4 de octubre
Pollo chicloso
TODO LO QUE PODÍA ver era el fuego. Sentí el calor y vi el color de las llamas. Naranja, rojo, azul. El fuego tiene muchos más colores de los que la gente cree.
Estaba en casa de las Hermanas, atrapado.
¿Dónde estás?
Miré a mis pies. Sabía que aparecería en cualquier momento. Entonces escuché la voz, a través de las llamas, debajo de mí.
ESTOY ESPERANDO.
Corrí escaleras abajo, hacia la voz, pero la escalera se desmoronó a mis pies y, de repente, estaba cayendo. Cuando la madera cedió, me estampé contra el suelo del sótano, mi hombro chocando en medio de las maderas en llamas.
Vi naranja, rojo, azul.
Comprendí que estaba en la biblioteca, cuando el lugar en el que debía estar era en el sótano de tía Prue. Los libros ardían a mi alrededor.
Da Vinci. Dickinson. Poe. Y otro más.
El Libro de las Lunas.
Y vi un destello plateado que no provenía del fuego.
Era él.
El humo me devoró, y desfallecí.
Me desperté en el suelo. Cuando me miré en el espejo del cuarto de baño mi rostro estaba cubierto de hollín. Me pasé el resto del día tratando de no escupir cenizas.
Desde mi discusión, o lo que fuera que tuviera con Macon, había estado durmiendo peor que de costumbre. Pelear con Macon normalmente conducía a pelear con Lena, lo que era más doloroso que pelear con todas las personas a las que conocía juntas. Pero ahora todo era diferente, y Lena, al igual que yo, ya no sabía qué decir.
Tratamos de no pensar en lo que estaba sucediendo a nuestro alrededor: en las cosas que no podíamos detener y las respuestas que no podíamos encontrar. Pero allí estaba, agazapado en el fondo de nuestras mentes, incluso si no queríamos admitirlo. Tratamos de concentrarnos en las cosas que podíamos controlar, como en mantener a Ridley alejada de problemas y a los cigarrones lejos de nuestras casas. Porque cuando cada día que pasa se convierte en el Final de los Días, al final los días acaban pareciéndote casi normales, aunque sepas que es una locura. Y nada es lo mismo.
Los bichos se volvieron más hambrientos, el calor más insoportable y el pueblo entero más desquiciado. Pero, por encima de todo, lo que más nos pesaba era el calor. Era la prueba de que no importaba quién estuviera metiendo canastas o quedando para una cita o yaciendo en una cama de la Residencia del Condado —porque por debajo de todo, desde el momento en que te levantabas por la mañana hasta el momento en que te acostabas, y durante todo el tiempo entre medias— algo estaba mal y no iba a mejorar. Es más, estaba empeorando.
Sin embargo, no necesitaba saber el calor que hacía afuera para confirmarlo. Tenía todas las pruebas que necesitaba dentro de casa, en nuestra cocina. Amma parecía estar conectada a un nivel casi celular con nuestros viejos fogones, y cuando algo rondaba por su cabeza, encontraba desahogo en la cocina. No podía imaginar qué era lo que se traía entre manos y, desde luego, ella no pensaba decírmelo. Sólo podía atar cabos con las pocas pistas que me dejaba, en el lenguaje que más utilizaba: cocinar.
Pista número uno: pollo chicloso. El pollo chicloso era muy revelador, generalmente para determinar un estado mental y una cronología de los hechos, igual que el rigor mortis en una serie de policías.
Para Amma, que era famosa en tres condados por sus buñuelos de pollo, el pollo chicloso significaba dos cosas: a) que estaba distraída, y b) que estaba ocupada. No sólo había olvidado sacar el pollo del horno. Tampoco había tenido tiempo para ocuparse de él una vez que lo sacó. Así que el pollo se había pasado demasiado tiempo asándose, y aún más tiempo macerándose. Esperando a que Amma apareciera por ahí, como el resto de nosotros. Me hubiera gustado saber dónde se encontraba y en qué había estado metida todo ese tiempo.
