26 de septiembre

Horas de visita

AL DÍA SIGUIENTE, tía Grace encontró el lugar donde tía Mercy escondía su helado de café en el congelador. Al otro, tía Mercy descubrió que tía Grace se lo había estado comiendo, y cogió una rabieta de grado tres. El día después de ese día, jugué al Intelect[4] con las absurdas palabras de las Hermanas toda la tarde, hasta que me encontré tan machacado que no cuestioné TUGANAS como una única palabra, ALGODÓN como verbo, DERROTANDO como adjetivo, ni SINDE como la fórmula larga de sí.

Estaba acabado.

Sin embargo, había una persona que no estaba allí. Una persona que olía a cobre, sal y salsa de jamón al whisky. Una persona que hubiera podido sacar las fichas para deletrear MALDITO LOCO —cuando ella era lo más alejado de uno—. Una persona que podía dibujar a mano un mapa de la mayoría de los Túneles Caster del sur.

Al cabo de unos días, no pude soportarlo más. Así que cuando Lena insistió en ir a ver a la tía Prue, no me negué. La verdad era que quería verla. No estaba seguro de cómo se encontraría la tía Prue. ¿Parecería como si estuviera durmiendo, igual que cuando se amodorraba en el sofá? ¿O tendría el aspecto de cuando se la llevaron en la ambulancia? No había forma de saberlo, y me sentía culpable y asustado.

Pero, sobre todo, no quería sentirme solo.

La Residencia del Condado era un centro de rehabilitación, una mezcla entre un asilo y un lugar donde recuperarte tras un fuerte accidente con tu todoterreno, o cuando estampabas tu bicicleta de trial contra un camión y te dabas de costado con el enorme remolque. Algunos piensan que si eso sucede te ha tocado la lotería, ya que se puede sacar un montón de dinero si el camión adecuado te golpea. Pero también puedes terminar muerto. O las dos cosas, como en el caso de Deacon Harrigan, que terminó con la lápida más bonita del pueblo mientras su mujer y sus hijos conseguían una nueva fachada, una cama elástica para su jardín y salían a comer a Applebee en Sumerville cinco noches a la semana. Carlton Eaton se lo contó a la señora Lincoln, quien a su vez se lo contó a Link, que me lo contó a mí. Los cheques llegaban puntualmente cada mes, con lluvia o con sol, directamente del Capitolio, en Columbia. En todo caso, eso es lo que recibes cuando el camión de la basura te atropella.

Caminar por el interior de la Residencia del Condado no me hizo pensar que la tía Prue tuviera suerte. Ni siquiera la extraña y súbita quietud y el aire acondicionado del hospital me hicieron sentir mejor. Todo en ese lugar olía a algo empalagosamente dulce, como si el aire estuviera impregnado. Algo malo intentando oler como algo bueno.

Y lo que era aún peor, el vestíbulo, los pasillos y el perforado techo con aspecto de queso gruyer estaban pintados del tono melocotón de Gatlin. Como si un surtido de ensaladas de queso fresco aderezadas con salsa mil islas se hubiera estampado contra el techo.

O tal vez una salsa francesa.

Lena estaba tratando de animarme.

¿Sí? En cualquier caso me dan ganas de vomitar.

Está bien, Ethan. Tal vez la cosa mejore una vez que la hayamos visto.

¿Y qué pasa si empeora?

Empeoró aproximadamente un par de metros después. Bobby Murphy levantó la vista de su mostrador. La última vez que le había visto estaba en el equipo de baloncesto conmigo, tomándome el pelo por haber sido rechazado en ese baile en el que pasé de ser el Ethan-Enamorado al Anti-Ethan de Emily Asher. Aunque debo reconocer que permití que lo hiciera. Había sido base del equipo durante tres años, y nadie se metía con él. Ahora Bobby estaba sentado detrás del mostrador de recepción con un uniforme color melocotón y ya no parecía tan duro. Tampoco parecía demasiado contento de verme. Probablemente no ayudaba demasiado el que en su placa de identificación pusiera BOOBY.

—Hola, Bobby. Creía que estabas en la Universidad de Summerville.

