto se le encogió el estómago y su columna se cimbró como una serpiente furiosa. Temió desintegrarse allí mismo, derretirse en un charco de carne descompuesta y músculos convulsos, una masa gelatinosa que gotearía por el suelo de rejilla del puente.

—¡Nooooo! —gritó con un aullido inhumano en la quietud.

Tendió una mano entumecida, como de cera, y se agarró a la barandilla del puente, ordenando a su cuerpo que cesasen las convulsiones. Estaba perdiendo otra vez el control. Cada vez se hacía más difícil detener a su cuerpo. Todos sus sistemas biológicos desobedecían las órdenes de su cerebro y asumían una voluntad propia.

Dorman se agarró a la barandilla con las dos manos y apretó hasta que creyó que iba a doblar el acero. Debía de parecer un suicida a punto de saltar a las infinitas tinieblas del agua susurrante. Pero lo cierto es que no tenía ninguna intención de matarse. De hecho, todo lo que hacía era un desesperado esfuerzo por seguir vivo a cualquier precio.

No podía ir a un hospital ni buscar atención médica. Ningún médico del mundo sabría tratar su mal. Y cada vez que diera su nombre llamaría la atención. No podía correr ese riesgo. De momento tendría que soportar el dolor.

Por fin, cuando pasó el espasmo echó a andar de nuevo, a pesar de sentirse débil y tembloroso. Su cuerpo no colapsaría todavía. Pero necesitaba concentrarse, restablecer su objetivo en su mente.

Tenía que encontrar al maldito perro.

Se metió la mano en el bolsillo roto de la camisa y sacó una fotografía arrugada y manchada de hollín que había cogido de la mesa de David Kennessy. La encantadora y joven Patrice con su bonito rostro y su pelo rubio, y el flaco y desgreñado Jody sonriendo a la cámara. Sus expresiones reflejaban los tiempos de paz antes de la leucemia de Jody, antes de la desesperada concentración de David en la investigación.

Dorman entornó los ojos y se grabó la fotografía en la mente.

Él había sido amigo íntimo de los Kennessy. Había sido el tío adoptivo de Jody, prácticamente un miembro de la familia, desde luego mucho más que el veleidoso y grosero de Darin, eso seguro. Dorman conocía bien a Patrice y sospechaba dónde habría podido ir a esconderse. Ella se imaginaría que allí estaba a salvo, puesto que Darin sabía guardar muy bien sus secretos.

El revólver que le había quitado al vigilante de seguridad le pesaba en el bolsillo de la chaqueta.

Cuando por fin llegó al otro extremo del puente Ross Island, Dorman miró hacia el oeste. Las boscosas montañas de la costa estaban muy lejos, perdidas en la niebla.

En cuanto los encontrara, Dorman esperaba huir con el perro sin que Patrice ni Jody le vieran. No quería tener que matarles —qué diablos, el chico ya era un esqueleto, ya estaba casi muerto de leucemia—, pero si era necesario estaba dispuesto a disparar. En realidad no importaba lo que sintiera por ellos.

Ya tenía bastante sangre en las manos.

De nuevo maldijo a David y su ingenuidad. Darin había comprendido y había salido corriendo a esconder la cabeza. Pero David, frenético y desesperado por ayudar a Jody, había ignorado ciegamente la auténtica procedencia de los fondos para su trabajo. ¿De verdad pensaba que estaban dando tantos millones a los laboratorios DyMar para que David Kennessy pudiera decidir la ética que regiría su utilización?

David había entrado en un campo de minas político y había puesto en marcha todos los sucesos que tanto daño habían provocado, incluyendo la propia lucha de Jeremy Dorman por la supervivencia. Una lucha en la que estaba siendo derrotado. A pesar de que las muestras del prototipo le habían mantenido vivo al principio, ahora todo su cuerpo se desmoronaba en una explosión biológica, y él no podía hacer nada.

Al menos hasta que encontrara al perro.