Pista número dos: una carencia general de tartas. Las tartas habían desaparecido, y por no haber, tampoco había asomo del famoso merengue de limón de Amma. Lo que significaba: a) que no estaba hablando con los Antepasados, y b) que definitivamente no estaba hablando con el tío Abner. Aún no había tenido tiempo de comprobar el aparador de los licores, pero una ausencia de Jack Daniels también sellaría el trato con el tío Abner.
Me pregunté si su pequeña visita al bokor tenía algo que ver con ello.
Pista número tres: el té helado estaba inexplicablemente dulce, lo cual significaba: a) que las Hermanas estaban escabulléndose a la cocina y echando azúcar en la jarra, igual que lo hacían con la sal de la salsa, b) Amma estaba tan distraída que no prestaba atención a cuántas tazas de azúcar estaba añadiendo a la jarra, y c) algo fallaba en mí.
O, tal vez, fueran las tres cosas, pero Amma estaba metida en algo, y estaba decidido a descubrirlo. Incluso aunque tuviera que preguntárselo al mismísimo bokor.
Y luego estaba la canción. Cada día que pasaba la escuchaba con más frecuencia, como una de esas canciones de los 40 Principales que se repite tanto en la radio que se te queda grabada en la cabeza.
Dieciocho Lunas, dieciocho temores,
gritos de Mortales se esfuman y brotan,
aquellos desconocidos y aquellos nunca vistos
aplastados en las manos de la Reina Demonio…
¿La Reina Demonio? ¿En serio? Después de la traducción literal del verso de los Vex, no quería ni imaginar lo que podría significar un encontronazo con una Reina Demonio. Deseé que mi madre la hubiera confundido con una reina de regreso a casa.
Pero las canciones nunca se equivocaban.
Traté de no pensar en los gritos de Mortales o en las manos de la Reina Demonio. Pero no podía escapar de los pensamientos que me negaba a pensar, de las conversaciones que permanecían sin hablarse, de los miedos que nunca confesé o del pavor que crecía dentro de mí. Y menos aún por la noche, cuando estaba a salvo en mi habitación.
A salvo y muy vulnerable.
Y no era el único.
Incluso dentro de los Vinculados muros de Ravenwood, Lena se encontraba igual de vulnerable. Porque también tenía algo de su madre. Y supe que estaba tocando uno de los objetos de la abollada caja metálica cuando vi el resplandor naranja de las llamas…
El fuego prendió, las llamas enroscándose alrededor del quemador de gas una a una, hasta que crearon un bello y resplandeciente círculo sobre el fogón. Sarafine observaba, fascinada. Se olvidó del puchero de agua en la encimera. Se olvidó de la cena, como le pasaba ahora la mayoría de las noches. No podía pensar en nada más que en las llamas. El fuego tenía energía, un poder que desafiaba incluso las leyes de la ciencia. Era imposible de controlar, devorando hectáreas de bosque en minutos.
Sarafine llevaba meses estudiando el fuego. Contemplando la teoría en un canal de ciencias y la realidad en los canales de noticias. La televisión estaba puesta todo el tiempo. En cuanto había una mención al fuego, dejaba de hacer lo que estuviera haciendo y corría a verlo. Pero esa no era la peor parte. Había empezado a utilizar sus poderes para prender pequeños fuegos. Nada peligroso, sólo pequeños fuegos en los bosques. Eran como hogueras de campamento. Inofensivas.
Su fascinación por el fuego había comenzado prácticamente a la vez que las voces. Tal vez las voces la llevaran a contemplar cosas que ardían; era imposible de saber. La primera vez que Sarafine escuchó una voz tenue, murmurando en su mente, estaba haciendo la colada.
Esta es una vida patética e inútil, una vida igual a la muerte. Un desperdicio del mayor don que el mundo Caster podía otorgar. El poder de matar y destruir, de utilizar el mismo aire que respiramos para echar combustible a tu arma. Lo que el Fuego Oscuro ofrece en sí mismo. Una ofrenda de libertad.
El cesto de la colada se le cayó y la ropa se desperdigó por el suelo. Sarafine sabía que la voz no era la suya. No sonaba como ella, y esas ideas no eran las suyas. Y, sin embargo, estaban en su mente.