—Ethan Wate. Aquí estás tú, y aquí estoy yo. No sé por cuál de los dos sentir más pena. —Sus ojos se posaron sobre Lena, pero no la saludó. Sería charlar por charlar y no me cabía duda de que ya estaría al corriente de las últimas noticias, incluso en este lugar apartado de la Residencia del Condado, donde la mitad de la gente no podía emitir palabra.

Traté de reírme, pero sonó más bien como una tos, y el silencio se instaló entre nosotros.

—Bueno, en todo caso, ya era hora de que te dejaras caer por aquí. Tu tía Prudence ha estado preguntando por ti. —Sonrió, empujando una carpeta a lo largo del mostrador.

—¿En serio? —Durante un minuto me quedé paralizado, aunque tendría que haber estado preparado.

—No. Sólo te tomaba el pelo. Vamos, entrégame tu póliza del seguro y podrás dirigirte hacia el jardín.

—¿El jardín? —Le devolví la carpeta.

—Claro. Ahí fuera, en la parte de atrás del ala de residentes. Donde cultivamos los buenos vegetales. —Sonrió, y lo recordé de nuevo en el vestuario. Sé un hombre, Wate. ¿Has permitido que una falda de primer curso te dé calabazas? Nos estás haciendo quedar mal a todos.

Lena se inclinó sobre el mostrador.

—¿Te funciona alguna vez esa frase, Bobby?

—No tanto como esta otra. —Se levantó de la silla—. ¿Qué te parecería si yo te enseño la mía, y tú me enseñas las tuyas? —Miró fijamente al lugar donde la camisa de Lena terminaba en una uve en su pecho. Mi mano se cerró en un puño.

Pude ver cómo el pelo de Lena se rizaba a la altura de sus hombros mientras se inclinaba más cerca de él.

—Lo que me parece es que es el momento perfecto para que cierres tu bocaza.

Bobby abrió la boca y la volvió a cerrar como un siluro boqueando en el fondo del desecado lago Moultrie. No volvió a decir palabra.

—Eso está mejor. —Lena sonrió y cogió nuestras tarjetas de visitantes del mostrador.

—Hasta pronto, Bobby —me despedí mientras salíamos de allí.

Cuanto más descendíamos hacia el vestíbulo, más dulzón era el aire y más intenso el olor. Eché un vistazo por las puertas de las habitaciones por las que pasábamos, cada una recordaba a una desordenada ilustración de Norman Rockwell, en la que sólo sucedían cosas malas, pequeñas instantáneas congeladas de patéticas vidas.

Vi a un viejo sentado en una cama de hospital, su cabeza envuelta en unas vendas blancas que la hacían parecer gigantesca y surrealista. Parecía una especie de alienígena, jugando con un pequeño yoyó, arriba y abajo. Una mujer estaba sentada en una silla frente a él, cosiendo algo en un aro de madera. Probablemente algún tipo de bordado que él nunca llegaría a ver. No levantó la vista, y yo no me detuve.

Un chico adolescente yacía en otra cama, su mano moviéndose frenéticamente sobre el papel apoyado en una mesa de plástico laminado que imitaba a madera. Con la mirada perdida en el espacio, babeando, su mano no dejaba de escribir y escribir, como si no pudiera evitarlo. El bolígrafo no parecía moverse a través del papel; era, más bien, como si las letras se escribieran solas. Tal vez cada palabra que había escrito estuviera en esa enorme montaña de cartas, apiladas una encima de otra. Tal vez era toda la historia de su vida. Tal vez era su obra maestra. ¿Quién sabe? ¿A quién le importaba? A Bobby Murphy desde luego no.

Contuve las ganas de coger el papel y tratar de descifrarlo.

¿Accidente de moto?

Probablemente. No quiero pensar en ello, L.

Lena estrujó mi mano, y traté de no recordarla, descalza y sin casco, montada de paquete en la Harley de John Breed.

Sé que fue una estupidez.

La aparté de esa puerta.

En la habitación del final del pasillo, una niña pequeña estaba rodeada de gente, celebrando el cumpleaños más triste que había visto nunca. Tenía una tarta del Stop & Steal y una mesa cubierta por un mantel de plástico con vasos de lo que parecía ser zumo de arándanos. Eso era todo. La tarta tenía un cinco en la parte superior, y la familia estaba cantando. Las velas no estaban encendidas.

