24 de octubre

Uno Que Son Dos

DESPUÉS DE AQUELLO, Macon y Liv se pasaron la mayor parte del tiempo friendo a John a preguntas sobre Abraham y Silas, y quién sabe cuántas cosas más, mientras Lena y yo examinábamos cada libro del estudio de Macon. Había también viejas cartas de Silas, alentando a Macon para que se uniera a su padre y hermano en la batalla contra los Caster. Pero, aparte de eso, no había pistas del pasado de John, ni mención a ningún Caster o Íncubo capaz de hacer cosas parecidas a las habilidades de John.

Las pocas veces que nos permitieron unirnos a su inquisición, Macon observó los intercambios entre Lena y John atentamente. Supongo que le preocupaba que el extraño magnetismo que él había ejercido sobre Lena pudiera repetirse. Pero Lena ahora era más fuerte, y John la enervaba tanto como al resto de nosotros. A mí me preocupaba más Liv. Había presenciado la reacción de las chicas Mortales de Gatlin la primera vez que John entró en el Dar-ee Keen. Pero Liv parecía inmune.

Ya estaba acostumbrado a los altibajos de vivir en un lugar a mitad de camino entre el mundo Caster y Mortal, pero esos días sólo había bajos. La misma semana en que John Breed apareció en Ravenwood, la ropa de Ridley desapareció de su habitación, como si se hubiera ido para siempre. Y unos días más tarde, la tía Prue empeoró.

La siguiente vez que fui a la Residencia del Condado no le pedí a Lena que me acompañara. Quería estar a solas con la tía Prue. No sé por qué, igual que tampoco entendía demasiado lo que me sucedía esos días. Tal vez me estaba volviendo loco. O tal vez ya estuviera loco y no lo sabía.

El aire era gélido, como si hubieran encontrado una forma de absorber el freón y la potencia de todos los aparatos de aire acondicionado del condado de Gatlin y canalizarlos hasta la Residencia del Condado. Deseé que hiciera ese mismo aire fresco en el exterior y no aquí, donde el frío se ceñía alrededor de los pacientes como cadáveres en un depósito.

Era un tipo de frío que no sentaba nunca bien y que, definitivamente, no olía bien. Sudar al menos te hacía sentir vivo y ese olor era lo más humano que podías sacar de allí. Tal vez había pasado demasiado tiempo considerando las implicaciones metafísicas del calor.

Lo que os decía, loco.

Bobby Murphy no soltó palabra cuando me acerqué al mostrador principal, y ni siquiera me miró a los ojos. Sólo me tendió la carpeta y un pase. No sabía si el Hechizo Cierra-La-Boca-De-Una-Vez de Lena le afectaba todo el tiempo o sólo cuando yo estaba cerca. En todo caso me vino bien. No tenía ganas de hablar.

Me negué a mirar en la habitación del otro John o en la Inadvertida Habitación del Bordado, y caminé directamente a través de la Triste Habitación de Fiesta de Cumpleaños. Contuve el aliento cuando pasé por la Cocina Que No Era De Comida, para no oler el suplemento alimenticio.

Entonces reconocí el olor de la lavanda, y supe que la tía Prue estaba allí.

Leah estaba sentada en una silla junto a la cama, leyendo un libro en alguna clase de lenguaje de Demonios o Caster. No llevaba el uniforme color melocotón de la residencia. Sus botas se apoyaban peligrosamente encima de la papelera, frente a ella. Obviamente había renunciado a pasar por enfermera.

—Hola.

Levantó la vista, sorprendida de verme.

—¿Cómo estás? Ya era hora. Me estaba preguntando dónde estarías.

—No lo sé. Ocupado. Con tonterías.

Enloqueciendo y cazando híbridos de Íncubos y a Ridley, a mi madre y a la señora English, y un estúpido asunto sobre una absurda Rueda

Sonrió.

—Bueno, me alegro de verte.

—Y yo también. —Fue todo lo que pude decir. Hice un gesto hacia sus botas—. ¿No te han dado la lata por eso?

—No. No soy la clase de chica a la que la gente da la lata.

No fui capaz de decir nada más. Hablar se estaba volviendo cada día más difícil, incluso con la gente que me importaba.

—¿Te importa si paso un rato con la tía Prue? Ya sabes, a solas.

—Claro que no. Voy a dar una vuelta y a echar un vistazo a Bade. Si no consigo domesticarlo, tendrá que dormir fuera, y es un felino de interior. —Dejó el libro en la silla y salió de la habitación.

Me quedé a solas con la tía Prue.

Había empequeñecido aún más desde la última vez que estuve aquí. Ahora había tubos donde antes no estaban, como si se estuviera convirtiendo centímetro a centímetro en una pieza de maquinaria. Parecía una manzana asándose al sol, arrugándose en formas que parecían imposibles. Durante un rato estuve escuchando el rítmico latido de las abrazaderas de sus tobillos, expandiéndose y contrayéndose, expandiéndose y contrayéndose.

