20 de noviembre
La siguiente generación
—RETÍRATE, BOY SCOUT. Te he contado todo lo que sé. ¿Por qué iba a ocultarte nada ahora? —John sonrió y miró por encima de Liv—. Yo aquí sólo llevo los pantalones. Ella es la que lleva el cinturón.
Era cierto. Su cinturón de escorpión estaba rodeando la cintura de Liv. Lena se lo había entregado, ya que ella parecía ser la niñera de John cuando Macon no estaba con él. Nunca le dejaban solo. Incluso por la noche, Macon Vinculaba el estudio con Hechizos de Ocultación y Confinamiento.
Pero si John decía la verdad sobre sus habilidades, bastaba con que tocara a Macon para conseguir algunos de sus poderes. La pregunta era: ¿por qué no lo hacía? Estaba empezando a pensar que no quería marcharse, pero eso no tenía sentido.
Últimamente nada lo tenía.
Desde mi conversación con la Lilum —Rueda de la Fortuna, Reina Demonio, señora English Que No Era La Señora English— tenía más preguntas que respuestas. Y ninguna idea de cómo encontrar al Uno Que Son Dos, ni de cuánto tiempo nos quedaba.
Necesitaba averiguar cuándo sería la Decimoctava Luna. No podía quitarme de la cabeza la idea de que tenía que ver con John Breed, desde que el John de la Residencia del Condado lo garabateó en su mensaje.
A este John no parecía importarle. Estaba tendido todo lo largo que era sobre un catre pegado a la pared, durmiendo y fastidiándome alternativamente.
Lena estaba frustrada. Los encantos de John ya no funcionaban con ella.
—Abraham debió decirte algo sobre la Decimoctava Luna.
Se encogió de hombros, con aire aburrido.
—Es tu novio quien no puede dejar de hablar del tema.
—¿En serio? ¿Por qué no levantas tu culo y me haces callar?
Ethan, cálmate. No dejes que te afecte.
Liv se levantó.
—Ethan, creo que podemos comportarnos de manera más civilizada. Por lo que sabemos, John es tan víctima del reino del terror de Abraham como el resto de nosotros. —Sonaba muy comprensiva, demasiado comprensiva.
—¿Acaso ha mordido a alguno de tus mejores amigos últimamente? —espeté.
Liv pareció avergonzada.
—Entonces no quiero saber nada de ser educado.
John se levantó del catre.
—No hace falta que la hables así. Estás cabreado conmigo. No lo pagues con Olivia. Está partiéndose el culo para ayudarte.
Miré a Liv. Se había ruborizado mientras comprobaba los diales en su selenómetro. Me pregunté si el magnetismo del John Íncubo estaba teniendo efectos sobre ella.
—No te ofendas, pero cierra el pico ya.
—¡Ethan! —Lena me lanzó su versión de la Mirada. Ahora me estaban dando por todos los lados.
John estaba divirtiéndose.
—Quieres que hable, quieres que me calle. Avísame cuando te hayas decidido.
No quería hablar con él en absoluto. Quería que desapareciera.
—Liv, ¿por qué tenéis que mantenerlo cerca? No nos ha contado nada. Apuesto a que ha utilizado sus habilidades para absorber poderes Caster y enviar un mensaje a Abraham y Sarafine, que a estas alturas estarán de camino.
Liv cruzó los brazos con desaprobación.
—John no ha estado absorbiendo ningún poder. La mayor parte del tiempo está a solas conmigo. Con Macon y conmigo. —Volvió a sonrojarse—. Y gritarle no te va a llevar a ninguna parte. John es prácticamente una víctima de tortura. No puedes imaginar la forma en que Silas y Abraham le trataron cuando estaba creciendo. Nada de lo que puedas decir se parece a lo que ha soportado.
Me volví hacia John.
—¿Así que eso es lo que has estado haciendo aquí? ¿Contarle a Liv historias lacrimógenas para que sienta pena por ti? Tío, realmente eres un auténtico idiota manipulador.
John se levantó y se encaminó hacia donde yo estaba.
—Qué gracioso, yo estaba pensando que tú eras un idiota encantador.
—¿En serio? —Cerré el puño.
