30
Cabaña de los Kennessy
Cordillera litoral de Oregón
Viernes, 13.59 h.
Por mucho que Jody corriera, no dejaba a Dorman atrás. El único refugio que se le ocurría era la cabaña, muy lejos ya. No es que fuera muy segura, pero no sabía de ningún sitio mejor. Al menos allí podría encontrar algo con lo que defenderse. Su madre tenía muchos recursos, y él también. Había aprendido mucho de ella los últimos días.
Jody fue avanzando entre los árboles trazando un largo arco, hasta que rodeó la pradera y comenzó a acercarse a la cabaña por detrás. Vader seguía ladrando, a veces corriendo junto a él y otras alejándose, como si quisiera jugar.
A Jody le dolían las piernas como si le clavaran clavos en las rodillas, y la punzada del costado era cada vez peor. Tenía la cara arañada por las ramas y las hojas de pino, pero no le importaban las heridas menores; desaparecerían rápidamente. Notaba la garganta seca y apenas podía respirar.
Seguía avanzando, intentando no hacer ruido. No contaba con ninguna guía, pero se había pasado varias semanas sin otra cosa que hacer que jugar en el bosque, y sabía cómo encontrar la cabaña. Vader le seguiría. Saldrían juntos de aquella, con su madre, si es que todavía estaba viva.
Por fin vislumbró la casita y la pradera. Se había alejado más de lo que pensaba, pero vio que había otro coche en el camino y sintió una oleada de miedo helado. ¡Alguien más los había localizado! Aunque lograra escapar de Jeremy Dorman y volver a la cabaña, tal vez le estarían esperando allí. ¿O los desconocidos habían venido a ayudarles? No había forma de saberlo.
Pero de momento su peor temor estaba mucho más cerca. Dorman seguía persiguiéndole, cargando entre los árboles y los matorrales como un toro furioso, acortando distancias. Era increíble lo deprisa que se movía, sobre todo con su aspecto de enfermo.
—¡Jody, por favor! Déjame hablar contigo sólo un momento. No te haré daño.
Jody no malgastó su aliento contestando. Siguió corriendo en dirección a la cabaña, pero de pronto llegó a una abrupta pendiente donde los desprendimientos habían cortado la ladera de la colina. Dos gigantescos árboles se habían desplomado, dejando una grieta en el suelo como una herida abierta.
No había tiempo de dar media vuelta. Dorman se acercaba muy deprisa. El terraplén era demasiado abrupto. Era imposible bajar por allí. Oyó ladrar de nuevo a Vader. El perro estaba a media pendiente, por la parte izquierda del desprendimiento. Tenía el pelaje lleno de hierbajos y cardos. Viendo que no había otra salida, Jody decidió seguirlo. Comenzó a descender por el barranco hundiendo las manos en la fría tierra para agarrarse, sin dejar de oír el ruido de ramas rotas y aplastadas que hacía Dorman, cada vez más cerca.
Jody intentó acelerar el paso. Miró hacia arriba y vio la voluminosa figura de su perseguidor al borde del desprendimiento. Dio un respingo y su mano resbaló. Pisó una piedra suelta que se desprendió como un diente podrido y el muchacho cayó con un grito.
Intentó agarrarse con las manos al suelo, pero su cuerpo resbalaba hacia abajo, tropezando, rodando, cubriéndose de tierra y barro, rodeado de una lluvia de piedras. Mientras caía vio a Dorman al borde del barranco, con las manos tendidas como garras, dispuesto a agacharse y atraparle.
Pero Jody estaba demasiado lejos. Seguía cayendo cada vez más deprisa. Se golpeó el costado y luego la cabeza, pero permaneció consciente, aterrorizado ante la posibilidad de romperse una pierna y no poder seguir corriendo para escapar de Dorman.
Por fin se detuvo al pie de la pendiente al chocar contra uno de los árboles caídos. Las raíces se elevaban en el aire incrustadas de tierra. Tras el fuerte golpe el chico se quedó tumbado jadeando, haciendo un esfuerzo por moverse. Le dolía la espalda.
Vio horrorizado cómo Jeremy Dorman bajaba por la pendiente logrando mantener el equilibrio, desprendiendo tierra y piedras a cada paso. Llevaba el revólver en la mano, amenazando con él a Jody para que no se moviera. De todas formas el muchacho no tenía tiempo de levantarse y correr.
Dorman se detuvo justo por encima de él. Tenía la cara congestionada y su piel parecía agitarse, como un pote de cera hirviendo lentamente. Una expresión de rabia y agotamiento desencajaba sus facciones. El hombre alzó la pistola con las dos manos y apuntó directamente a Jody. Parecía el ojo de un cíclope, una mortal víbora con la boca abierta.
Pero de pronto se le hundieron los hombros y se quedó mirando al chico un momento.
—Jody, ¿por qué me lo has puesto tan difícil? ¿No he sufrido ya demasiado? ¿No has sufrido tú demasiado? —¿Dónde está mi madre?— preguntó Jody entre jadeos. El corazón le martilleaba en el pecho y sentía el aire helado en los pulmones, como cuchillos. Hizo un esfuerzo por incorporarse, pero Dorman volvió a apuntarle con la pistola.
