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Tienda y galería de arte de Max
Colvain, Oregón
Viernes, 12.01 h.
Scully estaba cansada de conducir y se alegró de tener la posibilidad de parar y preguntar a otras personas si habían visto a Patrice y Jody Kennessy. Mulder iba en el asiento del copiloto, con la chaqueta manchada de las migas de los ganchitos que iba comiendo. Acercó la cara al mapa de carreteras del estado de Oregón.
—No veo este pueblo en el mapa —dijo—. Es Colvain, ¿no?
Scully aparcó delante de una pintoresca casita en cuya fachada colgaba un cartel pintado a mano: «Tienda de Max».
—Scully, estamos en el pueblo y no lo encuentro.
En la pesada puerta de madera del establecimiento se anunciaba tabaco Morley. Cuando entraron sonó una campanilla y crujieron los tablones del suelo.
—Por supuesto, tienen una campana encima de la puerta —dijo Mulder, alzando la vista.
Varias neveras y congeladores estilo años cincuenta, blancos con adornos cromados, albergaban bocadillos, botellas de refrescos y comida congelada. En torno a la caja registradora había varias cajas de Slim Jims tamaño gigante y una infinita variedad de chocolatinas.
Tras unas estanterías de cedro llenas de chucherías se veían varias camisetas con ingeniosos dichos relativos al mal tiempo de Oregón. Gafas de sol, mantelitos, barajas de naipes y llaveros completaban el surtido.
Scully vio unas acuarelas colgadas en la pared opuesta, encima de una nevera. Las etiquetas con los precios colgaban de los marcos.
—Debe de haber alguna ley en el condado que obligue a cada pueblo a tener un cierto número de galerías de arte.
Una anciana se sentaba a la caja registradora, oculta tras una barricada de periódicos y bandejas con chicles, caramelos y chocolatinas. Llevaba el pelo teñido de un rojo muy llamativo y unas gruesas gafas sucias de marcas de dedos. Estaba leyendo un periódico sensacionalista cuyos titulares proclamaban: «El Big Foot encontrado en Nueva Jersey. Embrión alienígena congelado en unas instalaciones del gobierno», e incluso: «Ritos caníbales en Alaska».
Mulder leyó los titulares y se volvió hacia Scully enarcando las cejas. La mujer les miró por encima de las gafas.
—¿Puedo ayudarles? ¿Necesitan mapas o un refresco?
Mulder le enseñó su placa de identidad.
—Somos agentes federales, señora. Tal vez pueda usted indicarnos la dirección de una cabaña que está cerca de aquí. Es propiedad del señor Darin Kennessy.
Scully puso sobre el mostrador las manoseadas fotos de los Kennessy. La mujer se apresuró a doblar el periódico y lo arrojó tras la caja registradora. Luego miró las fotos a través de sus gafas manchadas.
—Estamos buscando a estas dos personas —explicó Scully, sin dar más información.
Jody Kennessy sonreía con optimismo en una de las fotografías, pero tenía el rostro enjuto y macilento. Se le había caído casi todo el pelo y se le veía la piel gris debido a la quimioterapia y las radiaciones.
La mujer se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo de papel antes de volvérselas a poner.
—Sí, creo que les he visto. Por lo menos a la mujer. Hace una semana o dos vino por aquí.
Mulder se animó.
—Sí, la fecha más o menos coincide.
—Este niño está muy enfermo —terció Scully, incapaz de evitar entrar en detalles, como para lograr así la ayuda de aquella mujer—. Se está muriendo de leucemia y necesita tratamiento inmediato. Puede haber empeorado mucho desde que le hicieron esta fotografía.
La mujer volvió a mirar la foto.
—Pues entonces puede que me equivoque —dijo—. Que yo recuerde, el chico que iba con esta mujer parecía de lo más sano. Podrían estar en la cabaña de Kennessy. Hace mucho tiempo que está vacía.