—No. —Y lo mismo hizo él.
—Ya basta. —Lena se interpuso entre los dos—. Esto no está ayudando.
—Y no es nada científico, ni educado, ni siquiera remotamente entretenido —añadió Liv.
John regresó a su catre.
—No sé por qué todos estáis convencidos de que esto tiene que ver conmigo.
No estaba dispuesto a contarle lo de los mensajes de un chico que había sufrido daños cerebrales y no podía hablar.
—Esto está relacionado con la Decimoctava Luna. La de Lena no es hasta febrero, salvo que Sarafine y Abraham estén otra vez impulsando las lunas fuera de su tiempo. —Lena cruzó los brazos, observando a John.
Él se encogió de hombros, revelando el tatuaje negro de su brazo.
—Así que tenéis unos meses. Más vale que os pongáis en marcha.
—Te lo he explicado, ella no dijo que fuera la Decimoctava Luna de Lena. Tal vez no tengamos tanto tiempo.
Liv se dio la vuelta para mirarme.
—¿Quién no dijo qué?
Mierda. Aún no quería contarle lo de la Lilum, y menos delante de John. Lena no era la única chica que sabía que era dos cosas a la vez. Liv ya no era una Guardiana, pero aún actuaba como tal.
—Nadie. No es importante.
Liv me observaba atentamente.
—Has dicho que un chico llamado John en la Residencia del Condado sabía algo sobre la Decimoctava Luna, uno que estaba en la espeluznante habitación del cumpleaños. Pensé que esa era la razón por la que estabas acosando a John.
—¿Acosando a John? ¿Es eso lo que crees que hago? —No podía creer lo rápido que él la había convencido.
—De hecho, yo lo llamaría hostigamiento. —John parecía complacido consigo mismo.
Le ignoré. Estaba demasiado ocupado tratando de cubrir mis huellas con Liv.
—Era un chico llamado John, pero no estaba en la habit…
Me detuve.
Un chico llamado John.
Lena me miró.
La habitación del Cumpleaños.
Estábamos pensando lo mismo.
¿Qué pasaría si hubiéramos estado enfocando todo mal?
—John, ¿cuándo es tu cumpleaños?
Estaba estirado, lanzando una pelota sobre el lugar donde apoyaba las botas contra el muro.
—¿Por qué? ¿Vas a hacerme una fiesta, Mortal? No me gustan demasiado las tartas.
—Tú contesta a la pregunta —dijo Lena.
La pelota volvió a golpear el muro.
—El 22 de diciembre. Al menos eso es lo que Abraham me dijo. Aunque probablemente sea un día que escogió al azar. Él me encontró, ¿recordáis? Y no tenía ninguna nota pinchada en mi camisa con la fecha de mi cumpleaños escrita en ella.
No podía ser tan estúpido.
—¿Te parece que Abraham es la clase de persona a quien le importa si tienes cumpleaños o no?
La pelota dejó de rebotar contra la pared.
Liz estaba pasando las hojas del almanaque. Escuché cómo contenía el aliento.
—¡Oh, Dios mío!
John caminó hasta la mesa y miró por encima del hombro de Liv.
—¿Qué?
—El 22 de diciembre es el solsticio de invierno, la noche más larga del año.
John se dejó caer en la silla a su lado. Intentó parecer indiferente, pero pude advertir que sentía curiosidad.
—¿Y qué? Es una larga noche. ¿A quién le importa?
Liv cerró el almanaque.
—Los antiguos celtas consideraban el solsticio de invierno el día más sagrado del año. Creían que la Rueda del Año dejaba de girar durante un rato en el momento del solsticio. Era un momento de purificación y renacimiento…
Liv seguía hablando, pero yo sólo podía oír mis propios pensamientos.
La Rueda del Año.
La Rueda de la Fortuna.
Purificación y renacimiento.
Un sacrificio.
Eso es lo que la Lilum intentaba decirme en casa de la señora English. En la Decimoctava Luna, la noche del solsticio de invierno, debía hacerse el sacrificio para dar luz al Nuevo Orden.
—¿Ethan? —Lena me miraba fijamente, con gesto preocupado—. ¿Te encuentras bien?
