7 de septiembre

El Jackson High

HAY ALGO ESPECIAL en entrar en el colegio de la mano de la persona de la que estás enamorado. Es extraño, aunque no de una forma mala, sino buena. Recordé lo que hacía que las parejas anduvieran pegadas entre sí como espaguetis fríos. Había muchas maneras de estar enlazados. Los brazos rodeando el cuello, las manos cruzadas en los bolsillos del otro. Pero nosotros ni siquiera podíamos caminar el uno al lado del otro sin que nuestros hombros encontraran una forma de rozarse, como si nuestros cuerpos gravitaran por cuenta propia hacia el otro. Supongo que como el voltaje eléctrico marcaba cada uno de esos pequeños contactos, los percibía más claramente que un chico normal.

Aunque, a estas alturas, debería estar acostumbrado a ello, todavía se me hacía raro caminar por los pasillos mientras todo el mundo miraba fijamente a Lena. Ella siempre sería la chica más guapa del instituto, sin importar de qué color fueran sus ojos y todo el mundo aquí lo sabía. Ella era esa chica —la que tenía su propio tipo de poder, sobrenatural o no—. Y esa era una mirada que un chico no podía evitar lanzar, al margen de lo que hubiera hecho o lo bicho raro que fuera.

Era la misma mirada que los chicos le lanzaban ahora.

Cálmate, Lover Boy.

Lena frotó su hombro contra el mío.

Había olvidado cómo era este paseo. Después del decimosexto cumpleaños de Lena, había sentido que cada día la perdía un poco más. A final de curso, estaba tan distante que apenas me la encontraba por los pasillos. Había sucedido sólo unos meses atrás, pero ahora que estábamos de nuevo aquí, lo recordé.

No me gusta la forma en que te miran.

¿Qué forma?

Dejé de andar y acaricié el contorno de su rostro, bajo la pequeña marca de nacimiento en forma de luna de su mejilla. Un escalofrío nos recorrió y me incliné para buscar su boca.

De esta forma.

Se apartó, sonriendo, y me arrastró por el pasillo.

Me hago una idea. Pero creo que estás disparatando. Mira.

Emory Watkins y los otros chicos del equipo de baloncesto nos miraron fijamente cuando pasamos junto a su taquilla. Él me saludó con un leve gesto de cabeza.

Siento ser yo la que te lo diga, Ethan, pero no me están mirando a mí.

Escuché la voz de Link.

—Hola, chicas. ¿Nos hacemos unas canastas esta tarde o qué? —Chocó los puños con Emory y siguió andando. Pero tampoco le miraban a él.

Ridley iba un paso por detrás de nosotros, dejando que sus largas uñas rosas recorrieran las puertas de las taquillas. Cuando llegó a la puerta de la de Emory dejó que se cerrara bajo sus dedos.

—Hola, chicas. —La forma en que Ridley moduló las palabras aún sonaba como la de una Siren.

Emory balbuceó algo ininteligible, y Ridley dejó que su dedo se arrastrara lentamente por su pecho mientras continuaba andando. Con aquella falda, mostraba mucha más pierna de lo permitido. El equipo al completo se giró para verla alejarse.

—¿Quién es tu amiga? —Emory estaba hablando con Link, pero sin apartar sus ojos de Ridley. Ya la había visto antes —en el Stop & Steal la primera vez que la conocí, y en el baile de invierno, cuando destrozó el gimnasio—, pero estaba buscando una presentación más íntima y personal.

—¿Quién quiere saberlo? —Rid hizo un globo con el chicle dejando que estallara.

Link la miró de reojo y cogió a Ridley de la mano.

—Nadie.

El pasillo se dividía delante de ellos mientras una antigua Siren y un cuarto de Íncubo conquistaban el Jackson High. Me pregunté qué diría Amma sobre ello.

Dulce niño en un pesebre. Dios nos ayude.

—¿Estás bromeando? ¿Se supone que debo guardar mis cosas en este mugriento ataúd metálico? —Ridley miraba fijamente su taquilla como si creyera que algo iba a saltar de ella.

—Rid, ya has ido antes al colegio, y tenías una taquilla —contestó Lena paciente.

Ridley sacudió su melena rosada y rubia.

—He debido bloquear esos recuerdos. Estrés postraumático.

Lena le tendió un candado de combinación.

—No tienes que usarlo. Pero puedes meter los libros y así no cargar con ellos todo el día.

—¿Libros? —Ridley parecía asqueada—. ¿Cargar?

—Te los darán hoy en tus clases —suspiró Lena—. Y sí, tendrás que cargar con ellos. Ya deberías saber cómo funciona esto.