La mujer se echó hacia atrás en la silla, que crujió con un sonido metálico, y se subió las gafas sobre el puente de la nariz.
—Aquí las cosas no pasan desapercibidas.
—¿Podría indicarnos la dirección, señora? —insistió Scully.
La mujer sacó un bolígrafo, pero no se molestó en escribir nada.
—Unos diez o doce kilómetros atrás, por donde venían, giren por una pequeña carretera llamada Locust Springs Drive, y al cabo de medio kilómetro giren por el tercer camino a la izquierda —dijo, jugueteando con su collar de perlas falsas.
—Es la mejor pista que tenemos hasta ahora —comentó Scully, mirando ansiosa a su compañero. La idea de rescatar a Jody Kennessy y ayudarle le proporcionaba renovadas fuerzas. Como agente del FBI, Scully debía mantener la objetividad y no involucrarse emocionalmente en ningún caso, para no perder la imparcialidad. Pero en esta ocasión no podía evitar sus sentimientos. Compartía con Jody Kennessy la sombra del cáncer, y el hilo que la unía a aquel chico desconocido era demasiado fuerte. Su deseo de ayudarle era mucho más vehemente de lo que podía haber imaginado cuando se marcharon de Washington para investigar el incendio en DyMar.
Sonó de nuevo la campanilla de la puerta y entró un agente de policía. Scully le miró por encima del hombro mientras él se acercaba a la nevera y cogía una botella grande de naranjada.
—¿Lo de siempre, Jared? —preguntó la mujer de la caja registradora.
—¿Es que cambio alguna vez, Maxie?
Ella le arrojó un paquete de ganchitos de queso. El policía saludó a Mulder y Scully con un gesto de cabeza y vio las fotografías así como la placa de identificación de Mulder.
—¿Puedo ayudarles?
—Somos agentes federales —dijo Scully. Fue a mostrarle las fotografías pensando que tal vez podría acompañarles hasta la cabaña donde Patrice y Jody podían estar prisioneros, pero de pronto se oyó la radio que Jared llevaba al cinto. Era una voz oficial, muy profesional, aunque sonaba con un tono de alarma.
—Jared, ven inmediatamente. Tenemos una situación de emergencia. Un motorista ha encontrado un cadáver en la autopista un kilómetro más allá de la propiedad de los Doyle.
El policía cogió la radio.
—Aquí el oficial Penwick —dijo—. ¿Un cadáver? ¿En qué condiciones está?
—Es un camionero. La carga de troncos está medio tirada en la carretera. El tipo está desplomado sobre el m volante y… bueno, es muy raro. Sus heridas son muy extrañas.
Mulder miró a Scully. Ambos pensaron que aquello podía tener que ver con su caso.
—Ve tú a la cabaña, Scully. Yo iré con el oficial Penwick a echar un vistazo. Si no es nada le diré que me lleve a la cabaña. Nos veremos allí.
Scully sabía que tenían que investigar ambas posibilidades sin pérdida de tiempo, aunque no le gustaba separarse de su compañero.
—Sobre todo toma las precauciones necesarias —dijo.
—Lo haré. —Mulder se encaminó a la puerta.
La campanilla volvió a sonar cuando salió el policía con los ganchitos de queso y la botella de naranjada en una mano, mientras con la otra sostenía la radio. Antes de marcharse volvió la cabeza.
—Apúntamelo, Maxie. Ya te pagaré luego.
Scully salió precipitadamente tras ellos. Mulder y el agente echaron a correr hacia el coche patrulla, aparcado delante del colmado.
—Intenta encontrarlos, Scully —gritó Mulder—. Averigua todo lo que puedas. Te llamaré por el móvil.
Las dos puertas del coche se cerraron a la vez y el vehículo patrulla dio media vuelta con una rociada de gravilla mojada y salió disparado por la carretera con las luces rojas destellando.
Scully volvió a su coche de alquiler y advirtió consternada que el teléfono no funcionaba. Una vez más no tenía cobertura.