—No. Ninguno de nosotros lo está. —Miré a John—. Si estás diciendo la verdad, y no estás esperando a que Abraham y Sarafine vengan en tu rescate, necesito que me digas todo lo que puedas sobre él.
John se inclinó por encima de la mesa hacia mí.
—Si crees que no puedo escapar de un pequeño estudio en los Túneles, es que eres más idiota de lo que pensaba. No tienes ni idea de lo que puedo hacer. Estoy aquí porque… —echó una mirada a Liv—. No tengo a donde ir.
No sabía si estaba mintiendo. Pero todas las señales —las canciones, los mensajes, incluso tía Prue y la Lilum— apuntaban en su dirección.
John tendió un lápiz a Liv.
—Abre ese cuaderno rojo y te contaré todo lo que quieras saber.
Después de escuchar a John hablar de su infancia junto a Silas Ravenwood —que parecía un sargento de instrucción que pasaba la mayor parte del tiempo dando palizas a John y obligándole a memorizar su doctrina contra los Caster— incluso yo empecé a sentir lástima por él. Aunque nunca lo reconocería.
Liv escribía cada palabra.
—Así que, básicamente, Silas odia a los Caster. Interesante, teniendo en cuenta que se casó con dos de ellos. —Miró a John—. Y crio a otro.
John se rio, y no hubo forma de ignorar la amargura de su voz.
—No me gustaría estar cerca si te oyera llamarme así. Silas y Abraham nunca me consideraron un Caster. Según Abraham, yo soy «la siguiente generación», más fuerte, rápida, insensible a la luz del sol, y todos esos rollos. Abraham es bastante apocalíptico para ser un Demonio. Cree que el final se acerca, incluso si tiene que provocarlo él mismo, y que la raza inferior finalmente desaparecerá.
Me froté la cara con las manos. No estaba seguro de cuánto más podría aguantar.
—Supongo que eso son malas noticias para nosotros los Mortales.
John me miró de forma extraña.
—Los Mortales no son la raza inferior. Sólo la base de la cadena de alimentación. Estaba hablando de los Caster.
Liv se colocó el lápiz detrás de la oreja.
—No me había dado cuenta de lo mucho que odiaba a los Caster de Luz.
John sacudió la cabeza.
—No lo entendéis. No estoy hablando de los Caster de Luz. Abraham quiere desembarazarse de todos los Caster.
Lena levantó la vista, sorprendida.
—Pero Sarafine… —empezó Liv.
—Ella no le importa. Sólo le cuenta lo que ella quiere oír. —La voz de John era seria—. A Abraham Ravenwood no le importa nadie.
Había muchas noches en las que no podía dormir, pero esa noche no quería hacerlo. Quería olvidar el complot de Abraham Ravenwood para destruir el mundo, y la promesa de la Lilum de que se destruiría solo. Salvo, por supuesto, que alguien quisiera sacrificarse a sí mismo. Alguien a quien tenía que encontrar.
Si me quedaba dormido, esos pensamientos se enredarían con los ríos de sangre, tan reales como el barro de mis sábanas de mis sueños la primera vez que conocí a Lena. Quería encontrar un lugar donde esconderme de todo ello, donde las pesadillas y los ríos y la realidad no pudieran alcanzarme. Para mí, ese lugar había estado dentro de un libro.
Y sabía exactamente cuál. No estaba debajo de mi cama; lo había guardado en una de las cajas de zapatos apiladas contra las paredes de mi cuarto. Esas cajas contenían todo lo que era importante para mí, y sabía lo que había dentro de cada una de ellas.
Al menos creí que lo sabía.
Durante un segundo, no pude moverme. Escaneé las brillantes cajas de cartón de colores, buscando el mapa mental que me llevaría a la correcta. Pero no estaba allí. Mis manos empezaron a temblar. Mi mano derecha —la que utilizaba para escribir— y la izquierda —la que utilizaba ahora.
No sabía dónde estaba la caja.
Había algo mal en mí, y no tenía nada que ver con los Caster ni con Guardianas ni con el Orden de las Cosas. Estaba cambiando, perdiendo cada día más y más una parte de mí. Y no sabía por qué.
