1 de noviembre
La Reina Demonio
UNA DE LAS DESVENTAJAS de vivir en un pueblo pequeño es que no puedes largarte de una clase en medio de un recreación histórica que tu profesora de inglés lleva semanas organizando. No sin pagar las consecuencias. En la mayoría de los sitios, eso supondría la suspensión o al menos un arresto. En Gatlin significaba que Amma me obligaría a presentarme en casa de la profesora con una bandeja llena de galletas de mantequilla de cacahuete.
Que es exactamente donde me encontraba.
Llamé a la puerta confiando en que la señora English no estuviera en casa. Contemplé la hoja roja, cambiando el peso de una pierna a otra, incómodo. A Lena le gustaban las puertas rojas. Decía que el rojo era un color alegre, y los Caster no tenían puertas rojas. Para los Caster las puertas eran peligrosas —todos los umbrales lo eran—. Sólo los Mortales tenían puertas rojas.
Mi madre odiaba las puertas rojas. Y tampoco le gustaba la gente que las tenía. Decía que tener una puerta roja en Gatlin significaba que eras la clase de persona a la que no le asustaba ser diferente. Pero si pensabas que tener una puerta roja lo haría por ti, entonces simplemente eras como el resto de la gente.
No tuve tiempo para abordar mi propia teoría sobre puertas rojas porque justo en ese momento la que tenía delante se abrió. La señora English se asomó con un vestido floreado y unas zapatillas de pelo.
—¿Ethan? ¿Qué estás haciendo aquí?
—He venido a disculparme, señora. —Le tendí la bandeja—. Le he traído unas galletas.
—Entonces supongo que debes pasar. —Se apartó, abriendo la puerta del todo.
Esa no era la respuesta que esperaba. Me había imaginado disculpándome y entregándole las famosas galletas de mantequilla de cacahuete de Amma, que ella aceptaría, y me iría de allí. Pero no teniendo que seguirla dentro de su pequeña casa. Con puerta roja o sin ella, no me sentía precisamente contento.
—¿Por qué no nos sentamos en la salita?
La seguí hasta una pequeña habitación que no se parecía a ninguna salita que hubiera visto antes. Era la casa más pequeña en la que había estado nunca. Las paredes estaban cubiertas de fotografías de su familia en blanco y negro. Eran tan viejas y las caras tan pequeñas que hubiera tenido que detenerme y contemplarlas fijamente para poder distinguirlas, lo cual hacía que todas resultaran extrañamente íntimas. Al menos, extraño para Gatlin, donde nuestras familias estaban expuestas por todas partes, los muertos y los vivos.
Vale, la señora English era rara.
—Por favor, toma asiento. Te traeré un vaso de agua. —No era una sugerencia, sino más bien una orden. Entró en la cocina, que debía tener el tamaño de dos armarios y pude escuchar el sonido del agua correr.
—Gracias, señora.
Había una colección de figuritas de cerámica sobre la repisa de la chimenea: una esfera, un libro, un gato, una luna, una estrella. La versión Lilian English de toda la chatarra habitual que las Hermanas habían coleccionado y no dejaban que nadie tocase hasta que quedó reducida a escombros en su jardín delantero. En el hueco de la chimenea había una pequeña televisión, con antenas de oreja de conejo que debía de llevar más de veinte años sin funcionar. Una planta con aspecto de telaraña estaba colocada encima, haciendo que el conjunto recordara a una enorme maceta, si no fuese porque la planta parecía estar muriendo, lo que convertía a la maceta que no era maceta, sobre la televisión que no era televisión, en medio de la chimenea que no era chimenea, en un sinsentido.
Una pequeña librería se encastraba a un lado de la chimenea. De hecho, parecía ser lo que aparentaba, pues había libros en ella. Me agaché para leer los títulos: Matar a un ruiseñor. El hombre invisible. Frankenstein. El doctor Jekyll y mister Hyde. Grandes esperanzas.
La puerta principal se cerró de golpe, y escuché una voz que nunca hubiera esperado escuchar en casa de mi profesora de inglés.
—Grandes esperanzas. Uno de mis favoritos. Es tan… trágico. —Sarafine estaba detrás del umbral, sus ojos amarillos observándome. Abraham se había materializado en un raído sillón de flores en un rincón de la habitación. Parecía cómodo, como si fuera un invitado más. El Libro de las Lunas descansaba en su regazo.
