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Campamento de maquis

Jueves, 17.09 h.

—Somos agentes federales —anunció Mulder—. Voy a sacar mi placa. —Con agónica lentitud metió la mano en su abrigo. Por desgracia todas las armas siguieron apuntándole, incluso con más rabia si cabe. Aquellos maquis radicales probablemente no querían saber nada de ninguna agencia gubernamental.

Un hombre de mediana edad y una larga barba se adelantó a la alambrada y le miró furioso.

—¿Es que los agentes federales no saben leer? —dijo—. Han atravesado docenas de señales de prohibido el paso para llegar hasta aquí. ¿Tienen una orden de registro?

—Lo siento, señor —se disculpó Scully—. Queríamos coger a su perro, el negro. Estamos buscando a un hombre llamado Darin Kennessy. Tenemos razones para creer que tiene información sobre estas personas. —Se sacó las fotografías de la chaqueta—. Una mujer y su hijo.

—Si da un paso más estará en un campo de minas —advirtió el hombre. Los otros maquis seguían vigilándoles de cerca con creciente suspicacia—. Quédese donde está. Mulder pensó que los maquis no dejarían sueltos a los perros si realmente hubiera minas en torno al campamento. Pero por otra parte, tampoco era del todo inconcebible. No tenía muchas ganas de discutir con aquel hombre.

—¿Quiénes son? —preguntó una mujer armada con un potente rifle. Parecía tan peligrosa como cualquier hombre—. ¿Y por qué quieren hablar con Darin?

Mulder mantuvo el rostro impasible, disimulando su emoción al saber que por fin habían encontrado al hermano de David Kennessy.

—El niño es sobrino de Darin Kennessy y necesita urgentemente atención médica —dijo Scully alzando la voz—. Tienen un labrador negro, de modo que cuando vimos a su perro pensamos que podía ser el que estamos buscando.

El hombre de la barba se echó a reír.

—Este es un spaniel, no un labrador.

—¿Qué le ha pasado al padre del niño? —preguntó la mujer.

—Murió hace poco —contestó Mulder—. Su laboratorio, donde también trabajaba Darin, quedó destruido en un incendio. La mujer y el chico desaparecieron y nosotros pensamos que tal vez vinieran aquí.

—¿Por qué íbamos a confiar en ustedes? —preguntó el de la barba—. Probablemente son las personas contra las que nos advirtió Darin.

—Id a buscar a Darin —gritó la mujer por encima de su hombro. Luego miró al hombre—. Eso es él quien tiene que decidirlo. Además, tenemos bastantes armas para encargarnos de estos dos si nos dan algún problema.

—No habrá ningún problema —prometió Scully—. Sólo necesitamos cierta información.

Un hombre delgado con el pelo rojo canela subió por las escaleras de una de las cabañas medio enterradas y se acercó vacilante al hombre de la barba y la mujer.

—Soy Darin Kennessy, el hermano de David. ¿Qué quieren?

Mulder y Scully explicaron brevemente la situación a gritos desde el otro lado de la alambrada. Darin Kennessy pareció hondamente impresionado.

—Usted sospechaba algo con anterioridad, ¿verdad? Antes de que DyMar fuera destruido y su hermano muriera —preguntó Mulder—. Usted abandonó sus investigaciones muchos meses antes y vino a esconderse aquí.

—Dejé mis investigaciones por motivos filosóficos —contestó Darin indignado—. Vi que la tecnología estaba tomando una dirección muy peligrosa y no me gustaban los… la procedencia de los fondos que mi hermano utilizaba. Quería apartarme del trabajo y de los hombres relacionados con él, alejarme por completo.

—Todos intentamos mantenernos al margen de ese tipo de gente —afirmó el de la barba—. Queremos estar al margen de todo, vivir aquí nuestra vida. Queremos crear un lugar protegido en el que vivir con buenos vecinos, con familias unidas. Somos autosuficientes. No necesitamos ninguna interferencia de gente como ustedes, gente con traje y corbata.

