9 de octubre
El Lado del Ojo Bueno
AL PARECER LENA creía que la respuesta a mis problemas estaba en la Biblioteca del Condado de Gatlin, porque cinco minutos más tarde estábamos allí. Una cadena rodeaba el edificio, que ahora tenía más aspecto de obra que de biblioteca. La parte del tejado que faltaba había sido cubierta por enormes lonas de plástico azul. La entrada estaba flanqueada por la moqueta que había sido arrancada del suelo de cemento, destrozada tanto por el agua como por el fuego. Pasamos por encima de los tablones calcinados y entramos.
El lado opuesto de la biblioteca había sido sellado con un plástico grueso. Era la zona que había ardido. Prefería no saber el aspecto que tenía. El lado en el que estábamos ya era bastante deprimente. Las estanterías habían desaparecido, reemplazadas por cajas de libros que parecía como si hubieran sido ordenadas por pilas.
Lo destruido. Lo parcialmente destruido. Lo salvable.
Sólo el fichero continuaba allí, intacto. Nunca nos libraríamos de ese trasto.
—Tía Marian. ¿Estás ahí? —Deambulé entre las cajas, esperando ver a Marian paseando en calcetines con un libro abierto.
En su lugar vi a mi padre, sentado sobre una caja detrás del fichero, hablando entusiasmado con una mujer.
No podía creerlo.
Lena se puso delante de mí para que no vieran mi cara de asco.
—¡Señora English! ¿Qué está haciendo aquí? ¡Y señor Wate! No sabía que conocía a nuestra profesora. —Consiguió incluso sonreír, como si habérselos encontrado fuera una agradable coincidencia.
Yo no podía dejar de mirarles.
¿Qué demonios está haciendo aquí con ella?
Si mi padre estaba azorado no lo demostró. Parecía excitado, feliz incluso, lo que era aún peor.
—¿Sabías que Lilian conoce la historia de este condado tan a fondo como tu madre?
¿Lilian? ¿Mi madre?
La señora English levantó la vista de los libros desperdigados por el suelo y nuestros ojos se encontraron. Durante un segundo, sus pupilas me parecieron rasgadas como las de un gato. Incluso el ojo de cristal que no era real.
L, ¿has visto eso?
¿Ver qué?
Pero ahora ya no había nada que ver. Sólo a nuestra profesora de inglés parpadeando con su ojo de cristal mientras observaba a mi padre con el bueno. Su cabello era una masa canosa que conjuntaba con el grueso jersey gris que llevaba por encima de su vestido sin forma. Era la profesora más dura del Jackson, si ignorabas el defecto que la mayoría de la gente decidía explotar —el Lado del Ojo Malo—. Nunca la imaginé existiendo más allá de los muros de la clase. Pero ahí estaba, existiendo delante de mi padre. Me sentí enfermo.
Mi padre seguía hablando.
—Me está ayudando en mi investigación para La Decimoctava Luna. Mi libro, ¿recuerdas? —Se volvió hacia la señora English sonriendo—. Ya no escuchan una palabra de lo que les dices. La mitad de mis alumnos se dedican a oír sus iPods o hablar por sus móviles. No me extrañaría que estuvieran sordos.
La señora English le miró de forma extraña y sonrió. Me di cuenta de que nunca la había visto reír. Su risa no era especialmente molesta. Lo molesto era que la señora English se riera de las bromas de mi padre. Molesto y grotesco.
—Eso no es del todo verdad, Mitchell.
¿Mitchell?
Es su nombre, Ethan. No te mosquees.
—Según Lilian, la Decimoctava Luna podría ser enfocada como un poderoso motivo histórico. Las fases de la luna podrían conjugarse con…
—Encantada de verla, señora. —No podía soportar oír las teorías de mi padre sobre la Decimoctava Luna, ni escuchar cómo las compartía con mi profesora de inglés. Pasé por delante de ellos hacia el archivo—. Te espero para cenar en casa, papá. Amma va a preparar asado. —No tenía ni idea de lo que Amma iba a cocinar, pero el asado era su plato favorito. Quería verlo en casa para cenar.
Y quería que existiera lejos de mi profesora de inglés.
Ella debió de comprender lo que mi padre no entendió, que no quería verla más que como mi profesora, porque en cuanto intenté marcharme, Lilian English desapareció y en su lugar apareció la señora English.
—Ethan, no te olvides que necesito un borrador de tu ensayo de El crisol. Lo quiero en mi mesa mañana al terminar la clase, por favor. Y el tuyo también, señorita Duchannes.
—Sí, señora.
