28
Campiña de Oregón
Viernes, 13.03 h.
El camión se había salido de la carretera y estaba medio volcado en la cuneta, como un extraño monstruo metálico con el espinazo partido. Mulder vio de inmediato que pasaba algo extraño. Aquello no era un simple accidente de tráfico. Aparcada junto al camión había una camioneta Ford roja de la que salió un hombre con un chubasquero en cuanto el oficial Jared Penwick detuvo su coche.
Mulder vio huellas de neumático en la hierba mojada. El camión había dado bandazos sin control antes de detenerse. Comenzaba a caer una fina lluvia. Jared conectó los limpiaparabrisas del coche patrulla e informó por radio de que habían llegado al lugar del accidente.
El hombre de la camioneta se quedó esperando junto a su vehículo mientras el policía se acercaba seguido de Mulder. El viento y la lluvia le agitaban el pelo, pero lo único que podía hacer para mantenerse en calor era abrocharse el abrigo.
—No has tocado nada, ¿no, Dominic? —preguntó Jared—. No pienso acercarme a esa cosa —replicó el otro, mirando a Mulder con suspicacia—. Es asqueroso.
—Este es el agente Mulder, del FBI —dijo Jared.
—Yo venía por la carretera —comenzó Dominic, sin quitarle a Mulder la vista de encima—, cuando vi el camión. —Lo miró un instante—. Pensé que tal vez había derrapado con la lluvia o que el conductor se había echado a la cuneta para dormir, como hacen a veces. Pero estaba parado en un sitio peligroso, y además no había puesto la señal del triángulo naranja. Pensaba echarle una buena bronca.
Dominic se enjugó la lluvia de la cara y movió la cabeza tragando saliva.
—Pero cuando eché un vistazo a la cabina… Dios mío, no he visto nunca nada igual.
Mulder se acercó a ver el camión. Se agarró a la puerta del conductor y subió con cuidado en el escalón. El camionero estaba desplomado con los brazos abiertos, las piernas levantadas y las rodillas atascadas bajo el volante, como una cucaracha muerta con una rociada de insecticida.
El hombre tenía la cara desencajada e hinchada, llena de bultos, y la boca abierta. El blanco de sus ojos aparecía nublado y gris, cubierto por una telaraña de venas rotas. Por toda su piel se veían manchas moradas y negruzcas, como el pelaje de un leopardo, como si su sistema vascular hubiera sufrido un bombardeo en miniatura.
La ventanilla del camión estaba cerrada. La lluvia seguía cayendo sobre la cabina y en el asiento del copiloto. El parabrisas estaba nublado por dentro. A Mulder le pareció ver que del cuerpo emanaba un fino vapor.
Todavía apoyado en el escalón de la portezuela, se volvió hacia el policía, que le miraba con curiosidad.
—Informe de la matrícula y los datos del vehículo —dijo Mulder—. A ver si podemos averiguar quién era este tipo y adónde iba. Era inquietante encontrar otro cadáver como aquel tan cerca de la posible localización de Patrice y Jody Kennessy, tan cerca de donde Scully había ido a buscarlos.
El policía se acercó a echar un vistazo por la ventanilla.
—Es horrible —comentó—. ¿Qué le habrá pasado?
—Nadie debería tocar el cadáver hasta que vengan más refuerzos —dijo Mulder—. El forense de Portland ya se ha encontrado con un caso similar. Deberíamos llamarlo, puesto que sabrá qué hacer.
El policía vaciló, como si quisiera hacer muchas más preguntas, pero finalmente se acercó a su coche para hablar por radio. Mulder rodeó el camión y vio que la cabina se había desplazado a la derecha, haciendo que el vehículo casi se plegara. Los troncos seguían bien atados con cadenas a la plataforma del camión.
El conductor debió de sufrir convulsiones, pero por suerte había levantado el pie del acelerador. El largo camión se había detenido en la pendiente sin estrellarse contra un árbol o caer por un precipicio.
Mulder se quedó mirándolo mientras la lluvia arreciaba. Notó que le corrían por la espalda hilillos de agua y se cerró el cuello del abrigo con un estremecimiento.
Bajó luego a la cuneta, chapoteando con los pies en el agua y con las hierbas hasta la rodilla. Ya que estaba totalmente empapado, le daba igual que siguiera lloviendo. Entonces vio que la portezuela del copiloto estaba abierta y se detuvo a considerar las distintas posibilidades. Podía haber habido alguien más en la cabina, tal vez un autoestopista. ¿Y si se trataba del portador de aquel agente biológico mortal?
Mulder se acercó con cautela, mirando tras él los árboles, las altas hierbas, preguntándose si vería otro cadáver, el cuerpo de un pasajero que hubiera sufrido similares convulsiones pero hubiera logrado salir del camión para morir fuera. Pero no vio nada. La lluvia seguía arreciando.
—¿Qué ha encontrado, agente Mulder? —preguntó el oficial Penwick.
—Todavía estoy mirando. Quédese donde está.
—El forense de Portland viene para acá con refuerzos. Dentro de poco vamos a tener aquí todo un equipo. —El policía se volvió para seguir hablando con el conductor de la camioneta.
Mulder terminó de abrir con cuidado la portezuela del camión, que lanzó un chirrido metálico, y se asomó. El camionero parecía todavía más doblado y retorcido desde esa perspectiva. El vapor condensado había formado un halo en el parabrisas. El aire olía a humedad, pero sin el hedor rancio de la muerte. El cadáver no llevaba allí mucho tiempo, a pesar de su espantosa condición.