Probablemente no puedan encenderlas aquí, Ethan.

¿Qué clase de cumpleaños cutre es ese?

El denso dulzor del aire empeoró, y miré por una puerta abierta que daba a una especie de pequeña cocina. Cajas de suplementos alimenticios, comida líquida, estaban apiladas de suelo a techo. Ese era el olor —comida que no era comida—. Para esas vidas que no eran vidas.

Para mi tía Prue, que se había deslizado hacia un universo desconocido cuando se suponía que debía estar durmiendo en la cama. Mi tía Prue, que había cartografiado desconocidos Túneles Caster con la misma precisión que Amma haciendo sus crucigramas.

Todo era demasiado horrible para ser real. Pero lo era. Todo estaba sucediendo, y no en algún Túnel donde el espacio y el tiempo fueran diferentes de los del mundo Mortal. Esto estaba sucediendo en el gran condado de Gatlin. Estaba pasando en mi propio pueblo, a mi propia familia.

No sabía si podría enfrentarme a ello. No quería ver a la tía Prue de esa forma. No quería recordarla así. Entre tristes puertas y latas abiertas de suplementos alimenticios, en un vomitivo vestíbulo color melocotón.

Estuve a punto de darme la vuelta, y lo habría hecho, pero entonces llegué al otro lado de la puerta y el olor cambió. Habíamos llegado. Lo supe porque su puerta estaba abierta, y el olor característico de las Hermanas me alcanzó. Agua de rosas y lavanda, de esos pequeños saquitos que las Hermanas guardaban en sus cajones. Era diferente, un olor al que apenas había prestado mucha atención todas las veces que escuchaba sus historias.

—Ethan. —Lena entró delante de mí. Pude oír el susurro distante de las máquinas más allá de donde estaba, en la habitación.

—Vamos. —Di un paso adelante y ella puso sus manos en mis hombros.

—Ya sabes, tal vez no esté… allí.

Traté de escuchar, pero me distraje con el sonido de las máquinas desconocidas haciendo cosas desconocidas a mi completamente conocida tía.

—¿De qué estás hablando? Pues claro que está ahí. Aquí en la puerta está su nombre. —Y lo estaba, escrito en una especie de pizarra blanca como las que hay en los dormitorios universitarios, escrito con rotulador negro un poco borroso.

STATHAM, PRUDENCE.

—Sé que su cuerpo está ahí. Pero incluso aunque tu tía Prue esté ahí, con todas las cosas que la hacen ser ella, tal vez no esté allí.

Sabía lo que trataba de decirme, a pesar de que no quería oírlo. Porque, por encima de todo, no quería oírlo.

Apoyé la mano en la puerta.

—¿Estás diciendo que puedes saberlo? ¿Igual que Link puede oler su sangre y escuchar su corazón? ¿Serías capaz de… encontrarla?

—¿Encontrar qué? ¿Su alma?

—¿Puede un Natural hacer eso? —Percibí la esperanza en mi voz.

—No lo sé. —Lena parecía a punto de llorar—. No estoy segura. Siento como si hubiera algo que debiera hacer. Pero no sé el qué.

Apartó la mirada, hacia el otro extremo del vestíbulo. Pude ver una lágrima resbalando por el lateral de su barbilla.

—No tienes por qué saberlo, L. No es tu culpa. Todo esto es culpa mía. Abraham vino buscándome a mí.

—No vino por ti. Vino por John. —No lo dijo, pero pude oír el resto. Por mi culpa. Por mi Cristalización. Cambió de tema antes de que tuviera oportunidad de decir algo—. Le he preguntado al tío Macon qué ocurre con las personas que están en coma.

Contuve la respiración, a pesar de todas las cosas que creía o no creía.

—¿Y?

Se encogió de hombros.

—No estaba seguro. Pero los Caster creen que el espíritu puede abandonar el cuerpo bajo determinadas circunstancias, como Viajar. El tío M lo describió como una especie de libertad, como ser un Sheer.

—Supongo que eso no sería tan malo. —Volví a pensar en el chico adolescente, escribiendo inconsciente, y en el anciano del yoyó. Ellos no estaban Viajando. No eran Sheers. Estaban atrapados en la condición más Mortal de todas. Atrapados en sus estropeados cuerpos rotos.

