13 de diciembre

El día después de Para Siempre

—¿HA SIDO REAL? —susurró Lena. Señalé las puertas, donde el humo se filtraba por la parte baja de la madera.

Agarré a Marian y la abracé, al mismo tiempo que lo hacía Liv. Me aparté azorado y Lena ocupó mi lugar.

—Gracias —susurró Marian.

Macon palmeó el brazo de John.

—No sabría decir si esa actuación ha sido un acto brillante puramente desinteresado o un simple intento de absorber todos nuestros poderes para ti.

John se encogió de hombros.

—He notado que no me ha pasado ninguna habilidad. —Recordé el puño de la camisa de Macon deslizándose sobre su mano.

—Aún no estás preparado para compartir mi poder. En cualquier caso, te estoy muy agradecido. Has demostrado tener mucho coraje ahí dentro. No lo olvidaré fácilmente.

—Oh, vamos. Esos tipos eran unos idiotas. No ha sido nada. —Se apartó de Macon, pero pude advertir el orgullo en su cara. Y aún más claramente en el rostro de Liv.

Marian se agarró del brazo de Macon y él empezó a ayudarla a recorrer el túnel de vuelta. A la velocidad que iban, hasta el más mínimo palmo del polvoriento túnel iba a resultar una larga caminata.

—Esto es ridículo —exclamó John, y con un desgarro todos desaparecimos.

En pocos segundos estábamos en el estudio de Macon.

—¿Cuáles son los poderes de Angelus, exactamente? —Aún estaba tratando de asimilar lo que habíamos presenciado.

—No lo sé, pero desde luego no parecía querer que lo averiguáramos. —Macon estaba sumido en sus pensamientos.

—Sí. Nos sacó de allí a toda prisa. No conseguí tocarle —dijo John.

—Me siento fatal. ¿Creéis que he abrasado esa antigua y bonita sala? —Lena estaba perdida en otro tipo de pensamientos.

John se rio.

—No, lo hice yo.

—Es una habitación demoniaca —declaró Macon—. Sólo podemos esperar que haya sido así.

—¿Por qué querría ese tal Angelus involucrarse personalmente en este caso? ¿Qué podría suponer, una página aproximadamente de Las Crónicas Caster? —preguntó John.

Macon condujo a Marian hasta una silla.

—Él detesta a los Mortales.

Marian aún seguía temblando. Macon tomó una manta de los pies de su cama y la envolvió en ella. Recordé a Marian haciendo lo mismo por las Hermanas la noche del ataque de los Vex. Los mundos, ya no había dos universos separados, Caster y Mortal. Ahora todo se estaba aplastando al mismo tiempo.

Las cosas no podían seguir así mucho más tiempo.

Liv arrastró una silla al lado de Marian y pasó sus brazos alrededor de ella. Lena retorció un dedo en la dirección de la chimenea de Macon encendiéndola. Las llamas ascendieron por los troncos, alcanzando tres metros hasta el techo. Al menos no estaba lloviendo.

—Tal vez no sea sólo él. Tal vez sea Abraham. —John suspiró—. No le gusta ceder tan fácilmente.

Macon frunció la frente.

—Eso es interesante. Angelus y Abraham. ¿Tendrán un objetivo común, quizá?

Liv intervino.

—¿Está sugiriendo que los Guardianes están confabulados con Abraham? Porque eso sería tan impropio a todos los niveles que no puede ser verdad.

John se calentó las manos delante del fuego.

—¿Se ha fijado alguien en todos los Caster Oscuros que había en esa habitación?

—Yo me fijé en el que golpeaste en la cabeza. —Sonreí.

—Eso fue un accidente. —John se encogió de hombros.

Macon negó con la cabeza.

—En cualquier caso el veredicto se ha pronunciado. Tenemos una semana para inventar algo antes de que… —Todos miramos a Marian. Era evidente que aún seguía conmocionada. Sus ojos estaban cerrados y se ciñó la manta alrededor de los hombros, acurrucándose. Creo que estaba reviviendo toda la noche.

Macon sacudió la cabeza.

—Hipócritas.

—¿Por qué? —pregunté.

—Tengo mis propias sospechas sobre lo que se trae entre manos el Custodio Lejano, y no puedo decir que tenga algo que ver con mantener la paz. El poder cambia a la gente. Me temo que ya no son los líderes impolutos que fueron en su día. —Macon apenas podía disimular la desaprobación en su rostro.