Pero lo que más despertó su interés fue el asiento del pasajero. Se veían hilos y jirones de tela, como si hubieran roto una camisa, y varios regueros de una sustancia viscosa y traslúcida pegada a la tapicería. Era una especie de mucosa coagulada, parecida a la que aparecía en el cadáver del vigilante.
Mulder tragó saliva. No quiso acercarse más ni tocar nada. Aquello era lo mismo que habían visto en el depósito de cadáveres. Estaba seguro de que aquel agente letal, aquella extraña toxina, era el resultado de las investigaciones de Kennessy. Tal vez el desafortunado camionero había recogido a alguien y se había infectado. Cuando el camión se estrelló y el conductor murió, el misterioso pasajero se habría escapado.
Pero ¿dónde había podido ir?
Mulder vio algo que parecía un papel debajo del asiento. Al principio pensó que era el envoltorio de una chocolatina o algo parecido, pero al cabo de un momento se dio cuenta de que era una fotografía, doblada y medio escondida entre las sombras. Se sacó un bolígrafo del bolsillo y se inclinó con cuidado de no tocar los residuos de mucosa. Era arriesgado, pero se sentía impulsado a coger la foto. Por fin la alcanzó con el bolígrafo. Tenía los bordes rodeados de hilachos, como si se hubiera caído del bolsillo de una camisa durante una violenta pelea.
Le dio la vuelta con el bolígrafo. A pesar de no haber visto nunca la foto, Mulder reconoció los rostros de una mujer y un muchacho. Él mismo había estado enseñando otras fotos de ellos a cientos de personas en los últimos días.
Aquello significaba que el misterioso pasajero, el misterioso portador de la peste nanotecnológica, estaba también relacionado con Patrice y Jody. Y se dirigía al mismo lugar que Scully.
Mulder no se atrevía a meterse de nuevo el bolígrafo en el bolsillo, de modo que lo tiró al camión y volvió a toda prisa a la carretera. El policía le hacía señas desde el coche patrulla.
—¡Agente Mulder!
Mulder, mojado y frío, sentía una tensión mucho mayor. Se acercó al policía.
—Hay una estación de servicio unos pocos kilómetros más atrás. Casi nunca está abierta, pero tienen cámaras automáticas de vigilancia. Hace unas horas envié a alguien a repasar las cintas, por si habían captado la imagen del camión al pasar. —Penwick sonrió y Mulder asintió con la cabeza—. Así podremos establecer al menos la hora del suceso.
—¿Y han descubierto algo?
—Dos imágenes. En una aparece el camión pasando a toda velocidad, a las 10.52 de la mañana. Y pocos minutos antes pasaba un hombre a pie. Hay muy poco tráfico en esta carretera.
—¿Podría ver una grabación en vídeo? —preguntó Mulder ansioso, metiéndose en el coche patrulla para mirar la pequeña pantalla bajo el salpicadero que conectaba con el ordenador de la central.
—Ya pensé que me la pediría —contestó Penwick, escribiendo algo en el teclado—. Lo tenía aquí… Ah, ahí está.
La primera imagen mostraba el camión pasando por la carretera. Era evidentemente el mismo vehículo que ahora estaba volcado en la cuneta. El reloj digital en la parte inferior de la imagen confirmaba lo que el policía había dicho. Pero Mulder estaba más interesado en otra cosa.
—Déjeme ver al autoestopista, al otro hombre. —Se quedó pensando con la frente arrugada. Si el patógeno nanotecnológico era tan letal como él sospechaba, el camionero no habría durado mucho tiempo de haber estado cerca de él.
La nueva imagen estaba algo borrosa, pero mostraba a un hombre caminando por el embarrado borde de la carretera, impasible al parecer ante la lluvia. Miró directamente a la cámara, a la estación de servicio, como si deseara refugiarse allí. Pero luego prosiguió su camino.
Mulder tenía suficiente. Había visto las fotografías de archivo, los dossiers de los laboratorios DyMar, las fotografías de los dos investigadores supuestamente muertos en el incendio. El hombre era Jeremy Dorman, el ayudante de David Kennessy. Seguía vivo. Dorman podía haber quedado expuesto a alguna sustancia en DyMar, y ahora era portador de un agente que ya había matado al menos a dos personas.
Mulder salió del coche y miró al policía con expresión apremiante.
—Oficial Penwick, tendrá que quedarse aquí para proteger el camión. Es muy peligroso. No permita que nadie se acerque al cadáver, ni siquiera a la cabina sin un equipo adecuado contra la contaminación.
—Desde luego, agente Mulder. Pero usted ¿adónde va?
Él se volvió hacia Dominic.
—Soy un agente federal. Necesito utilizar su vehículo.
—¿Mi camioneta? —preguntó Dominic.
—Tengo que encontrar a mi compañera. Puede estar en grave peligro. —Antes de que Dominic pudiera protestar, Mulder abrió la puerta de la camioneta y tendió la mano—. Las llaves, por favor.
Dominic miró inquisitivamente al policía, pero el oficial Penwick se limitó a encogerse de hombros.
—He visto su placa. Es cierto que es del FBI. —Se caló el sombrero bajo la lluvia—. No te preocupes, Dominic, ya te llevaré yo a casa.
Dominic frunció el entrecejo. Mulder cerró de golpe la portezuela y el viejo motor se puso en marcha con un reconfortante rugido. Luego trasteó con la palanca de cambios.
—¡Tenga cuidado con mi camioneta! —le gritó Dominic—. No quiero tener que perder el tiempo batallando con la compañía de seguros.
Mulder pisó a fondo el acelerador, confiando en alcanzar a Scully a tiempo.