El mayor don que el mundo Caster podía otorgar. Los dones de una Cataclyst —eso es lo que significaba—. Es lo que sucedía cuando una Natural se volvía Oscura. Y poco importaba lo mucho que Sarafine pretendiera ignorarlo, ella era Oscura. Sus ojos amarillos se lo recordaban cada vez que se miraba al espejo. Lo que no hacía demasiado a menudo. No podía soportar la visión de sí misma, o la posibilidad de que John pudiera ver sus ojos de nuevo.
Sarafine llevaba gafas de sol oscuras todo el tiempo, a pesar de que a John no le importaba de qué color fueran sus ojos. «Tal vez iluminen este agujero», le dijo un día, echando un vistazo alrededor del pequeño apartamento. Era un agujero: la pintura desconchada y los azulejos rotos, la calefacción que nunca funcionaba y la electricidad que se iba cada dos por tres. Pero Sarafine nunca lo admitiría, porque era culpa suya que vivieran allí. Los sitios bonitos no estaban al alcance de adolescentes que obviamente habían escapado de casa.
Podían haberse permitido un lugar mejor. John siempre volvía a casa con mucho dinero. No era difícil encontrar cosas que empeñar cuando sabías hacer desaparecer objetos de los bolsillos de la gente o de los escaparates. Él era un Evanescent, como la mayoría de los grandes magos de la historia —y ladrones—. Pero también era Luminoso, y utilizaba su don de esta forma infame para mantenerlos con vida.
Para mantenerla con vida.
Las voces se lo recordaban cada día.
Si te marchas, él podrá utilizar sus trucos de salón para impresionar a las chicas Mortales, y tú podrás hacer aquello para lo que naciste.
Trataba de sacudirse las voces de la cabeza, pero las palabras dejaban una sombra, una imagen espectral que nunca desaparecía por completo. Las voces se intensificaban cuando veía las cosas arder, tal y como estaba haciendo ahora.
Antes de que se diera cuenta, el paño de cocina estaba humeando, los bordes ennegrecidos curvándose hacia dentro como un animal reculando por el miedo. La alarma de humo aulló.
Sarafine golpeó el trapo contra el suelo hasta que las llamas se convirtieron en una triste estela de humo. Miró fijamente el trapo calcinado, llorando. Tenía que tirarlo antes de que John lo viera. Nunca podría hablarle de todo esto. O de las voces.
Era su secreto.
Todo el mundo tenía secretos, ¿no es cierto?
Un secreto no podía hacer daño a nadie.
Me senté de un respingo, pero mi habitación estaba silenciosa. La ventana seguía cerrada, a pesar de que el calor era tan agobiante que el sudor corría por mi nuca haciéndome sentir como si tuviera arañas bajando por la espalda. Sabía que una ventana cerrada no mantendría a Abraham fuera de mi habitación, pero, de alguna manera, me hacía sentir mejor.
Estaba abrumado por un pánico irracional y con cada crujido de los tablones del suelo, o cada chasquido de los peldaños, esperaba encontrarme con el rostro de Abraham emergiendo en la oscuridad. Miré a mi alrededor, pero la oscuridad del dormitorio era simplemente eso, oscuridad.
Aparté la sábana de una patada. Tenía tanto calor que no creía que pudiera volver a dormirme. Cogí el vaso de la mesilla y me eché un poco de agua por el cuello. Durante un segundo el aire fresco se extendió por mi cuerpo antes de que el calor volviera a engullirme.
—Ya lo sabes, la cosa va a empeorar antes de que mejore.
Cuando escuché la voz, el corazón casi se me salió por la boca.
Levanté la vista y vi a mi madre sentada en la silla del rincón de mi habitación. La silla donde dejé toda mi ropa el día de su funeral y en la que nunca más me volví a sentar. Tenía el mismo aspecto que cuando la vi en el cementerio por última vez —un poco borrosa por los bordes—, pero en todo lo importante seguía siendo mi madre.
—¿Mamá?
—Corazón.
Me arrastré fuera de la cama y me senté a su lado, la espalda contra la pared. Tenía miedo de acercarme más, miedo de estar soñando y de que desapareciera. Sólo quería sentarme a su lado durante un minuto, como si estuviéramos en la cocina hablando de mi día en el colegio o de algo banal fuera o no real.