Y el agotamiento. Estaba haciendo lo posible para disimularlo, pero su aspecto era el de no haber dormido en días. Y ahora que necesitaba dormir, no dejaba de sorprenderme descubrir que lo necesitaba tanto como el resto de nosotros.

—Pero Marian ha vuelto a casa con nosotros, sana y salva. —Puso una mano en su hombro, aunque ella no levantó la vista.

—Por ahora. —Sentí unas ganas terribles de volver atrás, atravesar de nuevo la Temporis Porta y sacudir la mierda de cada uno de los que estaban en esa habitación. No podía soportar ver así a Marian.

Macon se sentó en la silla que había junto a ella.

—Por ahora. Que es todo lo que puedo decir en estos días para cualquiera de nosotros. Tenemos una semana hasta que se cumpla la sentencia, dado que ha sido declarada culpable de traición. Ese es el tiempo que debería necesitarse para que una Proclamación de Perfidia haga efecto. No permitiré que le suceda nada más, Ethan. Y eso es más es una promesa.

Liv se desplomó sobre la mesa del estudio totalmente desolada.

—Si alguien va a asegurarse de que no le suceda nada a Marian, soy yo. Si no hubiera ido con vosotros… si me hubiera quedado en la biblioteca, como se suponía que…

—¿Y ahora quién es la quejica Caster? —Lena dio unas palmaditas a Liv en el brazo—. Ese es mi territorio. Se supone que tú eres la astuta rubia inteligente, ¿recuerdas?

—Qué grosería por mi parte. Te pido perdón. —Liv sonrió y Lena le devolvió la sonrisa, pasando un brazo alrededor de ella, como si fueran amigas. Supongo que, en cierto modo, lo eran. Esos días todos estábamos atados por el hilo común de nuestro destino. Porque la Decimoctava Luna estaba prácticamente encima y ninguno de nosotros tenía respuestas.

John se sentó al lado de Liv protectoramente.

—No es por tu culpa. —Me lanzó una aviesa mirada—. Es por él.

Para que luego me hablen de amistad.

—Tenemos que llevarnos a Marian a casa. —Me levanté.

Por primera vez ella alzó la vista hacia mí.

—Yo… no puedo.

Lo entendí. No podría dormir sola, al menos durante algún tiempo. Esa era la primera noche que Liv y Marian estaban bajo el mismo techo, sólo que esta vez era en la habitación de Liv y el tejado era el techo de los Túneles. Me pregunté si los Hechizos de Ocultación funcionaban también contra los Guardianes. Y confié en que fuera así.

Había un lugar donde podíamos ir, por mucho que nuestros mundos estuvieran girando fuera de control. El lugar donde todo había comenzado para Lena y para mí. Un lugar que era nuestro.

La mañana siguiente después del juicio de Marian fuimos a buscarlo de nuevo.

El devastado jardín de Greenbrier aún seguía negro y calcinado, pero podían distinguirse algunas zonas en las que la hierba estaba comenzando a crecer. Sin embargo, los pequeños tallos no eran verdes sino marrones, como todo lo demás en el Condado de Gatlin. Los muros invisibles que protegían Ravenwood de ser arrasado no llegaban hasta aquí.

Aun así, este era nuestro sitio. Guie a Lena a través del jardín hasta la lápida de piedra donde descubrimos el guardapelo de Genevieve por primera vez. Parecía que hubieran pasado años, en vez de sólo uno.

Lena se sentó en la piedra, tirando de mí.

—¿Recuerdas lo bonito que era todo?

La contemplé, la chica más guapa que había visto nunca.

—Aún lo es.

—¿Has pensado en cómo sería todo esto si hubiera desaparecido? ¿Si no logramos arreglarlo y no hay un Nuevo Orden?

Apenas pensaba en otra cosa, además de en el calor, los bichos y los lagos desecados. ¿Qué vendría después? ¿Una inundación?

—No estoy seguro de que importe. Tal vez también nosotros desaparezcamos y ni siquiera notaremos la diferencia.

—Creo que ambos hemos visto lo suficiente del Más Allá para saber que eso no es cierto. —Sabía que intentaba hacerla sentir mejor.