—¿Ethan? Has abierto la puerta… —A la señora English sólo le llevó un minuto regresar de la cocina. No sé si fue por los extraños en su salita o por los ojos amarillos de Sarafine, pero se le cayó el vaso de agua y los cristales rotos salpicaron la floreada alfombra—. ¿Quiénes son ustedes?
Miré a Abraham.
—Están aquí por mí.
Él se rio.
—Esta vez no, chico. Hemos venido por otra cosa.
La señora English estaba temblando.
—No tengo nada de valor. Soy sólo una maestra.
Sarafine sonrió, lo que la hizo parecer aún más desquiciada.
—En realidad, tiene algo que es muy valioso para nosotros, Lilian.
La señora English dio un paso atrás.
—No sé quiénes son ustedes, pero deberían marcharse. Mis vecinos probablemente hayan avisado a la policía. Esta es una calle muy tranquila. —Su voz se elevó. Podía advertir que la señora English estaba a punto de desmayarse.
—¡Dejadla en paz! —Di un paso hacia Sarafine, que extendió los dedos abiertos hacia mí.
Sentí la fuerza, diez veces más potente que cualquier mano, golpear contra mi pecho. Me precipité contra la librería, haciendo que los polvorientos libros cayeran a mi alrededor.
—Siéntate, Ethan. Creo que te conviene ver el final del mundo tal y como lo conoces.
No podía levantarme. Aún sentía el peso del poder de Sarafine en mi pecho.
—Están ustedes locos —susurró la señora English, con ojos desorbitados.
Sarafine fijó sus terroríficos ojos sobre la señora English.
—No sabe ni la mitad.
Abraham apagó su puro en la mesita lateral de la señora English y se levantó de su sillón. Abrió el Libro de las Lunas como si estuviera marcado por una página concreta.
—¿Qué está haciendo? ¿Llamando a otros Vex? —grité.
Esta vez ambos se rieron.
—Lo que estoy convocando hace que un Vex parezca un gato domesticado. —Empezó a leer en un idioma que no reconocí. Tenía que ser el idioma Caster, el Niádico, tal vez. Las palabras eran casi melódicas hasta que las tradujo y comprendí lo que significaban.
—«De sangre, cenizas y dolor. Para los Demonios atrapados en el interior…».
—¡Alto! —grité. Abraham ni siquiera me miró.
Sarafine retorció levemente su puño, y sentí que mi pecho se tensaba.
—Estás presenciando la historia, Ethan, tanto para Caster como para Mortales. Sé un poco más respetuoso.
Abraham aún estaba leyendo.
—«Llamo a su Creador».
En el momento en que Abraham pronunció la última palabra, la señora English jadeó y su cuerpo se arqueó violentamente. Sus ojos se pusieron blancos y se desplomó en el suelo como un guiñapo. Su cuello descansaba contra el pecho en una postura extraña, y en lo único que pude pensar fue en lo exánime que parecía.
Como si estuviera muerta.
Abraham empezó a leer de nuevo. Entonces sentí como si estuviera bajo el agua. Todo era lento y amortiguado. ¿Cuántas personas más morirían por su causa?
—«… para vengarlos. ¡Y servirlos!». —La voz de Abraham resonó a través de la pequeña habitación, y las paredes comenzaron a temblar. Cerró el libro de golpe y se acercó hasta el cuerpo de la señora English.
La planta con aspecto de telaraña se cayó de la televisión, y el tiesto estalló contra la piedra de la chimenea. Las pequeñas figuritas se balancearon hacia delante y hacia atrás, las piezas de la vida de la señora English a punto de romperse.
—¡Ella viene! —anunció Sarafine a Abraham, y comprendí que ambos estaban mirando el cuerpo de la señora English. Intenté levantarme, pero el peso aún aplastaba mi pecho. Lo que quiera que fuera a suceder no podía detenerlo.
Ya era demasiado tarde.
El cuello de la señora English fue lo primero en alzarse, su cuerpo le siguió lentamente, levantándose del suelo como si un hilo invisible tirara de él. Era horrible la forma en que su exánime cuerpo se movía como una marioneta. Cuando su cuerpo se irguió, sus párpados se abrieron de golpe.
Pero sus ojos habían desaparecido. Y en su lugar sólo había unas oscuras sombras.
Los temblores cesaron y la habitación se quedó inmóvil.
