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Cordillera litoral de Oregón
Martes, 14.05 h.
Nadie los encontraría en aquella cabaña aislada en los desiertos inexplorados de las montañas de Oregón. Nadie los ayudaría, nadie acudiría a rescatarlos. Patrice y Jody Kennessy estaban solos, intentando desesperadamente mantener un atisbo de normalidad en sus vidas, aferrándose a la cotidianidad con uñas y dientes.
Sin embargo, para Patrice aquello no daba resultado. Vivía un día tras otro en el temor, dando brincos ante cada sombra, ocultándose de ruidos misteriosos… Pero no tenían otra opción para sobrevivir, y Patrice estaba decidida a que su hijo sobreviviera.
Se acercó a la ventana de la pequeña cabaña y apartó las cortinas de algodón para ver a Jody, que botaba una pelota de tenis contra la pared, totalmente a la vista, pero a una cierta distancia del denso bosque que bordeaba la hondonada. Cada impacto de la pelota sonaba como un disparo.
Durante un tiempo, aquel entorno aislado y solitario había constituido una valiosa posesión. Ella misma la había diseñado para Jeremy Dorman, el compañero de investigación de su marido. En las pronunciadas pendientes aparecían franjas desiertas allí donde los equipos de tala habían arrancado hectáreas y más hectáreas de árboles, dejando algunos rectángulos cubiertos de matojos como costras en la ladera de la montaña.
Aquella cabaña iba a ser un refugio privado, un cobijo para descansar en soledad. Pero ahora la soledad era como una fortaleza en torno a ellos. Nadie sabía dónde estaban. Nadie los encontraría jamás.
Un pequeño aeroplano de dos motores pasó zumbando apenas visible en el cielo. El ruido se desvaneció junto con el avión.
Patrice se encontraba cada día al borde del pánico y la parálisis. Jody se mostraba tan valiente que su madre se conmovía cada vez que lo pensaba. El muchacho había sufrido demasiado: la persecución, el ataque… y antes de eso el diagnóstico del médico: cáncer terminal, leucemia, muy poco tiempo de vida. Era como si la guillotina se precipitara sobre su cuello.
Tras el diagnóstico inicial de leucemia, ¿con qué otra amenaza podrían intimidarlos los oscuros conspiradores? ¿Qué podía ser peor que el diablo que albergaba el cuerpo de doce años de Jody?
La pelota rebotó en la pared y cayó entre las altas hierbas. Jody fue tras ella en un vano intento de entretenerse. Patrice se acercó al borde de la ventana para no perderlo de vista. Desde el incendio y el ataque, Patrice procuraba por todos los medios tenerle siempre bajo control.
El chico parecía ahora mucho más sano. Patrice no se atrevía a esperar que siguiera mejorando. Debería estar en el hospital, pero no podía llevarle.
Jody volvió a lanzar la pelota, sin muchas ganas, y luego salió corriendo tras ella. Había pasado un importante punto de transición. Su situación crítica se había hecho habitual al cabo de una semana y media y el aburrimiento había superado al miedo. Parecía tan joven, tan despreocupado incluso después de todo lo sucedido…
Los doce años deberían haber sido para él una edad mágica, al borde de la adolescencia, cuando los problemas de la pubertad cobran una importancia vital. Pero Jody no era un chico normal. Todavía estaba pendiente la sentencia sobre su vida.
Patrice abrió la puerta y tras echar un vistazo a sus espaldas salió al porche haciendo un esfuerzo por borrar su expresión preocupada. Aunque de todas formas a esas alturas Jody debía considerar que la preocupación era absolutamente normal en ella.
El cielo gris de Oregón se había abierto para dar paso a las horas diarias de sol. La pradera aparecía fresca tras las lluvias nocturnas, cuando el matraqueo del agua sonaba como espeluznantes pasos en la ventana. Patrice había permanecido despierta durante horas, mirando el techo. Ahora los altos pinos y álamos arrojaban sombras sobre el lodoso camino que bajaba del risco alejándose de la distante autopista.
En principio nadie conocía aquel lugar. Jeremy Dorman no tenía teléfono, nadie le recogía la basura. Sólo recibía un intermitente servicio eléctrico. En principio era un aislamiento perfecto. Patrice no creía en la perfección, pero esperaba que a nadie se le ocurriera ir a buscarla allí.
Jody lanzó la pelota con tanta fuerza que salió al camino, rebotó en una piedra y se internó en la densa arboleda. Con un grito de rabia que por fin traicionaba su tensión, Jody arrojó la raqueta de tenis y se quedó allí furioso.
Impulsivo, pensó Patrice. Jody se parecía cada vez más a su padre.
—Eh, Jody —le llamó, disimulando el tono de reproche. Él cogió la raqueta y echó a andar despacio hacia ella, con la vista gacha. Llevaba todo el día inquieto y de mal humor—. ¿Qué te pasa?
El muchacho evitó mirarla a la cara. Se volvió entornando los ojos hacia donde el sol iluminaba los pinos. A lo lejos se oía el grave rumor de un camión cargado de troncos que pasaba por la carretera al otro lado de la barricada de árboles.
—Es Vader —contestó finalmente Jody, mirando a su madre en busca de comprensión—. Ayer no volvió y no lo he visto en toda la mañana.
Patrice sintió una oleada de alivio al entenderlo todo. Por un momento había tenido miedo de que el chico hubiera visto a algún desconocido o hubiera oído algo en las noticias de la radio.
—El perro estará bien, ya verás. Nunca le pasa nada.
Vader y Jody tenían casi la misma edad, y siempre habían sido inseparables. A pesar de sus preocupaciones, Patrice sonrió al pensar en aquel labrador negro, inteligente y noble.
Once años antes, Patrice pensaba que el mundo era maravilloso. Su hijo de un año correteaba en pañales. Había dejado de lado sus muñecos y jugaba con el perro. El pequeño sabía decir «mamá» y «papá» e intentaba decir «Vader», aunque le sonaba «drrr». Patrice y David se reían viéndolos jugar juntos. Vader corría de un lado a otro resbalando en el suelo de madera pulida. Jody chillaba de gozo. El perro ladraba y daba saltos en torno al niño, que intentaba dar vueltas sobre sus pañales en el suelo.
Habían sido tiempos tranquilos, magníficos. Ahora, sin embargo, Patrice no había tenido un momento de paz desde la aciaga noche en que recibió una llamada desesperada de su esposo desde el laboratorio incendiado. Hasta entonces, el peor momento de su vida fue cuando se enteró de que su hijo se moría de cáncer.
—Pero ¿y si Vader está herido, muriéndose por ahí, mamá? —preguntó Jody. Intentaba no llorar, pero tenía lágrimas en los ojos—. ¿Y si ha caído en una trampa o algún cazador le ha pegado un tiro?
Patrice meneó la cabeza.
—Vader volverá sano y salvo —aseguró, intentando consolarlo—. Siempre vuelve sano y salvo.
De nuevo sintió un escalofrío. Sí, siempre sano y salvo.