Ridley se ajustó la camiseta para mostrar un poco más de hombro.

—Yo era una Siren la última vez que fui al colegio. No pienso ir a ninguna de mis clases y, mucho menos, cargar con nada.

Link la cogió por el hombro.

—Vamos. Tenemos clase juntos. Te enseñaré cómo se hace al estilo Link.

—¿En serio? —Ridley sonaba escéptica—. ¿Es que eso lo mejora?

—Bueno, para empezar no requiere ningún libro… —Link parecía más que feliz por llevarla a clase. Quería tenerla vigilada.

—¡Ridley, espera! Necesitarás esto. —Lena agitó una carpeta en el aire.

Ridley deslizó un brazo bajo el de Link y la ignoró.

—Relájate, prima. Utilizaré la de mi Chico Guapo.

—Tu abuela es una optimista —respondí cerrando de golpe la puerta del taquillera.

—¿Tú crees?

Igual que todo el mundo, observé a Link y a Rid desaparecer por el pasillo.

—Le doy a todo este experimento tres días como máximo.

—¿Tres días? Creo que el optimista eres tú. —Lena suspiró, y subimos las escaleras hacia la clase de inglés.

El aire acondicionado funcionaba a toda potencia, un patético zumbido mecánico resonando por los pasillos. Pero el anticuado sistema no podía competir contra la ola de calor que se hacía sentir, aún con más intensidad, en el piso de arriba del edificio de administración que fuera en el aparcamiento.

Cuando entramos en la clase de inglés, me detuve un minuto bajo la luz fluorescente, la misma que se quemó cuando Lena y yo tropezamos de camino a esta clase el día que la conocí. Miré fijamente los paneles cuadrados del techo.

¿Sabes? Si lo miras detenidamente, todavía se puede distinguir la marca quemada alrededor de la lámpara nueva.

Qué romántico. El escenario de nuestro primer desastre. Lena siguió mis ojos hasta el techo. Creo que la veo.

Dejé que mis ojos se demoraran en los moteados paneles de puntos perforados. ¿Cuántas veces me había sentado en clase mirando esos mismos puntos, tratando de permanecer despierto o contándolos para pasar el tiempo? ¿Contando los minutos que quedaban de cada hora de clase, las horas que quedaban del día, los días en semanas, las semanas en meses, antes de marcharme de Gatlin?

Lena pasó junto a la señora English, que estaba en su mesa, enterrada tras los papeles del primer día de clase, y se deslizó en su viejo sitio en el infame Lado del Ojo Bueno.

Empecé a seguirla, pero tuve la sensación de que había alguien a mi espalda. Era como cuando estás haciendo cola y notas que la persona de detrás de ti está demasiado cerca. Me di la vuelta pero no había nadie.

Lena se había puesto a escribir en su cuaderno cuando me senté en el pupitre junto al suyo. Me pregunté si estaría escribiendo alguno de sus poemas. Estaba a punto de echar un vistazo cuando la oí. Era una voz débil, pero no la de Lena. Más bien un susurro, que llegaba por encima de mi hombro.

Me di la vuelta. La silla de detrás de mí estaba vacía.

¿Has dicho algo, L?

Lena levantó la vista de su cuaderno, sorprendida.

¿Qué?

¿Estabas hablando en kelting? Me ha parecido escuchar algo.

Sacudió la cabeza.

No. ¿Estás bien?

Asentí, abriendo mi carpeta. Volví a escuchar la voz. Esta vez reconocí las palabras. Las letras aparecieron en la página con mi caligrafía.

ESTOY ESPERANDO

La cerré de golpe, apretando las manos para que dejaran de temblarme.

Lena me miró.

¿Seguro que estás bien?

Estoy bien.

No levanté la vista durante el resto de la clase. No la levanté cuando fallé la pregunta de El crisol. Ni cuando Lena intervino, muy seria, en una discusión sobre los juicios de Salem por brujería. O cuando Emily Asher hizo una poco menos que estúpida comparación entre el querido y difunto Macon Ravenwood y los posesos ciudadanos de la obra teatral, y un panel del techo se desprendió súbitamente y la golpeó en la cabeza.

No volví a levantar la vista hasta que no sonó el timbre.

La señora English estaba mirándome fijamente, su expresión tan desconcertante y vacía que, durante un segundo, pensé que sus dos ojos podían ser de cristal.

Intenté decirme que era el primer día de colegio, lo que podía volver loco a cualquiera y que probablemente lo que le ocurría era que apenas habría podido tomar una rápida taza de café.