Lucille saltó de mi cama cuando empecé a rebuscar entre las cajas, abriendo las tapas y volcando todo, desde la colección de chapas hasta las postales de baloncesto o las fotos borrosas de mi madre, por el suelo de la habitación. No me detuve hasta que lo encontré en una caja negra de Adidas. Quité la tapa y allí estaba: mi ejemplar de De ratones y hombres de John Steinbeck.
No era una historia alegre, de esas que esperas que escoja una persona cuando está tratando de apartar lo que quiera que le esté acosando. Pero la escogí por una razón. Hablaba de sacrificio; si se trataba de sacrificio personal o de sacrificar a alguien para salvar tu propio pellejo, eso ya era más discutible.
Imaginé que lo descubriría por la noche, mientras leía sus páginas. Ya era muy tarde cuando me di cuenta de que alguien más había estado buscando respuestas entre las tapas de un libro.
¡Lena!
Ella también estaba pasando páginas…
Cuando Sarafine cumplió diecinueve años dio a luz a una preciosa niña. La niña fue una sorpresa y, aunque Sarafine se pasó horas contemplando la delicada cara de su hija, el bebé era una bendición sólo a medias. Sarafine nunca había deseado tener un bebé. No quería un niño que viviera la vida de incertidumbre que implicaba ser una Duchannes. No quería que su hijo tuviera que luchar con la Oscuridad que Sarafine sabía que se escondía dentro de ella. Hasta que el bebé recibiera su verdadero nombre a los dieciséis años, Sarafine llamó a su hija Lena, porque significaba «la que es brillante», con la fútil esperanza de aplazar la maldición. John se había reído. Sonaba como algo que hubieran hecho los Mortales, poner sus esperanzas en un nombre.
Sarafine tenía que poner sus esperanzas en algo.
Lena no fue la única persona inesperada que apareció en su vida.
Sarafine caminaba sola cuando vio a Abraham Ravenwood de pie en la misma esquina donde lo había encontrado la primera vez, casi un año antes. Parecía estar esperando, como si supiera que iba a venir. Como si, de alguna forma, pudiera ver la lucha desencadenada en el campo de batalla de su mente. Una lucha que nunca sabía si iba ganando.
Le hizo un ademán, como si fueran viejos amigos.
—Pareces preocupada, señorita Duchannes. ¿Hay algo que te inquiete? ¿Puedo hacer algo para ayudar?
Con su barba blanca y su bastón, a Sarafine Abraham le recordaba a su abuelo. Echaba de menos a su familia, a pesar de que se negaran a verla.
—No lo creo.
—¿Todavía luchando con tu naturaleza? ¿Se han vuelto más fuertes las voces?
Lo habían hecho, ¿pero cómo podía saberlo? Los Íncubos no se volvían Oscuros. Nacían en la Oscuridad.
Él lo intentó de nuevo.
—¿Has estado prendiendo fuegos por accidente? Eso se llama la Estela de Fuego.
Sarafine se paralizó. Había iniciado sin querer varios fuegos. Cuando sus emociones se intensificaban, era como si se manifestaran en llamas. Sólo dos pensamientos la consumían ahora: el fuego y Lena.
—No sabía que tuviera nombre —susurró.
—Hay muchas cosas que no sabes. Me gustaría invitarte a estudiarlas conmigo. Puedo enseñarte todo lo que necesitas saber.
Sarafine miró hacia otro lado. Él era Oscuro, un Demonio. Sus ojos negros le decían todo lo que necesitaba saber. No podía fiarse de Abraham Ravenwood.
—Ahora tienes un bebé, ¿no es así? —No era exactamente una pregunta—. ¿Quieres que camine por el mundo cargando con una maldición que se remonta a mucho antes de que nacieras? ¿O quieres que sea capaz de Cristalizarse por sí misma?
Sarafine no le contó a John que se reunía con Abraham Ravenwood en los Túneles. Él no lo entendería. Para John, el mundo era negro o blanco, Luminoso u Oscuro. No sabía que pudieran convivir a la vez, en la misma persona, como lo hacían en ella. Odiaba mentir, pero lo hacía por Lena.
