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Central de correos

Milwaukee, Oregón

Miércoles, 10.59 h.

Mulder no se sentía anodino ni desapercibido en el vestíbulo de la central de correos. Scully y él caminaban de un lado a otro fingiendo esperar en una cola o acercándose a un mostrador para rellenar algún impreso innecesario. Los funcionarios del mostrador los miraban con recelo, esperando un tiroteo o una detención en masa. Mientras tanto los dos agentes observaban la pared llena de pequeños apartados de correos numerados, especialmente concentrados en el 3733. Cada uno de ellos parecía una diminuta prisión.

Cada vez que entraba alguien y se encaminaba hacia la sección de los apartados, Scully y Mulder cruzaban una mirada, se tensaban y luego se relajaban al ver que la persona no encajaba en la descripción, acudía a otro apartado o simplemente realizaba algún recado de rutina, ajena a la vigilancia del FBI.

Finalmente, al cabo de una hora y veinte minutos de espera, un hombre delgado abrió la pesada puerta de cristal y se acercó directamente a la pared de apartados de correos. Tenía el rostro enjuto y la cabeza afeitada y reluciente como si se la frotara todos los días con abrillantador de muebles. En el mentón, en cambio, aparecía como una explosión una hirsuta barba negra. Tenía los ojos hundidos, los pómulos altos y prominentes. Parecía un extraño profeta loco.

—Scully, es él. —Había visto varias fotos de Alphonse Gurik en su expediente delictivo, aunque en ellas aparecía afeitado y con el pelo largo y greñudo. Aun así, el efecto era el mismo.

Scully asintió con la cabeza y apartó la vista para no levantar sospechas. Mulder cogió con aire casual un colorido folleto que describía una selección de sellos sobre famosas figuras del deporte.

El centro nacional de información criminal había realizado fácilmente el análisis de la carta que reivindicaba la destrucción de los laboratorios DyMar. Liberación Inmediata había enviado la nota escrita a mano con letras mayúsculas en un papel de carta que no había sido difícil rastrear y en el que aparecían dos huellas dactilares. Todo aquel asunto había sido una chapuza de aficionado.

Aquel hombre, Alphonse Gurik, que no tenía dirección permanente, había estado involucrado en muchas causas de muchos grupos de protesta. En sus antecedentes aparecía una lista de organizaciones de aspecto tan atroz que era imposible que existieran. Gurik había escrito la carta que reivindicaba la destrucción de los laboratorios DyMar.

Pero Mulder albergaba sus dudas. Después de visitar las ruinas quemadas de los laboratorios, tanto él como Scully pensaban que se trataba de un trabajo profesional, preciso en extremo y fríamente destructivo. Alphonse Gurik parecía ser un aficionado, tal vez un iluso, seguramente un fanático. Mulder no le creía capaz de provocar el desastre de DyMar.

Cuando el hombre llegó al apartado de correos 3733, marcó la combinación y abrió la ventanilla para retirar su correo, Scully hizo una señal a Mulder y ambos se adelantaron con la mano dentro del abrigo para sacar sus identificaciones.

—Señor Alphonse Gurik —comenzó Scully con voz neutra—, somos agentes federales. Queda usted detenido.

Gurik dejó caer el correo al suelo y se estrelló de espaldas contra la pared con la boca abierta.

—¡Yo no he sido! —exclamó aterrorizado, levantando las manos en gesto de total rendición—. No tienen derecho. ¡Malditos nazis!

Los demás clientes de la oficina retrocedieron, fascinados y temerosos. Dos funcionarios del mostrador se inclinaron y estiraron el cuello para ver mejor la escena.

Scully se sacó de un bolsillo una hoja de papel plegada.

—Esto es una orden de detención a su nombre. Le hemos identificado como el autor de la carta que reivindica la explosión y el incendio de los laboratorios DyMar, en el que resultaron muertos dos investigadores.

—Pero, pero… —Gurik había palidecido. Abrió la boca con un hilillo de saliva entre los labios, intentando encontrar las palabras.

Mulder se adelantó y lo cogió del brazo después de sacarse del cinto unas esposas. Scully se mantuvo apartada, preparada para reaccionar ante cualquier reacción imprevista del prisionero. Un agente del FBI tenía que estar siempre alerta, por muy sumiso que pareciera el detenido.

—Siempre estaremos dispuestos a oír su versión, señor Gurik —dijo Mulder.