Pero esto era Gatlin, de modo que había muchas posibilidades de que estuviera equivocado.

Una vez terminada la clase de inglés, Lena y yo no volvíamos a tener nada juntos hasta después de comer. Yo estaba en trigonometría y Lena en cálculo. Link —y ahora Ridley— habían sido degradados a matemáticas de consumo, la clase a la que los profesores te derivaban cuando finalmente comprendían que no podrías superar álgebra II. Todo el mundo la llamaba Burger Mates porque casi lo único que aprendías era a devolver el cambio. A juzgar por el calendario de Link, parecía deducirse que los profesores habían decidido que, después de graduarse, acabaría trabajando en la gasolinera de BP con Ed. Su horario era básicamente una gran aula de estudio. Yo tenía bio; él tenía geología elemental. Yo tenía historia mundial; él tenía CES —Culturas de los Estados del Sur, o «Contemplar a Savannah Snow», como lo llamaba él—. Comparado con Link, yo parecía un científico espacial. A él no parecía importarle —o si lo hacía, había demasiadas chicas revoloteando a su alrededor para que se diera cuenta.

Para ser sincero, no me importaba demasiado, porque lo único que quería era perderme en el familiar bullicio del primer día de colegio y poder olvidar el perturbador mensaje de mi carpeta.

Supongo que no hay nada como un verano chungo lleno de experiencias casi mortales para hacer que el primer día de clase resulte genial en comparación. Hasta que llegué a la cafetería, donde ese día tocaba el sándwich de carne picada. Y tanto que tocaba. Nada define mejor el primer día de colegio que el sándwich de carne picada.

Encontré a Lena y a Ridley fácilmente. Estaban solas, sentadas en una de las mesas naranjas del comedor, un flujo constante de chicos rodeándolas como buitres. A esas alturas todo el mundo había oído hablar de Ridley, y los chicos querían verla con sus propios ojos.

—¿Dónde está Link?

Ridley torció la cabeza hacia el fondo del comedor, donde Link iba de mesa en mesa como si fuera el jugador más valioso del campeonato del estado o algo así. Observé la bandeja de Ridley, llena de pudin de chocolate, cubitos de gelatina roja y rebanadas de pastel de aspecto reseco.

—¿Hambrienta, Rid?

—¿Qué puedo decir, Novio? Las chicas tenemos el paladar dulce. —Cogió un bol de pastel y lo atacó.

—No te burles. Está teniendo un mal día —comentó Lena.

—¿En serio? Qué sorpresa. —Le di un mordisco a mi sándwich de carne picada—. ¿Qué ha pasado?

Lena miró hacia una de las mesas de detrás.

—Eso ha pasado.

Link tenía un pie en uno de los bancos de plástico y estaba inclinado sobre la mesa, hablando con el equipo de animadoras. Su atención centrada en una de las capitanas en particular.

—Ah, eso no es nada. Es sólo Link haciendo de Link. No tienes por qué preocuparte, Rid.

—Como si lo estuviera —espetó—. No me puede importar menos lo que haga. —Pero bajé la vista a su bandeja y observé que cuatro de los boles de pastel estaban vacíos—. De todas formas, no pienso volver mañana. Todo esto del colegio es una majadería. Te pasas la mañana desplazándote de una clase a otra como un rebaño o bandada o…

—¿Bancos? —No pude resistirme.

—Estoy hablando del colegio. —Ridley miró al cielo, molesta porque no sabía seguirla.

—Y yo estaba hablando de peces. Los grupos de peces se llaman bancos. Si fueras al colegio lo sabrías. —Me aparté para esquivar su cuchara.

—Esa no es la cuestión. —Lena me lanzó una mirada de advertencia.

—La cuestión es que eres una especie de actor en un monólogo —dije, tratando de parecer simpático. Ridley volvió a atacar su pastel con una concentrada dedicación al azúcar que no pude menos que admirar. Pero no apartó sus ojos de Link.

—De hecho, tratar de hacer que alguien sea como tú es degradante. Es patético. Es…

—¿Mortal?

—Exacto. —Se estremeció, pasando a abordar la gelatina.

Unos minutos después, Link se abrió paso hasta nuestra mesa. Se dejó caer junto a Ridley, y el lado de la mesa donde Lena y yo estábamos sentados se levantó del suelo. Con mi metro ochenta y ocho centímetros yo era uno de los chicos más altos del Jackson, pero ahora sólo le sacaba unos pocos centímetros a Link.

—Oye, tío. Tómatelo con calma.

Link se relajó un poco, y nuestro lado de la mesa bajó de golpe contra el linóleo. La gente nos miraba.