Fuera como fuese, no podía soportar aquello. No para tía Prue. Especialmente no para mi tía Prue.

Sin más palabras, pasé por delante de Lena a la habitación de mi tía.

Mi tía Prue era la persona más pequeña del mundo. Como ella misma solía decir, se curvaba con cada año que pasaba y se encogía con cada marido que moría, así que apenas me llegaba a la altura del pecho, incluso si se erguía en sus zapatos Cruz Roja de gruesa suela.

Pero allí postrada, en medio de la enorme cama de hospital, con todos los tubos inimaginables entrando y saliendo de ella, la tía Prue aún parecía más diminuta. El colchón apenas se hundía con su peso. Los rayos de luz se abrían paso a través de las persianas de plástico del lateral de la habitación, dibujando barrotes a través de su cuerpo y de su rostro inmóvil. Todo el conjunto recordaba al pabellón de enfermería de una cárcel. No pude mirarla a la cara. Al menos al principio.

Me acerqué un poco más a la cama. Observé los monitores, a pesar de no saber para qué servían. Había máquinas que pitaban, gráficos que se movían. Sólo había una silla en la habitación, tapizada en color melocotón y dura como una piedra, y otra cama vacía junto a ella. Después de lo que había visto en las otras habitaciones, la cama me pareció como una trampa a la espera de su presa. Me pregunté qué clase de persona enferma estaría allí atrapada la próxima vez que visitara a la tía Prue.

—Está estable. No tienes por qué preocuparte. Su cuerpo está cómodo. Simplemente ahora mismo no está con nosotros. —Una enfermera estaba cerrando la puerta tras ella. No pude ver su cara, pero un mechón de pelo oscuro se rizaba por debajo de su cola de caballo—. Os dejaré un minuto, si queréis. Prudence no ha tenido ninguna visita desde ayer. Estoy segura de que será bueno para ella pasar un rato con vosotros.

La voz de la enfermera era reconfortante, incluso familiar, pero antes de que pudiera mirarla bien, la puerta se cerró. Vi un jarrón con flores frescas en la mesilla junto a la cama de mi tía. Verbena. Se parecía a las flores que Amma había conseguido cultivar en casa. «Resplandor de verano», era como las llamaba. «Rojas como el mismo fuego».

Guiado por un presentimiento, me acerqué a la ventana y levanté las persianas. La luz inundó la habitación, y la cárcel desapareció. Había una gruesa línea de sal blanca recubriendo el borde de la ventana.

—Amma. Debió de venir ayer mientras estábamos con tía Grace y tía Mercy. —Sonreí para mis adentros, sacudiendo la cabeza—. Me sorprende que sólo pusiera sal.

—En realidad… —Lena sacó un pequeño saquito de arpillera de aspecto misterioso atado con bramante de debajo de la almohada de tía Prue. Lo olió e hizo una mueca—. Bueno, desde luego no es lavanda.

—Estoy seguro de que es para su protección.

Lena arrastró la silla más cerca de la cama.

—Me alegro. Me daría miedo estar ahí postrada sola. Hay demasiada tranquilidad. —Estiró el brazo para coger la mano de tía Prue, dubitativa. El gotero estaba sujeto con esparadrapo entre sus nudillos.

Rosas moteadas, pensé. Esas manos debían estar sujetando el libro de himnos o jugando una partida de gin rummy, o con una correa de gato o un mapa.

Traté de sacudirme ese sordo convencimiento de que todo era injusto.

—Está bien.

—No estoy tan seguro…

—Creo que puedes coger su mano, L.

Lena tomó la pequeña mano de la tía Prue entre las suyas.

—Parece tan serena, como si estuviera durmiendo. Fíjate en su cara.

No podía. Alargué el brazo torpemente y dejé que mi mano agarrara lo que supuse era su dedo gordo, donde el bulto de sus pies levantaba la manta como una pequeña tienda de campaña.

Ethan, no tienes por qué tener miedo.

No tengo miedo, L.

¿Crees que no sé lo que se siente?

¿Lo que se siente con qué?

Por preocuparse de si alguien a quien quieres va a morir.