—¿Debo confiar en que tenga ya una teoría?
Asentí, pero había olvidado totalmente escribir el ensayo, y más aún el borrador. El inglés no estaba entre mis prioridades últimamente.
—¿Y bien? —La señora English me miraba expectante.
¿Puedes ayudarme con esto, L?
A mí no me mires. Ni siquiera me acordaba de ello.
Gracias.
Me ocultaré en el caos de la sección de referencias hasta que se marchen.
Traidora.
—¿Ethan? —Estaba esperando una respuesta.
La miré, y mi padre me miró a mí. Todo el mundo me miraba. Me sentí como un pez atrapado en una pecera.
¿Cuál era la perspectiva de vida de una carpa? Esa era una de las preguntas del concurso que estaban viendo las Hermanas un par de noches atrás. Traté de recordarlo.
—Peces de colores. —No sé por qué lo dije. Pero últimamente soltaba las cosas sin pensarlas siquiera.
—¿Cómo dice? —La señora English parecía confusa. Mi padre se rascó la cabeza, tratando de no parecer avergonzado.
—Quiero decir, ¿cómo debe ser para un pez vivir en una pecera junto a otros de su especie? Debe ser complicado.
La señora English no parecía impresionada.
—Ilumíneme, señor Wate.
—Justicia y libre albedrío. Creo que voy a escribir sobre la justicia. Ya sabe, sobre quién tiene el poder de decidir lo que es bueno y lo que es malo. El pecado y todo eso. Quiero decir, ¿proviene de algún poder superior o viene de la gente con la que convives? ¿O de tu ciudad?
Era el lenguaje de mi sueño, o el de mi madre.
—¿Y? ¿Quién tiene ese poder, señor Wate? ¿Quién es el juez supremo?
—Supongo que no lo sé. Aún no he llegado a esa parte, señora. Pero no estoy seguro de que los peces de colores como nosotros tengan derecho a juzgar a sus semejantes. Mire si no a donde les llevó a esas chicas en El crisol.
—¿Acaso alguien ajeno a la comunidad lo habría hecho mejor?
Una gélida sensación trepó por mi interior, como si en realidad hubiera una contestación correcta o equivocada a la pregunta. En la clase de inglés no había respuestas buenas o malas siempre que pudieras encontrar pruebas que sustentaran tu opinión. Pero ahora sentía que no estábamos hablando de una tarea de inglés.
—Supongo que contestaré a eso en el trabajo. —Aparté la vista sintiéndome como un idiota. En clase esa habría sido una buena respuesta, pero ahí de pie frente a ella, era algo muy diferente.
—¿Interrumpo algo? —Era Marian que acudía en mi rescate—. Lo siento, Mitchell, pero hoy tengo que cerrar la biblioteca un poco antes. O lo que queda de ella. Me temo que tengo… un asunto oficial de la biblioteca que atender.
Miró a la señora English con una sonrisa.
—Por favor, vuelva cuando quiera. Con un poco de suerte estaremos de nuevo en pie y abiertos para el verano. Nos encanta que los educadores utilicen nuestros recursos.
La señora English empezó a recoger sus papeles.
—Por supuesto.
Marian los llevó fuera antes de que mi padre pudiera preguntar por qué yo no me marchaba con ellos. Dio la vuelta al cartel de cerrado y pasó el cerrojo, como si quedara algo que robar.
—Gracias por salvarme, tía Marian.
Lena sacó la cabeza de detrás de una pila de cajas.
—¿Se han ido? —Llevaba consigo un libro, envuelto en una de sus bufandas. Pude ver el título, sólo parcialmente cubierto por la brillante tela gris. Grandes esperanzas.
El libro de Sarafine.
Como si la tarde no hubiera sido ya suficientemente mala.
Marian sacó un pañuelo y frotó sus gafas.
—No ha sido exactamente un salvamento. Estoy esperando unos visitantes oficiales, y sé positivamente que sería mejor que no estuvieseis aquí cuando lleguen.
—Sólo será un minuto. Tengo que coger mi bolso. —Lena desapareció de nuevo entre las cajas, pero yo estaba justo detrás de ella.
—¿Qué estás haciendo con eso? —Agarré el libro, pero en el momento en que lo toqué las destrozadas estanterías se desvanecieron en la oscuridad…
La primera vez que le vio ya era tarde. Sarafine sabía que no debía caminar sola a esa hora tardía de la noche. Los Mortales no eran ninguna amenaza para ella, pero sabía que allí fuera había otras cosas. Sin embargo, las voces habían empezado a susurrarla, y tuvo que salir de casa.