—¿Cuántas veces has visto a tu madre? Ella sabe lo que está pasando, tal vez mejor que nadie.

No había nada que pudiera decir. Lena tenía razón, pero no podía dejar que cargara con el peso de todo esto ella sola.

—No provocaste todo esto a propósito, L.

—No sé si eso me hace sentir mejor por destruir el mundo.

La estreché contra mi pecho, sintiendo el suave ritmo de sus latidos.

—El mundo no está destruido. Aún no.

Arrancó una brizna de hierba seca.

—Pero la vida de alguien lo estará. El Uno Que Son Dos tiene que ser sacrificado para crear el Nuevo Orden. —Ninguno de los dos podía olvidarlo, aunque no habíamos avanzado mucho para descifrarlo.

Y si la Decimoctava Luna era realmente en el cumpleaños de John, entonces sólo nos quedaban cinco días para encontrar al Uno. La vida de Marian —todas nuestras vidas— estaban en juego Él.

Ella.

Podría ser cualquiera.

Quienquiera que fuese, me pregunté qué estaría haciendo en este momento —si es que lo sabía—. Tal vez no estuviera preocupado en absoluto. Tal vez ni siquiera lo veía venir.

—No te preocupes. John nos ha comprado algo de tiempo. Ya pensaremos en algo. —Sonrió—. Fue agradable verle hacer algo por nosotros, en vez de contra nosotros.

—Sí. Si es que lo hizo. —No sabía la razón, pero seguía sin poder confiar en él. Incluso aunque Lena estuviera deseando darle una oportunidad a Liv.

—¿Qué has querido decir? —Lena parecía enfadada.

—Ya has oído a Macon. ¿Qué pasa si ha aprovechado la oportunidad para absorber todos vuestros poderes?

—No lo sé. Tal vez debamos darle un voto de confianza.

Yo no quería hacerlo.

—¿Por qué tendríamos que hacerlo?

—Porque la gente cambia. Las cosas cambian. Todo y todos los que conocemos han cambiado.

—¿Y qué pasa si yo no quiero hacerlo? —No quería.

—No importa. Cambiamos, lo queramos o no.

—Algunas cosas no lo hacen —declaré—. Nosotros no decidimos cómo funciona el mundo. La lluvia cae hacia abajo y no hacia arriba.

El sol sale por el este y se pone por el oeste. Así es como funciona. ¿Por qué os cuesta tanto a los Caster entenderlo?

—Supongo que somos unos fanáticos del control.

—¿Eso crees?

El pelo de Lena se onduló.

—Es difícil no hacer cosas cuando puedes hacerlas. Y en mi familia, no hay mucho que no podamos hacer.

—¿De verdad? —La besé.

Ella sonrió bajo mis labios.

—Cállate.

—¿Es difícil no hacer esto? —La besé en el cuello. En la oreja. En los labios.

—¿Y qué me dices de esto? —Abrió la boca para quejarse, pero las palabras no llegaron a salir.

Nos besamos hasta que mi corazón empezó a palpitar. Incluso así, no estoy seguro de que hubiéramos parado, pero lo hicimos.

Porque escuché un desgarro.

El tiempo y el espacio se abrieron. Vi la punta de su bastón en cuanto Abraham Ravenwood se deslizó por el agujero del cielo, el aire cerrándose de golpe tras él.

Vestía un traje negro y chistera, lo que me hizo pensar en el padre de Abraham Lincoln.

—¿He oído mencionar algo sobre el Nuevo Orden? —Se quitó el sombrero y dio un toquecito en el borde, sacudiendo un inexistente polvo—. Resulta que esta rotura me conviene. Y estoy seguro de que mi chico John sentirá lo mismo, una vez que haya vuelto a donde pertenece.

Antes de que tuviera la oportunidad de responder escuché el sonido de pasos. Un segundo después, vi sus botas negras de motociclista.

—Voy a tener que coincidir. —Sarafine estaba junto a la arcada de piedra, su cabello negro tan rizado y rebelde como el de Lena. A pesar de que estábamos a cuarenta grados, vestía un largo vestido negro con tiras de tela entrecruzando su corpiño. Me recordó a una camisa de fuerza.

Lena

No contestó, pero podía sentir su corazón palpitante.

Los ojos dorados de Sarafine se clavaron en mí.