Mulder ladeó la cabeza.

—¿No habrán leído por casualidad el Manifiesto Unabomber?

Darin Kennessy arrugó el ceño.

—La utilización que hace Unabomber de la tecnología militar me repugna tanto como las atrocidades de la ciencia moderna. Pero la verdad es que no lo he leído todo. Sólo una faceta en particular, la de la nanotecnología.

Mulder pensó que el traje viejo y la apariencia sencilla de aquel hombre había cambiado sutilmente dejando ver al inteligente investigador informático oculto tras el disfraz. Diminutas máquinas autorreplicantes tan pequeñas que pueden trabajar en el interior de una célula humana, versátiles como para reparar cualquier cosa e inteligentes para saber lo que hacen.

Mulder miró a Scully.

—Las cosas buenas vienen en frascos pequeños.

A Darin le brillaban los ojos.

—Al ser tan pequeña, una nanomáquina puede mover sus partes con gran velocidad. Piensen en la vibración de las alas de un colibrí. Un enjambre de nanomáquinas podría eliminar una pila de escombros o un tanque de agua de mar y separar cada átomo de oro, platino o plata y colocarlos en los recipientes convenientes, todo en silencio absoluto y sin dejar el más mínimo residuo.

Scully arrugó la frente.

—¿Y ese era su trabajo en DyMar?

—Yo había empezado mucho antes. Pero David y yo cada vez llevábamos más lejos nuestras ideas. En un cuerpo humano las nanomáquinas podrían realizar el mismo trabajo que los glóbulos blancos en la lucha contra las enfermedades, las bacterias y los virus. Pero, a diferencia de los glóbulos blancos, estos nanomédicos podrían inspeccionar también cadenas de ADN, localizar cualquier célula que se volviera cancerosa y reprogramar el ADN, corrigiendo cualquier error o mutación que encontrasen. ¿Y si lográramos crear dispositivos infinitesimales que pudieran inyectarse en un cuerpo para actuar como «policías biológicos», robots submicroscópicos que pudieran localizar y reparar cualquier daño en el nivel celular?

—Una cura para el cáncer —dijo Mulder.

—Y para cualquier otra cosa.

Scully le miró con escepticismo.

—Señor Kennessy, he leído algunos artículos especulativos en revistas de ciencia divulgativas, pero desde luego nada que pudiera sugerir que estamos cerca de un avance de ese tipo en nanotecnología.

—El progreso suele estar más cerca de lo que pensamos —afirmó Darin—. Los investigadores de la Universidad de Wisconsin han utilizado técnicas litográficas para producir engranajes automáticos del tamaño de la décima parte de un milímetro. Los ingenieros de los laboratorios AT & T Bell crearon semiconductores para clusters que contenían sólo doce átomos cada uno. Utilizando técnicas microscópicas, los científicos del Centro de Investigaciones de Almadén, de IBM, dibujaron un mapa completo del hemisferio occidental de la tierra de una quinceava parte del diámetro de un pelo humano.

—Pero habrá un límite de tamaño. Habrá un momento en que ya no se puedan manipular las herramientas y los circuitos —dijo Mulder.

Los perros ladraron con más fuerza y el hombre de la barba se agachó para tranquilizarlos. Darin Kennessy arrugó el ceño, distraído, como debatiéndose entre su necesidad de esconderse y negar todos sus descubrimientos y su evidente pasión por el trabajo que había abandonado.

—Eso es enfocar el problema desde un solo ángulo. David y yo empezamos a construir de abajo arriba. Buscamos el autoensamblaje, tal como se da en la naturaleza. Los investigadores de Harvard han utilizado aminoácidos y proteínas como plantillas para nuevas estructuras más pequeñas que una célula, por ejemplo. Con la experiencia combinada de David y yo en técnicas de microminiaturización y autoensamblaje biológico, intentamos realizar un importante descubrimiento apoyándonos en esos avances.

—¿Y lo lograron?

