19 de septiembre

El Diablo que conoces

ESTABA SOÑANDO. No en un sueño —tan real que podía sentir el viento mientras caía y oler el sabor metálico de la sangre en el río Santee—, pero realmente soñando. Observaba cómo escenas enteras se desarrollaban en mi mente, sólo que algo estaba mal. El sueño estaba mal —o no, porque no podía sentir nada—. Podría haber estado sentado tranquilamente en el bordillo viendo cómo pasaba todo…

La noche en que Sarafine convocó a la Decimoséptima Luna.

La luna escindiéndose en el cielo sobre Lena, sus dos mitades formando las alas de una mariposa: una verde, otra dorada.

John Breed en su Harley, los brazos de Lena rodeándole.

La tumba vacía de Macon en el cementerio.

Ridley sujetando un bulto negro, la luz escapando de debajo de la tela.

El Arco de Luz descansando sobre la tierra embarrada.

Un único botón de plata, perdido en el asiento delantero del Cacharro, una noche de lluvia.

Las imágenes flotaban en la periferia de mi mente, inalcanzables. El sueño era tranquilizador. Tal vez mis pensamientos subconscientes no fueran una profecía, una retorcida pieza del rompecabezas que constituía mi destino como Wayward. Tal vez ese era el sueño. Me relajé en el suave tira y afloja, mientras me columpiaba al borde del sueño y el desvelo. Mi mente buscó a tientas nuevos pensamientos concretos, tratando de salir de la neblina de la misma forma que Amma espolvoreaba harina para el bizcocho. Una y otra vez, regresaba a la imagen del Arco de Luz.

El Arco de Luz en mis manos.

El Arco de Luz en la tumba.

El Arco de Luz y Macon, en la cueva marina de la Frontera.

Macon dándose la vuelta para mirarme.

—Ethan, esto no es un sueño. Despierta. ¡Ya!

Entonces Macon comenzó a arder, mi mente se agarrotó y no pude ver nada, porque el dolor era tan intenso que ya no conseguía pensar o soñar.

Un sonido agudo atravesó el rítmico zumbido de los cigarrones en el jardín. Me erguí de un salto, y el sonido se intensificó mientras luchaba para despejarme.

Era Lucille. Estaba bufando en mi cama, el pelo de su lomo erizado. Sus orejas pegadas sobre su cabeza y, durante un segundo, pensé que era a mí a quien bufaba. Seguí sus ojos a través de la habitación, a través de la oscuridad. Había alguien a los pies de mi cama. La pulida empuñadura de su bastón atrapando la luz.

Mi mente no había estado buscando a tientas pensamientos concretos.

Había sido Abraham Ravenwood.

—¡Mierda!

Di un brinco hacia atrás, golpeándome con el cabecero de madera. No había adónde ir, pero lo único que deseé era escapar. El instinto fue más poderoso —lucha o huye—. Y bajo ningún concepto pensaba intentar pelear con Abraham Ravenwood.

—Vete. Ya. —Presioné mis manos contra las sienes, como si aún pudiera llegar a mí a través del sordo dolor de mi cabeza.

Él me miró intensamente, sopesando mis reacciones.

—Buenas noches, muchacho. Veo que al igual que mi nieto aún no has aprendido cuál es tu lugar. —Abraham sacudió la cabeza—. El pequeño Macon Ravenwood. Un chico siempre tan decepcionante. —Inconscientemente mis manos se convirtieron en puños. Abraham, que parecía estar divirtiéndose, agitó su dedo.

Caí al suelo frente a él, jadeando. Mi rostro aplastado contra los ásperos tablones, lo único que podía ver eran sus agrietadas botas de cuero. Luché para levantar la cabeza.

—Así está mejor. —Abraham sonrió, su barba blanca enmarcada por blancos colmillos. Parecía distinto de la última vez que le vi, en la Frontera. Su traje blanco de los domingos había desaparecido, reemplazado por uno más oscuro e imponente, su elegante corbata de lazo pulcramente anudada bajo el cuello de la camisa. La ilusión del amistoso caballero sureño había desaparecido. Esta cosa que estaba de pie frente a mí no tenía nada de hombre, y mucho menos de Macon. Abraham Ravenwood, padre de cada Íncubo Ravenwood que llegó después, era un monstruo.

—Yo no diría monstruo. Pero bueno, tampoco veo que importe tanto lo que pienses de mí, muchacho.

Lucille bufó más fuerte.

Traté de levantarme del suelo y controlar mi voz para que dejara de temblar.

—¿Qué demonios estaba haciendo en mi cabeza?

Alzó una ceja.

