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Cabaña de los Kennessy
Cordillera litoral de Oregón
Viernes, 15.15 h.
La camioneta roja que Mulder había requisado era sorprendentemente manejable. Con sus grandes neumáticos corría como una apisonadora sobre los baches, los charcos y las ramas rotas por la vieja carretera y el tortuoso camino que llevaba a la cabaña. Después de ver el cadáver del camionero y la imagen de Jeremy Dorman, a quien se suponía muerto, en la cinta de vídeo, tenía mucha prisa por encontrar a Scully.
Sin embargo la cabaña estaba silenciosa, abandonada. Mulder salió de la camioneta y vio huellas recientes de neumáticos en el barro. Alguien había llegado en coche y se había vuelto a marchar. ¿Sería Scully? ¿Adónde habría ido?
Cuando vio el cadáver de la mujer en la hierba no tuvo ninguna duda de que se trataba de Patrice Kennessy. Frunció el ceño y se apartó tragando saliva. La había matado la misma enfermedad que al camionero que acababa de ver.
—¡Scully!
Las manchas de sangre en el suelo eran evidentes, grandes monedas rojas siguiendo un desigual patrón. Mulder echó a correr con la frente perlada de sudor, siguiendo el rastro de sangre que se internaba en el bosque. Ahora veía huellas. Eran de los zapatos de Scully. Y también de las patas de un perro. Se le aceleró el corazón.
Por fin llegó a la pronunciada pendiente cortada por el desprendimiento. Cerca de uno de los árboles caídos Mulder vio a un hombre corpulento con la ropa hecha jirones. Estaba cubierto de sangre y tenía el cuello desgarrado hasta la tráquea. Reconoció al hombre que había visto en las fotos del personal de DyMar y en la cinta de vídeo de la estación de servicio. Era Jeremy Dorman, ahora definitivamente muerto.
Mulder se inclinó para ver de cerca la herida en su cuello. ¿Le habría atacado el perro? La laringe destrozada, el tejido muscular y la piel parecían haberse fundido y estarse alisando, como si alguien lo estuviera sellando con cera. La herida de la garganta estaba llena de mucosa traslúcida que rezumaba de la piel.
En torno a él observó señales de lucha. Por la pendiente habían rodado piedras y barro. Parecía que alguien se había caído mientras le perseguían. Vio también más huellas del perro y de los zapatos de Scully. Y otras huellas más pequeñas que tal vez fueran del niño.
—¡Scully! —gritó de nuevo, pero sólo le respondieron algunos pájaros y el rumor de los pinos. Mulder se quedó escuchando, pero no oyó nada más.
Entonces el cadáver del suelo se incorporó de golpe, como animado por un muelle, y se agarró al abrigo de Mulder con una mano como una garra. Mulder intentó apartarse con un grito, pero el hombre se le aferraba desesperado.
Sin mudar su cadavérica expresión, Jeremy Dorman alzó el revólver y le apuntó. Mulder le miró la mano, la piel que se movía y se agitaba, tal vez infestada de nanomáquinas, cubierta por una película de moco. Un moco contagioso, portador de la mortífera peste nanotecnológica.