Cuando vio la figura en una esquina, su corazón empezó a palpitar. Pero cuando el hombre se acercó, Sarafine comprendió que no era una amenaza. Su larga barba era blanca, del mismo color que su cabello. Vestía un traje oscuro y una corbata de lazo, y se apoyaba en un brillante bastón negro.
Estaba sonriendo, como si se conocieran.
—Buenas noches, niña. He estado esperándote.
—¿Discúlpeme? Creo que me confunde con otra persona. —Sonrió. Sin duda estaba senil.
El anciano se rio.
—No hay ningún error. Reconozco a una Cataclyst en cuanto la veo.
Sarafine sintió que la sangre se le helaba en las venas.
Él lo sabía.
El fuego se encendió a lo largo de la acera, a sólo unos metros del bastón del anciano. Sarafine cerró los ojos, tratando de controlarlo, pero no podía.
—Deja que arda. Esta noche toca el lado frío. —Sonrió, sin alterarse por las llamas.
Sarafine estaba temblando.
—¿Qué es lo que quiere?
—He venido a ayudarte. Somos familia, ¿sabes? Tal vez deba presentarme. —Le tendió la mano—. Soy Abraham Ravenwood.
Ella conocía el nombre. Lo había visto en el árbol genealógico de sus hermanastros.
—Hunting y Macon dijeron que había muerto.
—¿Parezco muerto? —Sonrió—. No podía morir todavía. Estaba esperándote.
—¿A mí? ¿Por qué? —Si ni siquiera la propia familia de Sarafine le hablaba. Era difícil imaginar que alguien la estuviera esperando.
—¿Aún no entiendes lo que eres, verdad? ¿Estás oyendo la llamada? ¿Las voces? —Miró hacia las llamas—. Veo que ya has encontrado tu don.
—No es un don. Es una maldición.
La cabeza de él se giró bruscamente en su dirección, y pudo ver sus ojos negros.
—Bueno, ¿quién te ha contado eso? Los Caster, imagino. —Sacudió la cabeza—. No me sorprende. Los Caster son unos mentirosos, a sólo un paso de distancia de los Mortales. Pero tú no. Una Cataclyst es el Caster más poderoso de nuestro mundo, nacida del Fuego Oscuro. Demasiado poderosa para ser considerada una Caster, tal y como yo lo veo.
¿Era posible? ¿Era poseedora del más grande y poderoso don del mundo Caster? Una parte de ella ansiaba que fuera verdad —poder ser especial, en lugar de una marginada—. Una parte de ella quería rendirse a esa avidez.
Quemar todo lo que estuviera en su camino.
Hacer que todos los que la habían herido lo pagaran.
¡No!
Apartó esos pensamientos de su mente. John. Se concentró en la imagen de John y en sus bonitos ojos verdes.
Sarafine estaba temblando.
—¡No quiero ser Oscura!
—Es demasiado tarde para eso. No puedes luchar contra lo que eres. —Abraham se rio, con una siniestra carcajada—. Y ahora veamos esos hermosos ojos amarillos tuyos.
Abraham tenía razón. Sarafine no podía luchar contra lo que era, pero podía ocultarlo. No le quedaba otra solución. Tenía dos almas disputando por el mismo cuerpo. El bien y el mal. La bondad y el demonio. Luz y Oscuridad.
John era la única cosa que le ataba a la Luz. Le amaba, aunque a veces ese amor lo sentía más bien como un recuerdo. Algo lejano que podía ver pero no alcanzar.
Y, sin embargo, aún intentaba atraparlo.
El recuerdo era más fácil de ver cuando yacían en la cama, enlazados el uno al otro.
—¿Sabes lo mucho que te quiero? —susurraba John, sus labios rozando apenas su oreja.
Sarafine se estrechaba contra él, como si su calor pudiera, de alguna forma, penetrar en su piel fría y cambiarla desde el interior.
—¿Cuánto?
—Más que a nada y a nadie. Más que a mí mismo.
—Yo siento lo mismo. —Mentirosa. Incluso ahora pudo escuchar la voz.
John se inclinó hasta que sus frentes se tocaron.
—Nunca voy a sentir nada igual por nadie. Siempre serás tú. —Su voz baja y ronca—. Ahora ya tienes dieciocho años. Cásate conmigo.
Sarafine escuchó otra voz en el fondo de su mente, una voz que se coló en sus pensamientos y en sus sueños de esa noche algo más tarde. Abraham.
Crees que le quieres, pero no es así. No puedes amar a alguien que no sabe quién eres. No eres una Caster; eres uno de nosotros.