Aprovechó el desconcierto de Gurik para esposarle las manos a la espalda. Luego le recitó sus derechos, aunque el detenido debía de conocerlos a la perfección. Según su expediente, aquel hombre había sido detenido siete veces por vandalismo y otros cargos similares: tirar piedras a las ventanas o pintar con aerosol amenazas en los edificios de empresas con las que no estaba de acuerdo. Mulder consideraba que era un hombre de principios, muy entendido en su campo. Gurik había tenido el valor de luchar por lo que creía, pero renunció a sus creencias con demasiada facilidad.

Mientras Mulder empujaba al detenido hacia la puerta de cristal, Scully se agachó para recoger las cartas tiradas en el suelo. Gurik tardó treinta segundos de reloj en comenzar a balbucear excusas.

—¡Muy bien, yo envié la carta! Lo confieso, la envié yo… ¡Pero yo no quemé nada! No he matado a nadie. Yo no hice explotar ese edificio.

Mulder pensó que seguramente decía la verdad. Sus anteriores delitos menores lo habían convertido en un indeseable, pero no podían considerarse antecedentes de la completa destrucción de todo un laboratorio.

—Vaya, ahora le conviene cambiar su declaración, ¿no? —dijo Scully—. Han muerto dos personas y le acusarán de asesinato. Esto ya no es como los inocuos actos de protesta por los que le han detenido otras veces.

—Yo sólo era un manifestante más. Ya habíamos ido a incordiar a DyMar otras veces… Pero de pronto el laboratorio explotó. Todo el mundo salió gritando y corriendo. ¡Pero yo no hice nada!

—¿Entonces por qué escribiste la carta? —preguntó Mulder.

—Alguien tenía que asumir la responsabilidad. Estuve esperando, pero nadie envió ninguna carta, nadie reivindicó el atentado. Fue una tragedia terrible, sí. Pero no habría tenido ningún sentido si nadie explicaba la causa de nuestras protestas. Yo pensaba que queríamos liberar a los animales del laboratorio, por eso escribí la carta.

»Nos habíamos reunido unos cuantos grupos independientes. Había un tipo que estaba realmente en contra de lo que pasaba en DyMar, incluso había redactado una carta y nos hizo llegar a todos una copia antes de la protesta. Nos enseñó cintas de vídeo, informes robados… No se imaginan lo que hacían con los animales en el laboratorio. Deberían haber visto lo que hicieron con un pobre perro.

Scully se cruzó de brazos.

—¿Y qué ha sido de ese hombre?

—No hemos podido encontrarle. Seguro que se cagó de miedo. Así que mandé yo la carta. Alguien tenía que hacerlo. La gente tenía que saber lo que pasaba allí.

Una vez fuera de la oficina de correos, Gurik miró desesperadamente una vieja camioneta de madera con la pintura desportillada en la que aún se veían manchas de la primera capa.

Los gastados asientos de la camioneta estaban atestados de cajas de panfletos, mapas, recortes de periódico y otros papeles. La carrocería estaba llena de bollos y arañazos, como si la hubieran ametrallado. Uno de los limpiaparabrisas estaba roto, pero por lo menos no era el del conductor.

—Yo no quemé nada —insistió Gurik—. Ni siquiera tiré piedras. No hicimos más que gritar y levantar pancartas. No sé quién tiró las bombas incendiarias. Desde luego no fui yo.

—Muy bien, ¿qué es Liberación Inmediata? —preguntó Mulder, siguiendo la rutina de costumbre.

—Es un invento mío, ¡de verdad! No es un grupo oficial. Ni siquiera hay más miembros que yo. Puedo inventarme el grupo que quiera. Ya lo he hecho otras veces. Aquella noche había allí muchos activistas, otros grupos, gente que no había visto antes.

—¿Quién convocó la manifestación ante DyMar? —preguntó Scully.

—No lo sé. —Todavía contra el coche, Gurik giró la cabeza para mirarla—. Ya sabe que entre los grupos activistas tenemos relaciones. No siempre estamos de acuerdo, pero cuando logramos unir nuestras fuerzas tenemos más poder.

»Yo creo que la manifestación de DyMar estaba convocada por líderes de grupos minoritarios entre los que se contaban grupos en defensa de los animales, de protesta por la ingeniería genética o las organizaciones industriales, e incluso fundamentalistas religiosos. Naturalmente, con todo lo que yo he hecho en otros tiempos no se habrían atrevido a dejarme fuera.

—No, claro que no —dijo Mulder.

Confiaba en que Gurik les llevara hasta otros miembros de Liberación Inmediata, pero ahora parecía ser el único miembro del grupo. Los violentos manifestantes habían aparecido de pronto, sin ningún líder conocido y sin ninguna historia previa, y se habían convertido en una turbamulta que había incendiado el laboratorio y destruido todos los datos de las investigaciones para luego evaporarse sin dejar rastro. Quien hubiera organizado aquella sangrienta manifestación se las había arreglado para unir a diversos grupos que ni siquiera sabían que estaban siendo conducidos al mismo sitio al mismo tiempo.