Como si con ellas pudieran sustituir que no caminara, que no existiera, que no viera el concurso de la televisión con sus hermanas, que no se quejara de todo lo que, a su vez, amaba.

Cogí su mano. El tubo que llegaba hasta su boca burbujeaba con cada respiración. Sonaba a humedad e inflamación, como un humidificador con agua en su interior. Como si estuviera ahogándose con su propio aire.

Neumonía. Fue lo que escuché cuando Amma habló con el médico en la cocina. Según las estadísticas el Ángel Exterminador de los pacientes en coma es la neumonía. Me pregunté si el sonido del tubo en su garganta significaba que la tía Prue estaba acercándose a las predicciones.

La idea de mi tía como parte de una estadística hizo que me dieran ganas de lanzar la papelera por la ventana. Pero, en vez de eso, agarré la diminuta mano de mi tía, sus dedos tan pequeños como ramas desnudas en invierno. Cerré los ojos y cogí su otra mano, enlazando mis fuertes dedos en la fragilidad de los suyos.

Apoyé mi frente sobre nuestras manos y cerré los ojos. Imaginé que alzaba la cabeza y la veía sonreír, el esparadrapo y los tubos desaparecidos. Me pregunté si desear sería lo mismo que rezar. Si desear algo con todas tus fuerzas podía hacer que sucediera.

Seguía pensando en ello cuando abrí los ojos, esperando ver la habitación de la tía Prue, su triste cama de hospital y las deprimentes paredes color melocotón. Pero me encontré de pie bajo el sol, frente a una casa en la que había estado cientos de veces antes…

La casa de las Hermanas tenía el mismo aspecto que recordaba antes de que los Vex la partieran en dos. Los muros, el tejado, la sección donde había estado el dormitorio de tía Prue. Todo seguía allí, ni un solo tablón de pino blanco o teja estaba fuera de lugar.

El sendero que llegaba hasta el porche y que rodeaba la casa alineado con hortensias, tal y como le gustaba a la tía Prue. La cuerda de tender de Lucille aún colgaba a través del jardín. Había un perro sentado en el porche, un Yorkshire Terrier que se parecía sospechosamente a Harlon James, salvo que no lo era. Este perro tenía el pelo más dorado, pero lo reconocí y me agaché para acariciarlo. Su chapa decía Harlon James III.

—¿Tía Prue?

Las tres mecedoras blancas estaban en el porche, unas pequeñas mesas de mimbre entre ellas. En una había una bandeja con dos vasos de limonada. Me senté en la segunda mecedora, dejando la primera vacía. A la tía Prue le gustaba sentarse en la que estaba más cerca del sendero, e imaginé que querría ese asiento si iba a venir.

Sentía que iba a venir.

Me había llevado hasta ahí, ¿no es así?

Rasqué a Harlon James III, lo que era extraño, dado que estaba sentado en nuestro salón, disecado. Y volví a mirar a la mesa.

¡Tía Prue! Me había asustado a pesar de que la esperaba. Viéndola en la vida real no parecía tener mejor aspecto que en su cama del hospital. Tosió y escuché el familiar y rítmico sonido del compresor. Aún llevaba las abrazaderas de plástico alrededor de los tobillos, expandiéndose y contrayéndose, como si siguiera en la cama de la Residencia del Condado.

Sonrió. Su rostro parecía transparente, su piel tan pálida y fina que podían verse las venas azul púrpura de debajo.

—Te he echado de menos. Y la tía Grace, tía Mercy y Thelma se están volviendo locas sin ti. Lo mismo que Amma.

—Veo a Amma casi todos los días y a tu padre los fines de semana. Vienen a charlar con más regularidad que otros que conozco. —Sorbió.

—Lo siento. Las cosas no han ido muy bien.

Sacudió la mano hacia mí.

—No me voy a ir a ninguna parte. Todavía no. Me tienen en arresto domiciliario como a uno de esos criminales de la televisión. —Tosió y sacudió la cabeza.

—¿Dónde estamos, tía Prue?

—No creo saberlo. Pero no me queda mucho tiempo. Te tienen muy ocupado por aquí. —Se desabrochó su collar y sacó algo de él. No había visto que llevara el collar en el hospital, pero lo reconocí—. Esto era de mi padre, del padre de su padre, y de mucho antes de que fueras un pensamiento en la mente del Buen Dios.

Era una rosa forjada en oro.

—Esto es para tu chica. Para ayudarme a poder cuidarla por ti. Dile que la lleve con ella.

—¿Por qué estás preocupada por Lena?

—Ahora no empieces a preocuparte por eso. Tú haz lo que te he dicho. —Sorbió de nuevo.