—Lo único que necesito es un poco de tu sangre, Jody, nada más. Sólo un poco de sangre.
—¿Dónde está mi madre? —gritó el muchacho.
Una nube atravesó el rostro de Dorman. Los dos se miraban con tanta intensidad que no advirtieron que se acercaba otra persona.
—¡Alto! ¡FBI!
Dana Scully apareció entre los árboles a cuatro metros de distancia, con la pistola en la mano y los brazos extendidos en una precisa posición de disparo.
—No se mueva —dijo.
Scully había seguido sin aliento los ruidos de la persecución, los ladridos del perro, los gritos furiosos. Cuando por fin vio al hombre que se cernía sobre Jody Kennessy, supo que tenía que evitar que aquel portador de un cáncer vírico letal se acercara más al chico.
Tanto el hombre como el muchacho de doce años la miraron sorprendidos. Una expresión de alivio invadió el rostro de Jody, pero rápidamente se convirtió en suspicacia.
—¡Tú estás con ellos! —exclamó.
Scully se preguntó qué le habría contado Patrice Kennessy, qué sabía Jody sobre la muerte de su padre y la posible conspiración en torno a las investigaciones de DyMar. Pero su mayor sorpresa fue ver el aspecto del muchacho. Parecía sano, en absoluto consumido ni macilento. Debía de estar en las últimas etapas de una leucemia linfoblástica terminal. Cierto que parecía exhausto, destrozado tal vez por el miedo constante y la falta de sueño, pero desde luego no como un enfermo de cáncer terminal.
Un mes atrás Jody estaba a las puertas de la muerte, y ahora corría vigorosamente por el bosque y aquel hombre había logrado alcanzarle sólo porque el niño había tropezado y se había caído por la pendiente.
El hombre miró a Scully y trató de acercarse a Jody.
—He dicho que no se mueva —dijo ella. Al ver la pistola en su mano, temió que fuera a coger a Jody como rehén—. Deje el arma e identifíquese.
El hombre la miró con tanto asco e impaciencia que Scully sintió un escalofrío.
—Usted no sabe lo que está pasando aquí —dijo él—. No se meta en esto. —Miró con expresión voraz a Jody, que seguía atrapado en el árbol, y luego volvió la cara de nuevo hacia Scully—. ¿O es que también está usted con ellos, como dice el chico? ¿Ha venido a matarnos a los dos?
Antes de que ella pudiera decir nada, una figura negra salió disparada de los matorrales como un ariete y se arrojó contra el hombre que amenazaba a Jody. Scully reconoció de inmediato al perro, el labrador negro que había sido atropellado por un coche y había escapado de la clínica veterinaria para volver con Patrice y Jody.
—¡Vader! —gritó el chico.
Los labradores no suelen ser perros de ataque, pero Vader debió de notar el miedo y la tensión en el aire. Sabía quién era el enemigo y atacó. El hombre se giró bruscamente con el dedo en el gatillo, pero el perro se le echó encima gruñendo y mordiendo. El hombre lanzó un grito y alzó la mano para protegerse. El estampido del disparo resonó en el silencio de la montaña.
En lugar de alcanzar a Jody en la cabeza, la bala del calibre 38 se le hundió en el pecho. El impacto provocó una rociada de sangre y estampó su delgado cuerpo contra el árbol caído, como si hubieran tirado de él con una cuerda. Jody gritó y se deslizó por el tronco. Vader arrojó al suelo al hombre, mordiéndole furioso la cara, el cuello. Scully se acercó corriendo al muchacho y se arrodilló para cogerle la cabeza.
—¡Dios mío!
Jody parpadeó con expresión atónita y escupió la sangre que le manaba de la boca.
—Estoy muy cansado —masculló.
Ella acarició el perro, incapaz de abandonarle para salvar al hombre que le había disparado. El perro seguía atacándole, gruñendo, hundiendo el morro en su cuello, desgarrándole los tendones. La sangre empapaba el suelo. El hombre dejó caer la pistola humeante y golpeó al labrador en las costillas, intentando acabar con él. Pero cada vez estaba más débil.
Scully miró la mancha escarlata que había surgido en el centro del pecho de Jody. Un charco de sangre se formaba en torno a un limpio agujero. Por el lugar de la herida, supo que no le servirían de nada unos sencillos primeros auxilios.
—Oh, no. —Rasgó la camisa de Jody y miró la herida. La bala había penetrado en el pulmón izquierdo y tal vez hubiera alcanzado el corazón. Era una herida mortal. El muchacho no sobreviviría.
El rostro de Jody se tornó pálido y grisáceo. Estaba inconsciente. La sangre seguía manando del agujero de bala.
Scully dejó de lado sus sentimientos por él y adoptó una actitud de emergencia médica. Se inclinó para poner la mano sobre la herida y presionó para detener la hemorragia. Oía al perro atacar al hombre, un ataque furioso, una venganza personal, como si aquel hombre le hubiera hecho mucho daño alguna vez. Pero ella se concentró en el muchacho. Tenía que detener la hemorragia de la herida.