Mulder estaba seguro de que todo el incidente había sido un montaje.

—¿Qué tenían en contra de los laboratorios DyMar? —preguntó Scully.

Gurik levantó las cejas indignado.

—¿Cómo que qué teníamos contra ellos? ¡Las espantosas pruebas con animales, por supuesto! Eran unas instalaciones médicas. Seguro que sabe lo que hacen los científicos en esos sitios.

—No —replicó Scully—, no lo sé. Lo que sí sé es que estaban intentando encontrar resultados médicos para ayudar a la gente que se muere de cáncer. Gurik resopló y volvió la cabeza.

—Sí, como si los animales no tuvieran el mismo derecho que los seres humanos a una existencia pacífica. ¿Qué derecho tenemos a torturarlos para poder nosotros vivir más tiempo?

Scully parpadeó atónita. ¿Cómo se podía discutir con alguien así?

—En realidad —dijo Mulder—, en nuestras investigaciones no hemos encontrado pruebas de que se experimentara con animales, aparte de las ratas de laboratorio.

—¿Qué? —exclamó Gurik—. Eso es mentira.

Mulder se volvió hacia Scully.

—No sabe nada, Scully. Alguien quería acabar con David Kennessy y los laboratorios DyMar, y lograr que otro cargara con el muerto.

Scully alzó las cejas.

—¿Quién iba a hacer eso? ¿Y por qué?

—Yo creo que Patrice Kennessy conoce la respuesta. Y por eso tiene problemas.

Scully pareció dolida al oír mencionar a Patrice.

—Tenemos que encontrar a Patrice y Jody —dijo—. Yo sugiero que interroguemos también a Darin Kennessy.

Gurik intentó erguirse con gesto indignado, como si fuera un pez gordo o algún importante criminal.

—Alphonse —dijo Scully con voz queda—, puedes ayudarnos diciéndonos dónde están Patrice y Jody Kennessy. ¿Adónde los han llevado?

—¿Quién? —preguntó Gurik, evidentemente perplejo.

—La esposa y el hijo del investigador que matasteis en el incendio de DyMar.

—Ni siquiera sé quiénes son. ¿De qué me habla? Y además, yo no he matado a nadie.

Mulder siguió presionando, a pesar del desconcierto de Gurik.

—Mientras tú incendiabas los laboratorios, o tal vez poco después, Patrice Kennessy y su hijo de doce años, Jody, desaparecieron de su casa en Tigard. Creemos que han sido secuestrados y pensamos que tú tienes algo que ver.

En realidad Mulder no creía tal cosa, pero tal vez si asustaba a Gurik lograría obtener alguna información.

—Pero… pero si nosotros no hicimos más que manifestarnos ante el laboratorio. Yo ni siquiera sabía cómo se llamaba el investigador. Era sólo una manifestación por la causa.

Scully miró a Mulder.

—Tenemos que encontrar a Patrice y Jody —dijo bajando la voz—. No será difícil localizar al chico. Los tratamientos contra el cáncer lo han debilitado mucho y pronto necesitará atención médica. Tenemos que dar con él.

—¡Tratamientos contra el cáncer! —explotó Gurik—. ¿No saben cómo se desarrollan esas cosas? ¿Saben lo que hacen? —Carraspeó como si fuera a escupir—. Debería ver las operaciones, las drogas, los aparatos con los que tratan a esos pobres animales. Perros, gatos, lo que encuentren por las calles.

—Sé muy bien lo difíciles que son los tratamientos contra el cáncer —comentó fríamente Scully, pensando en lo que ella misma había soportado, el tratamiento que había resultado ser casi tan mortal como la misma enfermedad. Pero lo cierto es que no estaba de humor para continuar con aquella conversación—. Es necesario seguir investigando para ayudar a la gente en el futuro. No apoyo el dolor excesivo ni la tortura de animales, pero la investigación ayuda a las personas, ayuda a encontrar otros métodos para curar enfermedades terminales. Lo siento, pero no puedo simpatizar con su causa ni con su actitud.

Gurik se retorció para volverse a mirarla.

—Ya, ¿y cree usted que no experimentan también con seres humanos? —Sus ojos ya no reflejaban pánico, sino que llameaban de rabia. El hombre asintió con la cabeza, sin dejar de mirarla. La piel de su cráneo afeitado se arrugó como el cuero—. Son unos sádicos hijos de puta —aseguró—. No hablaría así si supiera cómo se realizan algunas de las investigaciones. —Respiró hondo—. Usted no ha visto lo que he visto yo.