—Pero Lena está bien. Siempre cuidaré de ella. Ya lo sabes. —La idea de que la tía Prue estuviera preocupada por Lena me asustaba más que nada de lo que hubiera sucedido en los últimos meses.

—Es lo mismo, tú dásela.

—Lo haré.

Pero la tía Prue se había ido, dejando solo medio vaso de limonada y una mecedora vacía que aún se balanceaba.

Abrí los ojos, bizqueando ante el resplandor de la habitación de mi tía, y advertí que el sol entraba sesgado, mucho más bajo que cuando llegué. Comprobé mi móvil. Habían pasado tres horas.

¿Qué me estaba sucediendo? ¿Por qué me resultaba más sencillo deslizarme en el mundo de la tía Prue que mantener una simple conversación en el mío? La primera vez que hablé con ella no sentí que el tiempo pasara y, sin embargo, no podría haberlo hecho sin un poderoso Natural a mi lado.

Escuché que la puerta se abría a mi espalda.

—¿Te encuentras bien, muchacho? —Leah estaba en el umbral.

Bajé los ojos hasta mi mano, desenroscando mis dedos cerrados sobre una pequeña rosa dorada. Esto es para tu chica. No me encontraba bien. Y estaba casi seguro que nada lo estaba.

Asentí.

—Bien. Sólo un poco cansado. Ya nos veremos, Leah. —Se despidió con un gesto y dejé la habitación sintiendo el peso de una mochila cargada de piedras a mis espaldas.

Cuando me subí al coche y la radio empezó a sonar, no me sorprendió escuchar una melodía familiar. Después de ver a la tía Prue me sentía aliviado. Porque allí estaba, tan cierta como la lluvia que no había caído en meses. Mi Canción de Presagio.

Dieciocho Lunas, dieciocho próximas,

ella, la Rueda de la Fortuna se aproxima,

luego el Uno Que Son Dos

traerá el Orden de vuelta…

El Uno Que Son Dos, cualquiera que fuera su significado, estaba unido al restablecimiento del Orden.

¿Y qué relación tenía con la Rueda de la Fortuna, la Rueda que era femenina? ¿Quién podría ser lo suficientemente poderoso para controlar el Orden de las Cosas y cobrar forma humana?

Había Caster de Luz y Sombra, Súcubos y Sirens, Sybils y Diviners. Recordé el verso anterior de la canción —el que hablaba de la Reina Demonio—. Posiblemente alguien que podía tomar forma humana, como introducirse en un cuerpo Mortal. Sólo conocía una Reina Demonio que fuera capaz de hacerlo. Sarafine.

Por fin tenía un dato para poder meditar. A pesar de que Liv y Macon se habían pasado cada día de la última semana con John —tratándole como a Frankenstein, como a un visitante real o un prisionero de guerra, dependiendo del día—, él no les había dicho nada que explicara su papel en todo esto.

Yo seguía sin contar a nadie, excepto a Lena, mis visitas a la tía Prue. Pero empezaba a sentir como si todo encajara, de igual forma que todo lo del cuenco acaba en las galletas, como solía decir Amma.

La Rueda de la Fortuna. El Uno Que Son Dos. Amma y el bokor. John Breed. La Decimoctava Luna. Tía Prue. La Canción de Presagio.

Si al menos pudiera descubrir cómo antes de que fuera demasiado tarde.

Cuando llegué a Ravenwood, Lena estaba sentada en el porche delantero. Pude ver cómo me observaba mientras atravesaba la desvencijada verja de hierro.

Recordé lo que dijo tía Prue cuando me entregó la rosa de oro. Esto es para tu chica. Para ayudarme a poder cuidarla por ti.

No quería pensar en ello.

Me senté junto a Lena en el último escalón. Extendió su mano y me cogió el amuleto, introduciéndolo en su collar sin pronunciar palabra.

Es para ti. De la tía Prue.

Lo sé. Me lo ha dicho.

—Me quedé dormida en la cama y de repente estaba allí —dijo Lena—. Era exactamente como me lo habías descrito: un sueño que no parecía un sueño. —Asentí, y ella apoyó su cabeza en mi hombro—. Lo siento, Ethan.

Miré al jardín, todavía verde a pesar del calor y los cigarrones y todo por lo que habíamos pasado.

—¿Te dijo algo más?

Lena asintió y alzó una mano para acariciar mi mejilla. Cuando se volvió hacia mí, vi que había estado llorando.

No creo que le quede mucho tiempo.

¿Por qué?

Dijo que venía a despedirse.

Esa noche no volví a casa sino que acabé sentado en las escaleras de la casa de Marian. A pesar de que ella estaba dentro y yo fuera, me sentía mejor en su casa que en la mía.

Por ahora. No sabía cuánto tiempo estaría allí y no quería pensar dónde estaría yo sin ella.

Me quedé dormido en su primorosamente cuidado porche. Y si esa noche soñé, no lo recuerdo.