21 de diciembre
Restos
LENA NO ESTABA en su dormitorio en Ravenwood. Me senté en su cama para esperarla, mirando al techo. Pensé en algo y cogí su almohada, frotándola contra mi cara. Recordé el olor de las almohadas de mi madre después de que desapareciera. Era como magia para mí, una parte de ella que todavía existía en mi mundo. Quería que Lena tuviera al menos eso.
Pensé en la cama de Lena, en la vez que rompimos allí sentados y el techo empezó a desprenderse haciendo que trozos enteros de escayola cayeran sobre nosotros. Miré las paredes, pensando en las palabras que estaban allí escritas la primera vez que Lena me contó cómo se sentía.
No eres el único que cae.
Las paredes de Lena ya no eran de cristal. Su habitación estaba igual que el día que nos conocimos. Tal vez era así como intentaba mantener las cosas. Volviendo a ponerlas como al principio, cuando las cosas aún estaban llenas de posibilidades.
No podía pensar en ello.
Había retazos de palabras por todas partes, supongo que así era como Lena sentía las cosas.
¿QUIÉN PUEDE JUZGAR AL JUEZ?
No funcionaba así. No se puede desprogramar el reloj. No para todo el mundo. Ni siquiera para nosotros.
NO CON UN ESTALLIDO SINO CON UN GEMIDO
Lo hecho, hecho estaba.
Creo que ella debía saberlo porque dejó un mensaje para mí escrito a través de las paredes de su habitación en tinta Sharpie negra. Como en los viejos tiempos.
CUENTAS DEL DEMONIO
lo que es un sólo mundo
lo has seccionado en dos
como sí pudiera haber
una mitad para mí
una mitad para ti
lo que es justo cuando
no hay nada
más que compartir
lo que es Tuyo cuando
tu dolor debo soportar
esta triste cuenta es mía
esta loca senda es mía
sustrae dicen,
no llores
vuelve al pupitre
inténtalo
olvida sumar
multiplicar
y contesto
así es como
los restos
odian
la división
Apoyé mi cabeza contra la pared, pegado a las palabras.
Lena.
No respondió.
L., no eres un resto. Eres una superviviente.
Sus pensamientos llegaron lentamente como un ritmo entrecortado.
No podré sobrevivir a esto. No puedes pedírmelo.
Sabía que estaba llorando. La imaginé tendida en la seca hierba de Greenbrier. Iría a buscarla allí.
No deberías estar sola. Espérame. Voy para allá.
Había tanto que decir que dejé de intentar decirlo, por eso me sequé los ojos con la manga y abrí mi mochila. Saqué el rotulador Sharpie de repuesto que Lena guardaba en ella, igual que la gente tiene una rueda de repuesto en el maletero de su coche.
Por primera vez le quité la tapa y me puse de pie en su silla de chica frente a su viejo tocador blanco. Crujió bajo mi peso, pero aguantó. De todos modos, no iba a tardar mucho. Los ojos me escocían, y era difícil ver.
Escribí en su techo, donde la escayola se había agrietado, donde tantas veces otras palabras, mejores palabras, palabras más llenas de esperanza habían aparecido sobre nuestras cabezas.
Yo no era demasiado poeta, pero poseía la verdad y eso bastaba.
Te querré siempre.
Ethan
Encontré a Lena tumbada en la hierba calcinada de Greenbrier, en el mismo lugar donde la encontré el día que hizo estallar la ventana de nuestra clase de inglés. Sus brazos colocados bajo su cabeza, de la misma forma que estaban aquel día. Miraba fijamente la fina franja de azul.
Me tumbé a su lado.
Ella no trató de contener sus lágrimas.
—Es diferente, ¿lo sabes? El cielo tiene ahora un aspecto diferente. —Estaba hablando y no usaba el kelting. De repente hablar se hizo especial. Todas las cosas corrientes lo eran.
—¿Lo es?
Respiró desacompasadamente.
—Eso es lo que recuerdo de cuando te conocí. Alcé los ojos al cielo y pensé: voy a querer a esta persona porque incluso el cielo parece diferente. —No pude decir nada. El aliento se quedó atrapado en mi garganta.
Pero ella no había terminado.
—Recuerdo el momento exacto en que te vi. Estaba en mi coche. Tú jugabas al baloncesto al aire libre con tus amigos. Y la pelota salió rodando fuera de la pista y fuiste a buscarla. Entonces me miraste.
—Lo recuerdo. No pensaba que me hubieras visto.
—¿Verte? —Sonrió—. Casi me estampo con el coche.
Miré de nuevo el cielo.
—¿Crees en el amor antes del a primera vista, L?
¿Crees en el amor después de la última vista, Ethan?
Después de la muerte es lo que quería decir.
No era justo. Deberíamos estar quejándonos sobre nuestros toques de queda. Tratando de encontrar algún sitio más allá del Dar-ee Keen donde pudiéramos conseguir algún trabajo juntos para el verano. Preocupándonos de si conseguiríamos o no ir a la misma universidad. Y no esto.