—¿Quién me llama? —La señora English estaba hablando, pero la voz no era la suya. Era inhumana. No había modulación en el tono, ni inflexión, era hechizante y siniestra.
Abraham sonrió. Estaba orgulloso de lo que había hecho.
—Soy yo. El Orden se ha roto, y te llamo para que traigas a los sin alma, a aquellos que vagan por el abismo del Inframundo, para que se unan aquí con nosotros.
Los ojos vacíos de la señora English miraron más allá, pero la voz contestó.
—No se puede hacer.
Sarafine, horrorizada, miró a Abraham.
—¿Qué pasa si ella…?
Él la silenció con una mirada, y se volvió hacia la criatura que habitaba en el caparazón de la señora English.
—No me he expresado con claridad. Tenemos cuerpos para ellos. Trae a los sin alma y ofréceles los cuerpos de los Caster de Luz. Este será el Nuevo Orden. Tú lo Vincularás.
Se escuchó un estruendo dentro del cuerpo de la señora English, como si la criatura se estuviera riendo de forma enfermiza.
—Yo soy la Lilum. Tiempo. Verdad. Destino. El Rio Sin Fin. La Rueda de la Fortuna. Tú no me mandas.
Lilum. Lilian English. Era una especie de broma cósmica de mal gusto. Salvo por un detalle: que no era una broma; un detalle que no dejaba de repetirse en mi cabeza.
La Rueda de la Fortuna nos aplasta a todos.
Abraham parecía angustiado y Sarafine anonadada. Ambos habían creído que podrían controlar a esa Lilum, o lo que quiera que fuese.
Abraham apretó con fuerza el Libro de las Lunas y cambió de táctica.
—Entonces apelo a ti como Reina Demonio. Ayúdanos a forjar el Nuevo Orden. Uno en el que la Luz sea finalmente eclipsada para siempre por la Oscuridad.
Me estremecí. Todo comenzaba a encajar. La Canción de Presagio tenía razón. Incluso aunque nunca hubiera oído hablar de esa Lilum lo que fuese, la canción me había advertido sobre la Reina Demonio y la Rueda de la Fortuna más de una vez.
Intenté no dejarme llevar por el pánico.
La Lilum respondió, su voz inquietantemente plana.
—La Luz y la Oscuridad no tienen sentido para mí. Sólo hay un poder, nacido del Fuego Oscuro, donde se crea todo poder.
¿De qué estaba hablando? Ella era la Reina Demonio. ¿Eso no la hacía Oscura?
—No. —La voz de Sarafine era poco más que un susurro—. No es posible. La Reina Demonio es auténtica Oscuridad.
—Mi verdad es el Fuego Oscuro, el origen del poder de Luz y Oscuridad.
Sarafine parecía confusa, algo que nunca había visto en ella durante mis visiones.
Así fue como me di cuenta de que ni ella ni Abraham comprendían en absoluto a la Lilum. Yo no podía presumir que lo hacía, pero sabía que no era Oscura de la forma que ellos creían. Era algo especial. Tal vez la Lilum fuera gris, una nueva sombra en el espectro. O tal vez fuera lo contrario, y no poseyera ni la Oscuridad ni la Luz y fuera una ausencia de ambos.
En cualquier caso no era uno de ellos.
—Pero puedes forjar un Nuevo Orden —dijo Sarafine.
La cabeza de la señora English se giró hacia el sonido de la voz de Sarafine.
—Puedo. Pero habrá que pagar un precio.
—¿Cuál es el precio? —pregunté sin pensar.
La cabeza se giró hacia mí.
—Un Crisol.
La Reina Demonio, la Rueda de la Fortuna o, quienquiera que fuera, no se refería a mis deberes de inglés.
—No lo entiendo.
—¡Cállate, chico! —espetó Abraham.
Pero la Lilum aún mantenía su mirada vacía en mi dirección.
—Este Mortal tiene las palabras que quiero. —La Lilum hizo una pausa. Estaba hablando de la señora English—. Crisol. Un caldero para fundir metales. Una alegoría Mortal. —¿Estaría buscando las palabras adecuadas en la mente de la señora English?—. Una dura prueba. —Se detuvo—. Sí. Una prueba. En la Decimoctava Luna.
—¿Cuál es esa prueba?
—En la Decimoctava Luna —repitió—. Para Uno que restablecerá de nuevo el Orden.
Era el mensaje de mi Canción de Presagio, al menos en gran parte.
El Uno Que Son Dos.