—Ah, has notado cómo me alimentaba. No está mal para un Mortal. —Se inclinó hacia adelante—. Dime, ¿y qué se siente? Siempre me lo he preguntado. Cuando te arranco tus más preciados pensamientos, ¿se parece a una puñalada o a un mordisco? ¿Tus secretos y tus sueños?

Me fui poniendo en pie lentamente, pero apenas podía sostener mi peso.

—Siento que tendría que estar fuera de mi mente, psicópata.

Abraham rio.

—Me encantaría. No hay mucho que ver ahí dentro. Diecisiete años y apenas has vivido. Salvo unas pocas e insignificantes citas con frívolos e inútiles Caster.

Me estremecí. Deseé agarrarle del cuello y lanzarle por la ventana. Algo que hubiera hecho de haber podido mover los brazos.

—Vaya. Si mi cerebro es tan inútil, ¿qué hace deslizándose en mi habitación y husmeando por aquí? —Todo mi cuerpo temblaba. Podía hablar para distraerle, pero me concentré en intentar no desmayarme ante el Íncubo más poderoso que ninguno de nosotros hubiera conocido.

Abraham caminó hasta la ventana y pasó un dedo por el alféizar y el reguero de sal que Amma aplicadamente había dejado allí. Lamió los cristales de su dedo.

—Nunca me canso de la sal. Da a la sangre una nota de sabor. —Hizo una pausa, mirando por la ventana a la pradera arrasada—. Pero sí tengo una pregunta para ti. Algo de mi propiedad me ha sido arrebatado. Y creo que sabes dónde puedo encontrarlo.

Apoyó un dedo contra la ventana y el cristal se rompió en pedazos.

Lentamente di un paso hacia él. Era como si mis pies estuvieran anclados en cemento.

—¿Y qué le hace pensar que le diré algo?

—Veamos. Miedo, para empezar. Echa un vistazo. —Se asomó por la ventana, mirando hacia el jardín delantero—. Hunting y sus perros no han venido hasta aquí para nada. Les encanta tomar un tentempié a medianoche.

Mi corazón galopaba en mis oídos. Estaban fuera: Hunting y su Banda de Sangre.

Abraham se dio la vuelta para mirarme, sus ojos negros centelleando.

—Ya basta de charla, muchacho. ¿Dónde está John? Sé que el inútil de mi nieto no lo mató. ¿Dónde lo esconde Macon?

Era eso. Finalmente alguien lo reconocía. John estaba vivo.

Sabía que era cierto. Sentí como si lo hubiera sabido siempre. Nunca encontramos el cuerpo de John. Probablemente había estado en los Túneles Caster todo este tiempo, merodeando por algún club como el Exilio, y esperando.

La rabia empezó a crecer en mi interior, y apenas pude soltar las palabras.

—La última vez que lo vi estaba en la cueva de la Frontera, ayudándole a usted y a Sarafine a destruir el mundo.

Eso cuando no estaba ocupado escapándose con mi novia.

Abraham me miró con arrogancia.

—No creo que hayas comprendido la gravedad de la situación, así que permite que te ilumine. El mundo Mortal, tu mundo, incluyendo este patético pueblo, está siendo destruido gracias a la sobrina de Macon y a su ridículo comportamiento, no por mí.

Caí sobre la cama como si Abraham me hubiera golpeado. Sentía como si lo hubiera hecho.

—Lena hizo lo que tenía que hacer. Cristalizarse.

—Ella destruyó el Orden, muchacho. Hizo la elección equivocada cuando decidió apartarse de nosotros.

—¿Y qué más le da? No parece ser de los que se preocupan por nadie más que por usted mismo.

Se rio una vez.

—Bien visto. Aunque ahora nos encontramos en una situación peligrosa, también me proporciona algunas oportunidades.

Además de John Breed, no pude imaginar a qué se refería, ni tampoco lo intenté. Pero procuré que no notara lo asustado que me sentía.

—Me da igual si John tiene algo que ver con sus oportunidades. Ya se lo he dicho, no sé dónde está.

Abraham me miró fijamente, como un Sibyl capaz de leer cada línea de mi rostro.

—Imagina una grieta que corre más profunda que los Túneles. Una grieta que llega hasta el Inframundo, donde solamente habitan los Demonios más oscuros. La juvenil rebeldía de tu novia y sus dones han creado una grieta así. —Hizo un alto, pasando casualmente el dedo por las páginas del libro de texto de historia mundial que estaba en mi escritorio—. No soy joven, pero con la edad se adquiere poder. Yo mismo también tengo dones. Puedo convocar Demonios y criaturas de la Oscuridad incluso sin el Libro de las Lunas. Si no me dices dónde está John, te lo demostraré. —Sonrió a su perturbada manera.

¿Por qué era John Breed tan importante para él? Recordé la forma en que Macon y Liv habían hablado de John en el estudio de Macon. John era la clave. La pregunta era: ¿de qué?