—Tal vez. Todo parecía ir bien, hasta que yo me marché. Supongo que mi hermano, el muy estúpido, siguió presionando, jugando con fuego.

—¿Por qué dejó usted la investigación, si era tan prometedora?

—Hay un lado oscuro, agente Mulder —prosiguió Darin, mirando a los demás—. A veces se cometen errores. En una investigación se fracasa muchas veces antes de lograr el éxito. Forma parte del proceso de aprendizaje. La cuestión es si podemos permitirnos ese proceso con la nanotecnología.

La mujer de la escopeta lanzó un gruñido, pero se abstuvo de hacer comentarios.

—Suponga que una de nuestras primeras nanomáquinas, una simple, sin el programa de seguridad, escapara del laboratorio —dijo Darin—. Si esta nanomáquina se reproduce, y cada una de sus copias vuelve a reproducirse, en unas diez horas habría sesenta y ocho mil millones de nanomáquinas. En menos de dos días podrían descomponer todo el planeta, molécula por molécula. En sólo dos días. Piense en la última vez que el gobierno de cualquier nación tomó una decisión tan rápida, incluso en una emergencia.

No era de extrañar que la investigación de Kennessy supusiera una amenaza para los círculos de poder establecidos, pensó Mulder. No era de extrañar que hubieran intentado suprimirla a cualquier precio.

—Pero usted abandonó los laboratorios DyMar antes de que las investigaciones arrojaran a la luz resultados concretos —dijo Scully.

—Los resultados no saldrán nunca a la luz —replicó Darin con desdén—. Yo sabía que nunca serían disponibles para la sociedad. David hablaba de hacerlos públicos, de publicar los resultados de nuestras primeras pruebas con ratones y animales pequeños, pero tanto yo como nuestro asistente, Jeremy Dorman, le disuadimos de ello. —Darin respiró hondo—. Supongo que estaba ya demasiado cerca, si esa gente se decidió por fin a quemar los laboratorios y destruir todos los datos.

—Patrice y Jody no están con usted, ¿verdad? —preguntó Scully—. ¿Sabe dónde están?

—No; elegimos caminos distintos. No he hablado con nadie de la familia desde que vine a este campamento. —Señaló los perros, las garitas de guardia, el alambre de espino—. Esto sería poco elegante para ellos.

—Pero Jody es su sobrino —comentó Mulder.

—La única persona con la que el chico pasaba algún tiempo era Jeremy Dorman. Era lo más parecido a un tío.

—También murió en el incendio de DyMar —dijo Scully.

—Su posición era baja en la pirámide —replicó Darin Kennessy—, pero sabía hacer negocios. Nos consiguió los primeros fondos y se encargó de que siguiera entrando dinero. Cuando me marché para venir aquí, creo que le encantó ocupar mi puesto y trabajar con David.

Darin frunció el entrecejo.

—Pero yo ya no tenía nada que ver con ellos. Ni entonces ni ahora. —Parecía turbado, como si empezara a asimilar en ese momento la noticia de la muerte de su hermano—. Antes estábamos muy unidos. Solíamos ir a la montaña.

—¿Dónde? —preguntó Mulder.

—Patrice diseñó una pequeña cabaña, un refugio donde podía aislarme de todo.

Scully miró a Mulder y luego a Darin.

—¿Podría decirnos dónde está esa cabaña?

Darin frunció de nuevo la frente. Parecía inquieto.

—Cerca de Colvain. Se va por un sinuoso camino de tierra.

—Tenga, mi tarjeta —dijo Mulder—. Por si aparecen o se entera usted de algo.

—Aquí no tenemos teléfono.

Scully cogió a Mulder de la manga.

—Gracias por su tiempo.

—Cuidado con las minas —advirtió el hombre de la barba.

—Lo tendremos.

A pesar del cansancio y el sudor, Mulder estaba contento con la información que habían obtenido. Volvieron al coche a través del bosque.

A Scully le parecía increíble aquel modo de vida.

—Alguna gente es capaz de cualquier cosa por sobrevivir —murmuró.