—¿Izabel? —John la estaba mirando, buscando en sus ojos a la joven de la que se había enamorado. Una joven que se estaba consumiendo poco a poco.
¿Cuánto quedaba de ella?
—Sí. —Sarafine echó sus brazos alrededor del cuello de John, atándose a sí misma una vez más—. Me casaré contigo.
Lena abrió los ojos. Estaba tendida en el sucio suelo de cemento junto a mí, las puntas de nuestras playeras casi tocándose.
—Dios mío, Ethan. Todo empezó cuando conoció a Abraham.
—Tu madre ya se estaba volviendo Oscura.
—Eso no lo sabes. Tal vez hubiera podido luchar contra ello, igual que el tío Macon.
Sabía lo mucho que Lena necesitaba creer que había algo bueno en su madre. Que no estaba destinada a ser el monstruo asesino que ambos conocíamos.
Tal vez.
Nos levantamos cuando Marian se asomó por una esquina.
—Se está haciendo tarde. Por mucho que eche de menos teneros repantingados en el suelo, necesito que os marchéis. No se trata de un asunto agradable, me temo.
—¿A qué te refieres?
—El Consejo va a hacerme una visita.
—¿El Consejo? —No estaba seguro de a cuál de ellos se refería.
—El Consejo del Custodio Lejano.
Lena asintió, y yo sonreí comprensivo.
—El tío Macon me lo contó. ¿Hay algo que podamos hacer? ¿Escribir cartas o firmar alguna petición? ¿Repartir octavillas?
Marian sonrió, parecía cansada.
—No. Sólo están cumpliendo con su trabajo.
—¿Qué es?
—Asegurarse de que el resto de nosotros seguimos las reglas. Creo que eso entra en la categoría de asumir tus fallos. Estoy preparada para aceptar cualquier responsabilidad por lo que sea que haya hecho. Pero nada más. «El precio de la grandeza es la responsabilidad». —Me miró expectante.
—Hmm, ¿Platón? —aventuré.
—Winston Churchill —suspiró—. Eso es todo lo que pueden pedirme, y todo lo que puedo exigirme. Es hora de que os vayáis.
Ahora que la señora English y mi padre se habían ido, advertí que Marian iba vestida con prendas muy poco de su estilo. En lugar de sus vestidos de colores brillantes, llevaba un abrigo negro sobre un vestido negro. Como si fuera a asistir a un funeral. Precisamente el último lugar al que quería permitir que Marian fuera sin mí.
—No nos vamos a ninguna parte.
Ella sacudió la cabeza.
—Salvo a casa.
—No.
—Ethan, no estoy segura de que sea una buena idea.
—Cuando Lena y yo estuvimos frente al pelotón de fusilamiento, tú apareciste justo en la línea de fuego. Macon y tú. No pienso ir a ninguna parte.
Lena se dejó caer en una de las pocas sillas que quedaban y se puso cómoda.
—Ni yo tampoco.
—Sois muy amables los dos. Pero quiero manteneros al margen de todo esto. Creo que es lo mejor para todos.
—¿Nunca te has fijado que cuando alguien dice eso no suele ser lo mejor para nadie, y menos para la persona que lo dice? —Miré intencionadamente a Lena.
Ve a buscar a Macon. Yo me quedaré con Marian. No quiero que pase sola por esto.
Lena ya estaba en la puerta, el cerrojo se soltó solo antes de que Marian pudiera decir una palabra.
Estoy en ello.
Pasé mi brazo alrededor de los hombros de Marian y le di un apretón.
—¿No es esta una de esas ocasiones en las que deberíamos sacar un libro que mágicamente nos dijera que todo va a ir bien?
Se rio, y durante un segundo sonó como la vieja Marian, la Marian que no era sometida a juicio por cosas que no había hecho, y que no estaba preocupada por cosas que no podía evitar.
—No recuerdo haber encontrado nada de ese estilo en los libros que hemos consultado últimamente.
—Sí. Mantengámonos alejados de la letra P. Nada de Edgar Allan Poe por hoy.
Sonrió.
—No todas las «P» son tan malas. Siempre te queda Platón, por ejemplo. —Me dio un golpecito en el brazo—. «El valor es una forma de salvación», Ethan. —Rebuscó en una caja y sacó un libro ennegrecido—. Y te alegrará saber que Platón ha sobrevivido al Gran Incendio de la Biblioteca del Condado de Gatlin.
Las cosas podrían estar mal, pero por primera vez desde hacía semanas, me sentí mejor.