La miré, inclinada sobre mi tía como una especie de enfermera Caster.

Me preocupo, L. Todo el tiempo.

Lo sé, Ethan.

Marian. Mi padre. Amma. ¿Quién será el siguiente?

Miré a Lena.

Me preocupo por ti.

Ethan, no…

Deja que me preocupe por ti.

—Ethan, por favor. —Allí estaba. El diálogo. El diálogo que surgía cuando el kelting se volvía demasiado personal. Era un paso atrás en el pensamiento, un paso atrás para cambiar de tema completamente.

No dejé que sucediera.

—Lo hago, L. Desde el momento en que me levanto hasta que me acuesto, y también en mis sueños y cada segundo entre medias.

—Ethan. Mírala.

Lena se acercó a mí y puso su mano en la mía, hasta que los dos tocamos el pequeño vendaje de la mano de la tía Prue.

—Mira sus ojos.

Lo hice.

Se la veía diferente. Ni contenta ni triste. Sus ojos estaban lechosos, desenfocados. Parecía abstraída, tal y como había dicho la enfermera.

—La tía Prue no es como los demás. Apuesto a que está muy lejos, explorando, como siempre deseó hacer. Tal vez ahora mismo esté terminando el mapa de los Túneles. —Lena me dio un beso en la mejilla y se levantó—. Voy a ver si hay algún sitio donde conseguir una bebida. ¿Quieres algo? Tal vez tengan batidos de chocolate.

Sabía lo que estaba intentando hacer. Darme tiempo para quedarme a solas con mi tía. Pero no se lo dije, ni tampoco que ya no podía soportar el sabor de los batidos de chocolate.

—Estoy bien.

—Hazme saber si me necesitas. —Cerró la puerta tras ella.

Una vez que Lena se fue, no supe qué hacer. Miré a la tía Prue postrada en la cama de hospital con los tubos entrando y saliendo de su cuerpo. Levanté su mano suavemente entre la mía, poniendo cuidado en no mover el gotero. No quería hacerle daño. Estaba totalmente seguro de que aún podía sentir dolor. Quiero decir, que no estaba muerta: es lo que no dejaba de recordarme.

Recordé haber oído en alguna parte que se supone que debes hablar a las personas en coma porque pueden oírte. Traté de pensar en algo que contarle. Pero siempre eran las mismas palabras las que acudían a mi mente.

Lo siento. Es por mi culpa.

Porque era cierto. Y el peso de ello —de la culpa— era tan agobiante que podía sentirlo sobre mí todo el tiempo.

Confié en que Lena tuviera razón. Confié en que la tía Prue estuviera en alguna parte trazando mapas o armando jaleo. Me pregunté si estaría con mi madre. ¿Podrían encontrarse, dondequiera que estuvieran?

Aún estaba pensando en ello cuando cerré los ojos un segundo…

Sentí la mano vendada de la tía Prue en mi mano. Sólo que cuando bajé la vista a la cama, la tía Prue no estaba. Parpadeé, y la cama desapareció, seguida de la habitación. Y me encontré en ninguna parte, mirando a nada, no escuchando nada.

Pasos.

—Ethan Wate, ¿eres tú?

—¿Tía Prue?

Apareció de la nada más absoluta arrastrando los pies. Estaba allí y, a la vez, no lo estaba, parpadeando dentro y fuera de mi vista con su mejor bata de estar por casa, aquella con las flores chillonas y las presillas que imitaban perlas. Sus zapatillas de ganchillo eran de la misma gama de marrones que la manta favorita de la tía Grace.

—¿De vuelta tan pronto? —Agitó su pañuelo en su mano agarrotada—. Ya te lo dije ayer por la noche. Tengo cosas que hacer mientras esté por ahí fuera. No puedes seguir corriendo detrás de mí cada vez que necesites la respuesta a alguna pregunta que no sepas.

—¿Qué? Yo no te visité anoche, tía Prue.

Frunció el ceño.

—¿Estás tratando de engañar a una anciana?

—¿Qué me dijiste? —pregunté.

—¿Qué preguntaste? —Se rascó la cabeza, y advertí lleno de pánico que estaba empezando a desvanecerse.

—¿Vas a volver, tía Prue?