—¿Qué está pasando, mamá? Nunca he podido verte así antes.
—Se han dado… —titubeó— determinadas circunstancias que han permitido que puedas verme. No tengo tiempo para explicártelo. Pero esto no es como antes, Ethan.
—Lo sé. Todo es mucho peor.
Asintió.
—Desearía que las cosas fueran diferentes. No sé si esta vez habrá un final feliz. Tienes que entenderlo. —Sentí un nudo en la garganta, e intenté tragarlo.
—No soy capaz de descifrarlo. Sé que tiene algo que ver con la Decimoctava Luna de John Breed, pero no podemos encontrarlo. No sé contra qué se supone que estamos luchando. ¿La Decimoctava Luna? ¿Abraham? ¿Sarafine y Hunting?
Ella sacudió la cabeza.
—No es tan sencillo, ni tan fácil. El Diablo no siempre tiene una sola cara, Ethan.
—Sí, la tiene. Estamos hablando de la Luz y la Oscuridad. Las cosas no pueden ponerse más negras o más blancas de lo que están.
—Creo que ambos sabemos que eso no es cierto. —Se refería a Lena—. Tú no eres responsable del mundo entero, Ethan. No eres el juez de todo ello. Eres sólo un chico.
Extendí los brazos y me abalancé sobre mi madre, a su regazo. Esperaba que mis manos pasaran a través de ella. Pero pude sentirla como si realmente estuviera allí, como si aún estuviera viva, a pesar de que cuando la miraba seguía borrosa. Me aferré a ella hasta que mis dedos se clavaron en sus suaves y cálidos hombros.
Me parecía un milagro poder tocarla de nuevo. Tal vez lo era.
—Mi niño pequeño —susurró.
Y la olí. Lo olí todo: los tomates verdes fritos, la creosota que utilizaba para cubrir sus libros dentro del archivo. El olor al césped recién cortado del cementerio, a las noches que pasábamos allí, contemplando esas cruces encendidas.
Me sostuvo durante unos minutos, y fue como si nunca se hubiera ido. Entonces me soltó, pero yo continué agarrándola.
Durante unos minutos, lo que teníamos, lo sabíamos.
Luego empecé a sollozar. Lloré como no lo había hecho desde que era niño. Desde que me caí por las escaleras cuando me lancé por la barandilla el día que organicé una carrera de coches de juguete, o de la parte superior de la estructura metálica del columpio del jardín de infancia. Pero esta caída era mucho más dolorosa que cualquiera física que hubiera tenido.
Sus brazos me rodearon, como si fuera un niño.
—Sé que estás enfadado conmigo. Lleva un tiempo asumir la verdad.
—No quiero asumirla. Duele demasiado.
Me abrazó más fuerte.
—Si no lo haces, no serás capaz de dejarlo ir.
—No quiero dejarlo ir.
—No puedes luchar con el destino. Había llegado el momento de marcharme. —Sonaba tan segura, tan en paz. Como la tía Prue cuando sostuve su mano en la Residencia del Condado. O como Twyla cuando la vi deslizarse hacia el Más Allá la noche de la Decimoséptima Luna.
No era justo. La gente que se quedaba atrás nunca llegaba a estar tan segura por nada.
—Desearía que no fuera así.
—Yo también, Ethan.
—El momento de marcharte. ¿Qué quieres decir exactamente?
Me sonrió mientras acariciaba mi espalda.
—Cuando llegue el momento, lo sabrás.
—Ya no sé qué hacer con nada. Me da miedo estropearlo todo.
—Harás lo correcto, Ethan. Y si no lo haces, lo correcto te encontrará a ti. La Rueda de la Fortuna es así.
Pensé en lo que la tía Prue me había dicho. La Rueda de la Fortuna… Nos aplasta a todos.
Miré a mi madre a los ojos y advertí que su rostro estaba surcado por las lágrimas, igual que el mío.
—¿Qué es, mamá?
—No es qué, mi niño. —Me acarició la mejilla mientras empezaba a desvanecerse suavemente en la cálida oscuridad—. Es quién.