—Lo siento. Suelo olvidar que estoy en plena Transición. El señor Ravenwood me advirtió que sería un momento difícil, como cuando eres el chico nuevo del barrio.

Lena me dio una patada por debajo de la mesa, tratando de no reírse.

Ridley fue menos sutil.

—Creo que todo este azúcar me está revolviendo el estómago. Ah, perdón, ¿he dicho azúcar? Quería decir estupidez. —Miró a Link—. Y cuando digo estupidez, quiero decir tú.

Link sonrió. Esta era la Ridley que más le gustaba.

—Tu tío dijo que nadie lo entendería.

—Claro, supongo que es realmente duro ser el Hombre Masa. —Estaba bromeando, pero no andaba muy desencaminado.

—Tío, no es ninguna broma. No me puedo sentar más de cinco minutos o si no la gente empieza a lanzarme comida, esperando que la coma.

—Bueno, ya tenías una amplia reputación como triturador de basura humano.

—Todavía puedo comer si quiero —parecía molesto—. Pero la comida no me sabe a nada. Es como masticar cartón. Sigo la dieta Macon Ravenwood. Ya sabéis, picando algunos sueños de aquí y allá.

—¿Los sueños de quién? —Si Link se estaba alimentando de mis sueños, pensaba patearle el culo. Ya eran bastante confusos sin él.

—No te preocupes. Tu cabeza es demasiado caótica para mí. Pero nunca imaginarías las cosas que sueña Savannah. Sólo diré que no piensa precisamente en la final del campeonato interestatal.

Nadie quería escuchar los detalles —especialmente Ridley, que estaba apuñalando su gelatina—. Traté de echarla un cable.

—Esa es una visión de la que puedo prescindir, gracias.

—Es genial. Pero nunca adivinaríais lo que vi. —Como dijera algo sobre Savannah en ropa interior era hombre muerto.

Lena estaba pensando lo mismo.

—Link, no creo que…

—Muñecas.

—¿Qué? —No era la respuesta que Lena esperaba.

—Barbies, pero no las que tienen las niñas de primaria. Esas muñecas están vestidas de arriba a abajo. Tiene una de novia, una Miss América, una Blancanieves. Y las guarda en una gran vitrina.

—Sabía que me recordaba a una Barbie. —Ridley acribilló otro cubito.

Link se deslizó más cerca de ella.

—¿Todavía sigues ignorándome?

—No mereces ese esfuerzo. —Ridley miró fijamente a través del tembloroso cubito rojo—. No creo que Cocina haga esto. ¿Cómo decís que se llama?

—Gelatina Sorpresa —sonrió Link.

—¿Cuál es la sorpresa? —Examinó la gelatina roja con detenimiento.

—Lo que ponen en ella. —Link pellizcó la gelatina con el dedo y ella la apartó.

—¿Qué es?

—Pezuñas, pellejos y huesos. Sorpresa.

Ridley le miró, se encogió de hombros y se llevó la cuchara a la boca. No pensaba ceder ni un ápice. No mientras estuviera husmeando de noche en el dormitorio de Savannah Snow y tonteando con ella todo el día.

Link se giró hacia mí.

—Entonces, ¿quieres que echemos unas canastas después del colegio?

—No. —Y me metí el resto del sándwich de carne picada en la boca.

—No puedo creer que estés comiendo eso. Si tú odias esas cosas.

—Ya lo sé. Pero hoy están bastante buenos. —La primera vez que sucedía en el Jackson. Cuando la comida de Amma no te sabe bien y la de la cafetería sí, puede que, después de todo, sí estuviéramos en el Final de los Días.

Ya sabes que si quieres puedes jugar al baloncesto.

Lena estaba ofreciéndome algo, lo mismo que Link. Una oportunidad para hacer las paces con mis antiguos amigos, de no ser un marginado, si eso era posible. Pero era demasiado tarde. Se supone que tus amigos tenían que permanecer a tu lado, y ahora sabía quiénes eran mis amigos y quiénes no.

No me apetece.

—Vamos. Estará bien. Todo ese absurdo asunto con los chicos ya es historia. —Link creía lo que estaba diciendo. Pero la historia era difícil de olvidar cuando incluía atormentar a tu novia todo el año.

—Sí. La gente de por aquí no es muy aficionada a la historia.

Incluso Link captó mi sarcasmo.

—Bueno, yo voy a romper la cancha. —No quiso mirarme—. Tal vez incluso vuelva al equipo. Quiero decir, no es que me hubiera ido del todo.