—Todavía no puedo decirlo.

—¿Puedes venir ahora conmigo?

Sacudió la cabeza.

—¿No lo sabes? Eso depende de la Rueda de la Fortuna.

—¿Qué?

—Tarde o temprano nos aplasta a todos. Eso es lo que te dije, ¿recuerdas? Cuando me preguntaste sobre venir aquí. ¿Por qué haces hoy tantas preguntas? Estoy muy cansada y necesito un poco de reposo.

Ya casi había desaparecido.

—Déjame estar, Ethan. No debes venir aquí. La Rueda no ha acabado contigo.

Me quedé mirando hasta que sus zapatillas de ganchillo marrón desaparecieron.

—¿Ethan? —Escuché la voz de Lena y sentí su mano en mi hombro, sacudiéndome para que me despertara.

Sentía la cabeza pesada, y abrí los ojos lentamente. Una luz brillante entraba por la ventana sin persiana. Me había quedado dormido en la silla junto a la tía Prue, de la forma en que solía dormirme en la silla de mi madre, esperando a que terminara su trabajo en el archivo. Bajé la vista, y tía Prue yacía en su cama, sus ojos lechosos abiertos como si nada hubiera sucedido. Solté su mano.

Debía de parecer un fantasma porque Lena me miró preocupada.

—Ethan, ¿qué sucede?

—He… he visto a tía Prue. He hablado con ella.

—¿Mientras dormías?

Asentí.

—Sí. Pero no parecía un sueño. Y ella no se sorprendió al verme. Yo ya había estado allí.

—¿De qué hablas? —Lena me miraba atentamente.

—Anoche. Me dijo que había venido a verla. Sólo que no lo recuerdo. —Se estaba volviendo muy habitual y muy frustrante. Cada vez me olvidaba de más cosas.

Antes de que Lena pudiera decir nada, la enfermera llamó a la puerta, abriendo sólo una rendija.

—Lo siento, pero las horas de visita han terminado. Ahora debes dejar que tu tía descanse, Ethan.

Sonaba muy cariñosa, pero el mensaje estaba claro. Salimos por la puerta hacia el vacío vestíbulo antes de que mi corazón tuviera tiempo de dejar de palpitar.

De camino a la salida, Lena advirtió que se había dejado el bolso en la habitación de tía Prue. Mientras esperaba a que lo recogiera, caminé por el pasillo lentamente, deteniéndome en una puerta. No pude evitarlo. El chico de la habitación debía de tener aproximadamente mi edad, y durante un minuto me encontré preguntándome lo que sería estar en su lugar. Aún continuaba sentado frente a la mesa, su mano aún escribiendo. Miré a un lado y a otro del vestíbulo y me colé en su habitación.

—Hola, tío. Sólo pasaba por aquí.

Me senté en el borde de la silla frente a él. Sus ojos ni siquiera parpadearon en mi dirección, y su mano no dejó de moverse. Una y otra vez. Había hecho un agujero en el papel, incluso en la hoja de debajo. Tiré del papel, que se movió unos centímetros.

La mano se detuvo. Le miré a los ojos.

Todavía nada.

Tiré de nuevo del papel.

—Vamos. Tú escribes. Y yo leo. Quiero escuchar lo que tengas que decir. Tu obra maestra.

La mano empezó a moverse. Fui tirando del papel, un milímetro cada vez, tratando de ajustarme a la velocidad de su escritura.

Esta es la forma que el mundo termina esta es la forma que el mundo termina esta es la forma que el mundo termina en la decimoctava luna la decimoctava luna la decimoctava luna esta es la forma que el mundo.

La mano se detuvo y un fino hilillo de baba cayó sobre el bolígrafo y el papel.

—Ya lo tengo. Te escucho, tío. La Decimoctava Luna. Yo lo descifraré.

La mano empezó a escribir de nuevo, y esta vez dejé que las palabras se escribieran unas encima de otras hasta que el mensaje se perdió una vez más.

—Gracias —dije suavemente. Miré por encima de él, hacia donde su nombre estaba escrito con un rotulador en la pequeña pizarra blanca que no estaba, ni nunca estaría, en la puerta del dormitorio de alguien.

—Gracias, John.