—El mundo Mortal está en un estado de hermoso caos y destrucción, lo que a la postre conducirá a un exquisito final. Ni siquiera nosotros podíamos haberlo planeado mejor. —Era fácil para ella decirlo dado que su plan original había fracasado.

Había algo de escalofriante en ver allí a Sarafine, después de haber presenciado cómo abandonaba el lugar de infancia de Lena en llamas con ella y su padre dentro. Pero, asimismo, era imposible sacudirse las imágenes de esa muchacha, no mucho mayor que Lena, luchando contra la oscuridad de su interior y perdiendo.

Tiré de Lena para levantarla, su mano ardiendo en la mía en cuanto nuestra piel se tocó.

Lena. Estoy aquí contigo.

Lo sé.

Su voz sonaba vacía.

Sarafine sonrió a Lena.

—Mi dañada hija medio oscura. Me encantaría decirte lo agradable que resulta volver a verte, pero mentiría. Y si algo soy, es honesta.

El color había desaparecido de la cara de Lena, y se mantenía tan tiesa que tuve dudas de si estaba respirando.

—Entonces supongo que no eres nada, madre, porque ambas sabemos que eres una mentirosa.

Sarafine agitó los dedos.

—Ya sabes lo que dicen sobre los invernaderos y las piedras. Yo no lanzaría ninguna si fuera tú, querida. Me estás mirando a través del ojo dorado.

Lena parpadeó y el viento empezó a soplar.

—No es lo mismo —intervine—. Lena tiene Luz y Oscuridad en ella.

Sarafine sacudió la mano como si yo fuera un molesto insecto, un cigarrón tratando de arrastrarme lejos del sol.

—Hay Luz y Oscuridad dentro de todos nosotros, Ethan. ¿Acaso no lo has aprendido ya?

Un escalofrío me recorrió la columna.

Abraham se inclinó hacia delante apoyado sobre su bastón.

—Habla por ti, querida. El corazón de este viejo Íncubo es tan negro como el alquitrán del infierno.

Lena no estaba interesada en el corazón de Abraham o en la carencia de uno en Sarafine.

—No sé lo que queréis, ni me importa. Deberíais marcharos antes de que el tío Macon perciba que estáis aquí.

—Me temo que no podemos hacerlo. —Los negros y vacíos ojos de Abraham estaban fijos en Lena—. Tenemos asuntos que atender.

Cada vez que escuchaba su voz, la rabia crecía dentro de mí. Le odiaba por lo que le había hecho a la tía Prue.

—¿Qué clase de asuntos? ¿Destruir todo el pueblo?

—No te preocupes, ya llegaré a eso. —Abraham sacó un pulido reloj de oro del bolsillo de su chaqueta y lo miró—. Pero primero tenemos que matar al Uno Que Son Dos.

¿Cómo sabe quién es, L?

No hables en kelting. Ella puede oírte.

Apreté con fuerza la mano de Lena, sintiendo que mi piel ardía y se llenaba de ampollas bajo la suya.

—No sabemos de qué estáis hablando.

—¡No me mientas, chico! —Alzó el bastón con una mano, señalándome—. ¿Acaso creías que no lo descubriríamos?

Sarafine miraba fijamente a los ojos de Lena. Ella no los había visto la noche que convocó la Decimoséptima Luna. Había estado atrapada en alguna clase de amodorramiento de Caster Oscuro.

—Después de todo, tenemos el Libro de las Lunas.

Un trueno retumbó en el aire, pero por enfadada que estuviera, Lena no pudo provocar la lluvia.

—Puedes quedártelo. No lo necesitamos para forjar el Nuevo Orden.

A Abraham no le gustaba que le retaran, especialmente un Caster que era mitad Luz.

—No. Tienes razón, pequeña. Necesitáis al Uno Que Son Dos. Pero no vamos a permitir que te sacrifiques a ti misma. Vamos a matarte primero.

Obligué a mis pensamientos a regresar a la parte de mi mente donde podía aislarme de Lena, porque si averiguaba lo que estaba pensando, también lo haría Sarafine. Pero incluso en ese resquicio privado de mi mente, el mismo pensamiento trataba de abrirse paso.

Pensaban que el Uno Que Son Dos era Lena.

E iban a matarla.