—¿Quién? —inquirió Abraham—. ¡Dímelo ya! ¿Quién restablecerá el Orden?
El cuello de la señora English se retorció de forma extraña hacia Abraham, las oscuras y sombreadas cuencas de los ojos mirándole. Un sonido atronador desgarró la casa.
—Tú no me mandas.
Antes de que pudiera responder, una luz cegadora irradió desde las oscuras cuencas donde debían estar los ojos de la señora English directamente hacia Abraham y Sarafine. Abraham ni siquiera tuvo tiempo para desmaterializarse. La luz les golpeó y estalló a su alrededor, llenando la habitación. La garra invisible de Sarafine desapareció y me llevé el brazo a los ojos para protegerme de la luz. Pero aun así podía sentirla, como si estuviera mirando al sol.
En pocos segundos, el insoportable resplandor se debilitó y pude apartar el brazo de mi cara. Miré hacia el lugar donde habían estado Sarafine y Abraham de pie. Unas manchas negras nublaban mi visión.
Abraham y Sarafine habían desaparecido.
—¿Están muertos? —Me descubrí deseándolo. Tal vez Abraham había utilizado el Libro de las Lunas demasiadas veces. El Libro siempre se llevaba algo a cambio.
—Muertos. —La Lilum hizo una pausa—. No. No ha llegado su momento de ser juzgados.
No estaba de acuerdo, pero no pensaba discutirlo con una criatura tan poderosa como para hacer desaparecer a Abraham y Sarafine.
—¿Qué les ha pasado?
—He querido apartarlos. No deseo escuchar sus voces. —No contestó exactamente a mi pregunta.
Pero aún tenía otra, y tenía que reunir el valor para hacerla.
—Respecto a aquel que debe enfrentarse a la prueba en la Decimoctava Luna, ¿se refiere al Uno Que Son Dos?
Las oscuras cuencas de sus ojos se volvieron hacia mí, y la voz comenzó a hablar.
—El Uno Que Son Dos, a Quien el Equilibrio se paga. El Fuego Oscuro, del que emana todo poder, creará un nuevo Orden.
—¿Entonces puede restablecerse? ¿El Orden, quiero decir?
—Si el Equilibrio se paga, habrá un Nuevo Orden. —Su voz era completamente plana, como si lo que yo esperaba no tuviera ninguna importancia.
—¿Qué quiere decir con el Equilibrio?
—Equilibrio. Retribución. Sacrificio.
Sacrificio.
Por el Uno Que Son Dos.
—Lena no —susurré. No podía perderla de nuevo—. Ella no puede ser el sacrificio. No pretendía romper el Orden.
—Oscuridad y Luz a la vez. El Equilibrio Perfecto. La Verdadera Magia. —La Lilum estaba tranquila. ¿Estaría pensando, buscando las palabras en la mente de la señora English, o simplemente cansada de oír mi voz?—. Ella no es el Crisol. La criatura de la Oscuridad y Luz Vinculará el Nuevo Orden.
No era Lena.
Respiré hondo.
—Un momento. ¿Entonces quién es?
—Hay otro.
Tal vez no entendía lo que le preguntaba.
—¿Quién?
—Tú encontrarás al Uno Que Son Dos. —Las vacías sombras negras me miraron desde el rostro de la señora English.
—¿Por qué yo?
—Porque eres el Wayward. Aquel que marca el camino entre nuestros mundos. El mundo de Demonios y el mundo Mortal.
—Quizá no quiera ser el Wayward —dije sin pensar, pero era cierto. No sabía cómo encontrar a esa persona. Y no me gustaba que el destino del mundo Mortal y Caster descansara en mí.
Las paredes volvieron a temblar, las figuritas de cerámica chocaron unas con otras. Observé cómo la pequeña luna se movía peligrosamente hasta el borde de la repisa.
—Lo entiendo. No podemos elegir lo que somos en el Orden. Yo soy la Reina Demonio. —¿Estaba diciendo que tampoco le gustaba ser quien era?—. El Orden de las Cosas existe por encima de todo. El Río fluye. La Rueda gira. Este momento cambia el siguiente. Tú lo has cambiado todo. —Las paredes dejaron de temblar, y la luna se detuvo justo antes de caer.
—Este es el camino. No hay otro.
Eso lo entendí.
Fue la última cosa que la Lilum dijo antes de que el cuerpo poseído de la señora English se desplomara sobre el suelo.