Ella rodó lejos de mí, sollozando y arrancando la hierba con las manos. La envolví con mis brazos, sujetándola más cerca. Aparté su pelo a un lado con cuidado y le susurré en la oreja.
—Sí.
¿Qué?
Creo en el amor después de la muerte.
Ella respiró con desolación.
Tal vez así es como lo recordaré, L. Tal vez recordarte será como la vida después de la muerte para mí.
Se volvió para mirarme.
—¿Quieres decir de la forma en que tu madre te recuerda?
Asentí.
—No sé exactamente en lo que creo, pero gracias a ti y a mi madre, ahora sé que creo.
Yo también creo. Pero te quiero aquí. No me importa si estamos a cuarenta grados y cada brizna de hierba muere. Sin ti, nada de eso me importa.
Sabía lo duro que esto era para ella, porque lo único en lo que yo podía pensar era en lo mucho que me costaba dejarla. Pero no podía decirlo. Eso sólo lo empeoraría todo.
No estamos hablando de la hierba muerta. Ya lo sabes. El mundo se destruirá, y con él la gente a la que queremos.
Lena estaba sacudiendo la cabeza.
—No me importa. No puedo imaginarme un mundo en el que no estés tú.
—Tal vez puedas imaginar el mundo que siempre quise ver. —Alargué el brazo hasta mi bolsillo trasero y saqué el doblado y sobado mapa que había estado colgado en mi pared durante tantos años—. Tal vez puedas verlo por mí. He marcado las rutas en verde. No tienes que usarlo. Pero me gustaría que alguien lo hiciera. Es algo que llevaba planeando durante bastante tiempo. Toda mi vida, de hecho. Hay lugares de mis libros favoritos.
—Lo recuerdo. —Su voz sonó amortiguada—. Jack Kerouac.
—O puedes hacer tu propia ruta. —Sentí su aliento contenerse—. Lo gracioso es que hasta que te conocí lo único que quería era marcharme lo más lejos de aquí que pudiera. Qué ironía, ¿verdad? Ya no puedo ir más lejos de a donde voy, y ahora daría cualquier cosa por quedarme.
Lena apoyó sus manos en mi pecho, apartándose de mí. El mapa cayó al suelo entre nosotros.
—¡No digas eso! ¡No vas a hacerlo!
Me incliné y cogí el mapa que marcaba todos los lugares que había soñado visitar, antes de descubrir al que pertenecía.
—Sólo guárdalo por mí, entonces.
Lena contempló el papel doblado como si fuera la cosa más peligrosa del mundo. Entonces alargó el brazo y se desató su collar de amuletos del cuello.
—Sólo si tú guardas esto por mí.
—L, no. —Pero estaba colgando en el aire en medio de los dos, y sus ojos me suplicaban que lo cogiera. Abrí mi mano y dejó caer el collar —el botón de plata, la cuerda roja, la estrella del árbol de Navidad, todos sus recuerdos— en mi mano.
Estiré el brazo y levanté su barbilla para que me mirara.
—Sé que esto es duro, pero no podemos fingir que no está sucediendo. Necesito que me prometas algo.
—¿El qué? —Sus ojos estaban rojos e hinchados y me devolvió la mirada.
—Tienes que quedarte aquí y Vincular el Nuevo Orden, o lo que quiera que sea tu parte en todo esto. De lo contrario, todo lo que voy a hacer no servirá para nada.
—No puedes pedirme que haga eso. Ya pasé por esto cuando creí que el tío Macon estaba muerto, y ya viste lo bien que me las apañé. —Su voz se rompió—. No lo conseguiré sin ti.
Prométeme que lo intentarás.
—¡No! —Lena sacudía la cabeza, con ojos enloquecidos—. No puedes rendirte. Ha de haber otra forma. Aún hay tiempo. —Estaba histérica—. Por favor, Ethan.
La agarré rodeándola entre mis brazos, ignorando la forma en que su piel me quemaba. Echaría de menos esas quemaduras. Echaría de menos todo lo suyo.
—Shh. Está bien, L.
No lo estaba.
Me juré que encontraría una manera de volver a ella, igual que mi madre había encontrado la forma de volver a mí. Esa fue la promesa que hice, incluso aunque no pudiera mantenerla.
Cerré los ojos y enterré mi cara en su pelo. Quería recordar ese instante. La sensación de su corazón latiendo contra el mío mientras la abrazaba. El olor a limones y romero que me había llevado a ella antes incluso de conocerla. Cuando llegara el momento, quería que fuera la última cosa que recordara. Mi último pensamiento.
Limones y romero. Cabello oscuro y ojos verdes y dorados.
Ella no dijo una palabra, y yo renuncié a intentarlo, porque era imposible escucharnos por encima del estruendo de nuestros corazones rompiéndose y la amenazante sombra de la última palabra, esa que nos negábamos a decir.
La que llegaría de todas formas, la dijéramos o no.
Adiós.