Traté de empujar a Lena detrás de mí. Pero en el segundo en que me moví, Abraham extendió su mano y la elevó en el aire. Mis pies se levantaron del suelo y fui propulsado hacia atrás, una garra de hierro cerrándose sobre mi garganta. Abraham empezó a cerrar la mano y pude sentir un guante invisible estrechándose alrededor de mi cuello.

—Me has causado suficientes problemas para dos vidas. Esto se ha acabado.

—¡Ethan! —gritó Lena—. ¡Dejadle en paz!

Pero la garra no hizo más que apretarse. Podía sentir cómo empezaba a aplastar mi tráquea. Mi cuerpo se sacudía y temblaba, y recordé a John cuando estaba en los Túneles con Lena. Las extrañas sacudidas y contorsiones que parecía incapaz de controlar.

¿Era eso lo que se sentía al estar en las garras de Abraham Ravenwood?

Lena empezó a correr hacia mí, pero Sarafine agitó los dedos y un círculo perfecto de fuego apareció alrededor de Lena. La imagen me recordó a su padre, de pie en mitad de las llamas mientras Sarafine contemplaba cómo se quemaba hasta morir.

Lena extendió su propia palma hacia delante y Sarafine salió despedida hacia atrás. Chocó contra el suelo, resbalando por la tierra más veloz de lo humanamente posible.

Se levantó, sacudiéndose la suciedad del vestido con sus manos ensangrentadas.

—Alguien ha estado practicando —sonrió Sarafine—. Yo también.

Giró su mano en círculo delante de ella y un segundo anillo de fuego rodeó al primero.

¡Lena! ¡Sal de ahí!

No podía pronunciar las palabras. No tenía suficiente aire.

Sarafine avanzó.

—No habrá un Nuevo Orden. El universo ya ha traído la Oscuridad al mundo Mortal. Pero las cosas van a empeorar. —Un rayo surcó el cielo azul, alcanzando la vieja arcada de piedra, que quedó reducida a escombros.

Los ojos dorados de Sarafine brillaban, al igual que el dorado y el verde de Lena. Las llamas del círculo exterior alrededor de Lena se expandieron, tocando el perímetro del primero.

—¡Sarafine! —gritó Abraham—. Ya basta de juegos. Mátala o lo haré yo.

Sarafine se acercó hacia Lena, su vestido ondeando alrededor de sus tobillos. Los Cuatro Jinetes no tenían nada que envidiarla. Era Furia y Venganza, Ira y Malicia, en una hermosa y retorcida forma humana.

—Me has avergonzado por última vez.

El cielo comenzó a oscurecerse sobre nosotros, formando una densa nube negra.

Traté de soltarme de esa garra sobrenatural, pero cada vez que me movía, Abraham cerraba su mano un poco más y el torno alrededor de mi cuello se estrechaba. Me costaba mantener los ojos abiertos. Seguí parpadeando, tratando de no desmayarme.

Lena dirigió sus manos hacia el fuego y el círculo se apartó de ella. Las llamas no murieron, pero, bajo su mando, se expandieron hacia fuera.

La nube negra siguió a Sarafine arremolinándose por encima de ella. Yo parpadeé más fuerte, tratando de concentrarme. Me di cuenta de que no era una nube de tormenta lo que seguía a Sarafine.

Era un enjambre de Vex.

Sarafine llamó por encima del siseante fuego.

—El primer día fue la Materia Oscura. El segundo, el Abismo del que, el tercer día, surgió el Fuego Oscuro. El cuarto día, a partir de las cenizas y las llamas, nació todo el Poder. —Se detuvo justo al borde del abrasador círculo—. El quinto, la Lilum, la Reina Demonio fue esculpida de las brasas. Y el sexto día llegó el Orden, para equilibrar una energía que no conocía límites.

El cabello de Sarafine empezó a chamuscarse por el calor.

—En el séptimo, fue el Libro.

El Libro de las Lunas apareció en el suelo frente a ella, las páginas pasándose solas, hasta que se detuvieron abruptamente. Quedó abierto a los pies de Sarafine, inmune a las llamas.

Sarafine empezó a recitar de memoria.

DE LAS VOCES EN LA OSCURIDAD, VENGO.

DE LAS HERIDAS DE LOS CAÍDOS, NAZCO.