No como tú. Fue la parte que se calló.

—Hace mucho calor aquí. —El sudor resbalaba por mi espalda. Tanta gente hacinada en una habitación.

¿Estás bien?

No. Bueno, sí. Sólo necesito un poco de aire fresco.

Me levanté para salir, pero la puerta parecía hallarse a un kilómetro de allí.

Este colegio tenía su propio modo de hacerte sentir pequeño. Tan pequeño como era, tal vez incluso más. Supongo que algunas cosas nunca cambian.

Resultó que Ridley no estaba interesada en estudiar las culturas de los estados sureños más de lo que le interesaban los estudios de Link sobre Savannah Snow y, cuando tan sólo llevaban cinco minutos de clase, le convenció para cambiarse a historia mundial. Algo que no me habría sorprendido de no ser porque cambiar de clases normalmente implicaba llevar tu calendario a la señorita Hester —luego mentir y suplicar y, si eras realmente plasta, lloriquearla—. Así que cuando Link y Ridley aparecieron en historia mundial y él me contó que su horario había cambiado milagrosamente, me entraron muchas sospechas.

—¿Qué quieres decir con eso de que tu horario ha cambiado?

Link dejó caer su cuaderno en el pupitre junto al mío y se encogió de hombros.

—No lo sé. Yo estaba sentado al lado de Savannah, entonces llegó Ridley y se sentó al otro lado, y lo siguiente que supe es que en mi horario aparecía impreso historia mundial. Y también en el de Ridley. Se lo enseñó al profesor y nos mandó pitando para aquí.

—¿Cómo lo has hecho? —le pregunté a Ridley mientras tomaba asiento.

—¿Hacer qué? —Me miró con expresión inocente, abrochando y desabrochándose la escalofriante hebilla de su cinturón.

Lena no pensaba dejarlo pasar tan fácilmente.

—Ya sabes de lo que está hablando. ¿Has cogido algún libro del estudio de tío Macon?

—¿Me estás acusando de leer?

Lena bajó la voz.

—¿No estarás intentando hacer Hechizos? No es seguro, Ridley.

—¿Quieres decir que no es seguro para mí porque soy una estúpida Mortal?

—Hacer hechizos es peligroso para los Mortales, salvo que lleves años de entrenamiento, como Marian. Lo que no es tu caso. —Lena no pretendía restregárselo, pero cada vez que pronunciaba la palabra «Mortal», Ridley se encogía. Era como echar gasolina al fuego.

Tal vez era demasiado duro oírselo decir a un Caster. Decidí intervenir.

—Lena tiene razón. ¿Quién sabe lo que podría pasar si algo sale mal?

Ridley se quedó callada y, durante un segundo, pareció que yo solito había apagado las llamas. Pero cuando se volvió para mirarme, sus ojos azules centellearon como no lo habían hecho nunca cuando eran amarillos, y comprendí lo equivocado que estaba.

—No recuerdo que nadie se quejara cuando tú y tu inglesita aprendiz de Marian os pusisteis a formular Hechizos en la Frontera.

Lena se ruborizó y miró hacia otro lado.

Ridley tenía razón. Liv y yo habíamos realizado un Hechizo en la Frontera. Así fue como liberamos a Macon del Arco de Luz, y la razón por la que Liv nunca podría ser una guardiana. Era, además, un doloroso recuerdo de la época en que Lena y yo estábamos tan distanciados el uno del otro como puedan estarlo dos personas.

No dije nada. En su lugar me sumí en mis pensamientos, estrellándome y ardiendo en el silencio, mientras el señor Littleton intentaba convencernos de lo fascinante que iba a ser historia mundial. Fracasó. Traté de encontrar algo que decir que me rescatara de la incomodidad de los siguientes diez segundos. Fracasé.

Porque incluso aunque Liv no estuviera en el Jackson, y pasara sus días en los Túneles con Macon, seguía siendo la aguja en el ojo. El tema sobre el que Lena y yo no hablábamos. Solo había visto a Liv una vez desde la noche de la Decimoséptima Luna, y la echaba de menos. Aunque no pudiera decírselo a nadie.

Añoraba su loco acento británico y la forma en que pronunciaba Carolina, que sonaba como si dijera Carolina-r. Añoraba su selenómetro, que parecía un enorme reloj de plástico de hacía treinta años, y la forma en que siempre estaba escribiendo en su pequeño cuaderno rojo. Añoraba la forma en que bromeábamos y cómo se reía de mí. Añoraba a mi amiga.

Y lo más triste era que Lena, posiblemente, lo hubiera comprendido.

Pero no podía decírselo.