Abraham le mostró algo de lo que nadie en su familia se atrevía a hablar, una profecía relacionada con la maldición. Una profecía que podía salvar a Lena.
—Estoy seguro de que los Caster de tu familia nunca te contaron nada de esto. —Sostuvo el borroso papel en su mano mientras leía las palabras que prometían cambiarlo todo: «El Primero será Negro /pero el Segundo podrá elegir volver atrás».
Sarafine sintió que se quedaba sin aliento.
—¿Entiendes lo que significa? —Abraham sabía que esas palabras lo significaban todo para ella, y que se aferraría a esa esperanza como si fuera parte de la profecía—. El primer Natural nacido en la familia Duchannes sería Oscuro, una Cataclyst. —Estaba hablando de ella—. Pero el segundo podría elegir. Podría Cristalizar.
Sarafine encontró el valor para hacer la pregunta que la reconcomía.
—¿Por qué me está ayudando?
Abraham sonrió.
—Yo también tengo un niño, no mucho mayor que Lena. Tu padre lo está criando. Sus padres lo abandonaron porque tenía unos poderes inusuales. Y también un destino inusual.
—Pero no quiero que mi hija se vuelva Oscura.
—No creo que de verdad comprendas lo que es la Oscuridad. Tu mente ha sido envenenada por los Caster de Luz. Luz y Oscuridad son dos caras de la misma moneda.
Una parte de Sarafine se preguntó si tendría razón. Rezó para que fuera así.
Abraham también la estaba enseñando cómo controlar los arrebatos y las voces. Sólo había una forma de exorcizarlos. Sarafine prendía fuegos, arrasaba campos enteros de maíz y enormes extensiones de bosques. Era un alivio permitir que sus poderes reinaran libremente. Y nadie resultaba herido.
Pero las voces aún seguían apareciendo, susurrando la misma palabra una y otra vez.
Quema.
Cuando las voces no la acechaban, podía escuchar a Abraham en su cabeza, fragmentos y retazos de sus conversaciones resonaban una y otra vez: «Los Caster de Luz son peores que los Mortales. Consumidos de envidia porque sus poderes son inferiores, quieren diluir nuestro linaje con sangre Mortal. Pero el Orden de las Cosas no lo permitirá». Cuando llegaba la noche, algunas de esas palabras cobraban sentido. «Los Caster de Luz rechazan el Fuego Oscuro, del que emana todo poder». Y otras trataba de grabárselas en las profundidades de su mente. «Si fueran lo suficientemente fuertes, nos matarían a todos».
Estaba tumbado en el suelo de mi desordenada habitación, mirando al techo azul claro. Lucille se había sentado en mi pecho, lamiéndose las patas.
La voz de Lena se abrió camino en mi mente de forma tan sigilosa que apenas la escuché.
Lo hacía por mí. Me quería.
No supe qué decir. Era cierto, aunque no era tan sencillo. En cada nueva visión, Sarafine se hundía más profundamente en la oscuridad.
Sé que te quería, L. Lo que no creo es que pudiera luchar con lo que le estaba sucediendo. No podía creer que estuviera defendiendo a la mujer que había matado a mi madre. Pero Izabel no era Sarafine, al menos no en ese momento. Sarafine mató a Izabel, igual que hizo con mi madre.
Lo que le estaba sucediendo no fue otra cosa que Abraham.
Lena buscaba a alguien a quien culpar. Todos lo hacíamos.
Escuché cómo se pasaban las páginas.
¡Lena, no lo toques!
No te preocupes. No activa siempre las visiones.
Pensé en el Arco de Luz, en la forma en que me sacó fortuitamente de este mundo llevándome a otro. Lo que no quería pensar es en lo último que había dicho Lena. Siempre. ¿Cuántas veces habría abierto el libro de Sarafine? Lena estaba hablando en kelting de nuevo antes de que me decidiera a preguntárselo.
Esta es mi frase favorita. Lo escribió por todas partes dentro de la cubierta. «El sufrimiento ha sido más fuerte que cualquier otra enseñanza y me ha hecho comprender cómo solía ser tu corazón».
Me pregunté a qué corazón se referiría Sarafine.
Tal vez fuera al suyo.