DE LA DESESPERACIÓN QUE ENGENDRO, CRISTALIZO.

DEL CORAZÓN DEL LIBRO, ESCUCHO LA LLAMADA.

CUANDO BUSCO VENGANZA, ES RESPONDIDA.

En el momento en que pronunció la última palabra el fuego se abrió, creando un pasillo hasta el centro de las llamas.

Vi a Sarafine elevar las manos frente a ella y cerrar los ojos. Agitó los dedos abiertos de ambas manos, y el fuego chispeó en sus yemas. Pero su rostro se retorció en confusión. Algo no iba bien.

Sus poderes no estaban funcionando.

Las llamas no abandonaban sus dedos, y las chispas cayeron incendiando su vestido.

Luché con el último gramo de energía que me quedaba. Iba a perder la conciencia. Escuché una voz en un remoto rincón de mi cerebro. No era Lena ni la Lilum, ni siquiera la propia Sarafine. La voz me susurraba algo una y otra vez, tan suavemente que no podía oírlo.

La garra mortal alrededor de mi cuerpo se aflojó, pero cuando miré hacia Abraham, la posición de su mano no había cambiado. Jadeé, inhalando tan rápido que el aire me ahogaba. Las palabras en mi cabeza cada vez más atronadoras.

Dos palabras.

ESTOY ESPERANDO.

Vi su cara —mi cara— durante una décima de segundo. Era mi otra mitad, mi Alma Fracturada. Estaba tratando de ayudarme.

La mano invisible se apartó de mi cuello y el aire entró en mis pulmones. La expresión de Abraham fue una mezcla de asombro, confusión y furia.

Me tambaleé mientras corría hacia Lena, aún tratando de recuperar el aliento. Cuando alcancé el borde del círculo ardiente, Sarafine estaba atrapada dentro de otro, agarrándose el borde de su quemado vestido.

Me detuve a pocos pasos. El calor era tan intenso que no podía aproximarme más. Lena estaba de pie frente a Sarafine, al otro lado del ardiente anillo. El pelo chamuscado por el calor, su cara tiznada por el humo.

El enjambre de Vex se alejaba de ella hacia Abraham. Él estaba mirando, pero no ayudaba a Sarafine.

—¡Lena! ¡Ayúdame! —rogó Sarafine, cayendo de rodillas. Ahora se parecía a Izabel la noche en que fue Llamada, postrada a los pies de su madre—. Nunca quise hacerte daño. Nunca quise nada de esto.

El rostro tiznado de Lena estaba lleno de rabia.

—No. Me querías muerta.

Los ojos de Sarafine lagrimeaban por el humo, haciendo que pareciera como si llorara.

—Mi vida nunca ha consistido en lo que yo quería. Mis elecciones se hicieron por mí. Traté con todas mis fuerzas de luchar contra la Oscuridad, pero no era lo suficientemente fuerte. —Tosió, tratando de apartar el humo. Con su cara manchada y los ojos hinchados y enrojecidos, apenas podía distinguirse el color dorado—. Tú siempre has sido la más fuerte, incluso de bebé. Por eso sobreviviste.

Reconocí la confusión en los ojos de Lena. Sarafine era una víctima de la maldición que Lena había temido toda su vida —la maldición que había perdonado a Lena—. ¿Era eso lo que podía haber sido su madre?

—¿Qué quieres decir con que por eso sobreviví?

Sarafine tosió, el humo negro arremolinándose en torno a ella.

—Hubo una tormenta terrible y la lluvia apagó el fuego. Te salvaste a ti misma. —Parecía aliviada, como si no hubiese dado por muerta a Lena.

Lena miró a su madre.

—Y hoy pensabas terminar lo que empezaste.

Un rescoldo cayó en el vestido de Sarafine, que nuevamente se prendió fuego. Ella sacudió la calcinada tela con su mano desnuda hasta que se apagó. Alzó sus ojos para encontrarse con los de Lena.

—Por favor. —Su voz era tan ronca que apenas podía oírla. Extendió una mano hacia Lena—. No pensaba hacerte daño. Sólo quería hacerle creer a él que lo haría.

Estaba hablando de Abraham, el que había guiado a la madre de Lena hacia la Oscuridad, el que estaba ahí plantado viendo cómo se quemaba.