—Ya se lo he dicho…

Abraham no me dejó terminar. Se desvaneció con un desgarro, reapareciendo a los pies de mi cama. Pude vislumbrar el odio en sus ojos negros.

—¡No me mientas, chico!

Lucille bufó de nuevo, y escuché otro desgarro.

No tuve tiempo de ver lo que era.

Algo pesado cayó sobre mí, golpeando la cama como si un saco de ladrillos hubiera caído del techo. Mi cabeza chocó contra el cabecero de detrás, y me mordí el labio inferior. El repugnante sabor metálico de la sangre del sueño llenó mi boca.

Por encima de los furiosos aullidos de Lucille, escuché el sonido de la caoba centenaria astillándose bajo mi cuerpo. Sentí que un codo se clavaba en mis costillas, y lo supe. No me había caído encima un saco de ladrillos.

Era una persona.

Hubo un fuerte chasquido cuando los travesaños de la cama se rompieron y el colchón se desplomó en el suelo. Traté de quitármelos de encima. Pero estaba atrapado.

Por favor, no dejes que sea Hunting.

Un brazo voló delante de mí, de la misma forma en que mi madre lo agitaba cuando, siendo aún niño, pisaba los frenos del coche inesperadamente.

—¡Tío, relájate!

Dejé de pelear.

—¿Link?

—¿Quien si no se arriesgaría a desintegrarse en miles de fragmentos para salvar tu lamentable trasero?

Casi me reí. Link no había Viajado nunca, y ahora sabía el porqué. Desmaterializarse debía de ser más difícil de lo que parecía, y le asqueaba.

La voz de Abraham atravesó cortante la oscuridad.

—¿Salvarle? ¿Tú? Creo que es un poco tarde para eso. —Link prácticamente saltó fuera del destartalado montículo de la cama al oír la voz de Abraham. Antes de que pudiera contestar, la puerta de mi habitación se abrió de golpe con tanta virulencia que casi se salió de sus bisagras. Escuché el clic del interruptor de la luz, y unas manchas negras emborronaron todo mientras mi visión se acostumbraba a la luz.

—Santa…

—¿Qué demonios está pasando aquí? —Amma estaba frente a la puerta, vestida con el albornoz de dibujos con estampado de rosas que le compré por el Día de la Madre, el pelo cogido en rulos y su mano empuñando su viejo rodillo de madera.

—… el infierno —susurró Link. Advertí que prácticamente estaba sentado en mi regazo.

Pero Amma no se dio cuenta. Sus ojos se clavaron directamente en Abraham Ravenwood.

Apuntó con su rodillo hacia él, sus ojos entornados. Le rodeó como a un animal salvaje, sólo que no supe distinguir quién era el depredador y quién la presa.

—¿Qué estás haciendo en esta casa? —Su voz furiosa y baja. Si tenía miedo, no lo demostraba.

Abraham se rio.

—¿De veras crees que puedes expulsarme con un rodillo como a un perro cojo? Puede hacerlo mucho mejor, señorita Treadeau.

—Más vale que te vayas de esta casa o, el Buen Dios es testigo, desearás ser un perro cojo. —El rostro de Abraham se endureció. Amma giró el rodillo, que quedó apuntando directamente hacia el pecho de Abraham, como si fuera algún tipo de espada—. Nadie se va a meter con mi chico. Ni Abraham Ravenwood ni la Serpiente ni el viejo Satanás, ¿me oyes?

Ahora el rodillo estaba presionando contra la chaqueta de Abraham. Con cada centímetro el hilo de tensión entre los dos se hacía más tirante. Link y yo nos fuimos acercando a cada lado de Amma.

—Esta es la última vez que lo pregunto —dijo Abraham, sus ojos cayendo sobre Amma—. Y si el chico no me responde, vuestro Lucifer parecerá un bienvenido respiro comparado con el infierno que abatiré sobre este pueblo.

Hizo una pausa y me miró.

—¿Dónde está John?

Reconocí la mirada de sus ojos. La misma mirada que había visto en mis visiones, cuando Abraham mató a su hermano y se alimentó con él. Era viciosa y sádica y, durante un segundo, sopesé nombrar un lugar al azar para poder echar a este monstruo de mi casa.

Pero no podía pensar con la suficiente rapidez.

—Juro por Dios que no…

El viento entró con fuerza por la ventana rota, sacudiéndonos y levantando papeles por toda la habitación. Anima retrocedió y su rodillo salió volando. Abraham no se movió, el aire soplaba a través de él sin agitarle siquiera la chaqueta, como si tuviera tanto miedo de él como el resto de nosotros.

—Yo no juraría, chico. —Sonrió, con una terrible sonrisa sin vida—. Yo rezaría.