Lena sacudía la cabeza, las lágrimas rodaban por su cara.

—¿Cómo puedo confiar en ti? —Pero incluso mientras lo decía las llamas comenzaron a morir en el espacio que las separaba.

Lena empezó a estirar su mano.

Las puntas de sus dedos estaban a pocos centímetros.

Pude ver las quemaduras en el brazo de Sarafine cuando alargaba su mano para coger la de Lena.

—Siempre te he querido, Lena. Tú eres mi niña.

Lena cerró los ojos. Era difícil mirar a Sarafine con su pelo quemado y su piel llena de ampollas. Y aún debía de ser más difícil si era tu madre.

—Me gustaría creerte…

—Lena, mírame. —Sarafine parecía estar rompiéndose—. Te querré hasta el día después de para siempre.

Recordé las palabras de la visión. La última cosa que Sarafine le había dicho al padre de Lena antes de dejarle morir. «Te querré hasta el día después de para siempre».

Lena también lo recordó.

Vi que su cara se retorcía en agonía mientras retiraba su mano.

—No me quieres. No eres capaz de amar.

El fuego surgió de nuevo donde había cesado sólo un minuto antes, atrapando a Sarafine. Estaba siendo consumida por las llamas que una vez había controlado, sus poderes tan impredecibles como los de cualquier Caster.

—¡No! —gritó Sarafine.

—Lo siento, Izabel —susurró Lena.

Sarafine se lanzó hacia delante, haciendo que la manga de su vestido se prendiera.

—¡Pequeña zorra! ¡Ojalá hubieras ardido hasta morir como tu miserable padre! Te encontraré en la próxima vida…

Pero los gritos alcanzaron su máxima intensidad cuando las llamas rodearon el cuerpo de Sarafine en pocos segundos. Fue peor que los espeluznantes gritos de los Vex. Era el sonido del dolor y la muerte y el sufrimiento.

Su cuerpo cayó y las llamas se desplazaron sobre él como una manada de langostas, dejando solamente el furioso fuego. En ese momento Lena cayó de rodillas, mirando al lugar donde la mano de su madre estaba tendida un minuto antes.

¡Lena!

Acorté la distancia entre nosotros, alejándola del fuego. Estaba tosiendo, tratando de recuperar el aliento.

Abraham se acercó, la negra nube de demoniacos espíritus sobre él. Estreché a Lena contra mí mientras contemplábamos cómo Greenbrier ardía por segunda vez.

Él estaba delante de nosotros, la punta de su bastón tocando prácticamente la derretida punta de mis playeras.

—Bien, ya sabéis lo que se dice. Si quieres que algo salga bien, hazlo tú mismo.

—No la ha ayudado. —No sé por qué lo dije. No me importaba nada que Sarafine estuviera muerta. ¿Pero por qué no le importaba a él?

Abraham se rio.

—Me habéis ahorrado el problema de tener que matarla yo mismo. Ya no valía su peso en sal.

Me pregunté si Sarafine se habría dado cuenta de lo prescindible que era. Del escaso valor que tenía a los ojos del maestro al que servía.

—Pero era uno de vosotros.

—Los Caster Oscuros no tienen nada que ver conmigo y con mi clase, muchacho. Son como ratas. Hay muchas más en el sitio donde encontré a Sarafine. —Miró a Lena, su rostro oscureciéndose para hacer juego con sus ojos vacíos—. Una vez que tu pequeña novia esté muerta, librarme de ellos será mi siguiente ocupación.

No le escuches, L.

Pero Lena no estaba escuchando a Abraham. No escuchaba a nadie. Lo supe porque podía oír su balbuceo, su mente repitiendo las mismas palabras una y otra vez.

He dejado que mi madre muera.

He dejado que mi madre muera.

He dejado que mi madre muera.

Empujé a Lena detrás de mí, a pesar de que tenía más oportunidades de luchar contra Abraham que yo.

—Mi tía tenía razón. Es el Demonio.

—Ella es demasiado amable. Ya me gustaría poder serlo. —Sacó su reloj de bolsillo para comprobar la hora—. Sin embargo, conozco a unos cuantos Demonios. Y han estado esperando mucho tiempo para hacer una visita a este mundo. —Abraham guardó el reloj en su chaqueta—. Me parece, chicos, que se os ha acabado el tiempo.