1 de noviembre
Crisoles
—¿SABES QUE LOS BEBÉS nacen sin rótula? —La tía Grace se instaló entre los cojines del sofá antes de que su hermana pudiera hacerlo.
—Grace Ann, ¿cómo puedes decir algo así? Es definitivamente perturbador.
—Mercy, es la pura verdad. Lo he leído en el Reader’s Digestive[6]. Usos artículos traen mucha información.
—¿Por qué, en los verdes pastos de Dios, nos hablas ahora de las rodillas de los niños?
—No puedo decir que lo sepa. Simplemente me dio por pensar en la forma en que las cosas cambian. Si los bebés pueden desarrollar rótulas, ¿por qué no puedo yo aprender a volar? ¿Por qué no construyen escaleras hasta la luna? ¿Por qué Thelma no puede casarse con ese chico tan atractivo, Jim Clonney?
—No puedes aprender a volar porque no tienes alas. Y no tendría ningún sentido construir una escalera a la luna porque allí no tienen aire que se pueda respirar. Y el nombre de ese chico es George Clooney y Thelma no puede casarse con él porque vive en Hollywood y ni siquiera es metodista.
Escuché su cháchara en la habitación de al lado mientras tomaba mis cereales. Algunas veces comprendía lo que decían las Hermanas, aunque pareciera una conversación de locos. Estaban preocupadas por la tía Prue. Y en sus mentes trataban de prepararse para la posibilidad de que muriera. Después de todo, los bebés desarrollan rótulas. Las cosas cambian. No era ni bueno ni malo, al igual que las rótulas no eran ni buenas ni malas. Al menos, eso es lo que me dije.
Algo más había cambiado.
Amma no estaba en la cocina esa mañana. No podía recordar la última vez que me fui al colegio sin verla. Incluso cuando estaba alterada y se negaba a hacer el desayuno, solía merodear por la cocina, musitando para sus adentros y lanzándome miradas fulminantes.
La Amenaza Tuerta estaba en el recipiente de los cubiertos, seca.
No me parecía bien marcharme sin despedirme. Abrí el cajón donde Amma guardaba sus superafilados lápices del número 2. Cogí uno y arranqué una hoja del cuaderno de notas. Le contaría que me marchaba al colegio. Nada importante.
Me incliné sobre el mostrador y empecé a escribir.
—¡Ethan Lawson Wate! —No había oído llegar a Amma, y casi se me salió el corazón.
—Jesús, Amma. Por poco no me da un ataque. —Cuando me di la vuelta, parecía por su aspecto que fuera ella la que iba a tenerlo. Su cara estaba lívida y agitaba la cabeza como una posesa.
—Amma, ¿qué sucede? —Di un paso para cruzar la habitación, pero ella levantó la mano.
—¡Alto! —Su mano temblaba—. ¿Qué estabas haciendo?
—Te estaba escribiendo una nota. —Le mostré la hoja de papel.
Señaló con su huesudo dedo a mi otra mano, la que sostenía el lápiz.
—Estabas escribiendo con la mano equivocada.
Bajé la vista al lápiz en mi mano izquierda y lo solté de golpe, observando cómo rodaba por el suelo.
Había estado escribiendo con la mano izquierda.
Pero era diestro.
Amma salió de la cocina, con ojos brillantes y desapareció en el vestíbulo.
—¡Amma! —La llamé, pero dio un portazo al meterse en su habitación. Fui tras ella—. ¡Amma! Tienes que decirme lo que está mal.
Lo que está mal en mí.
—¿Qué es todo este escándalo? —preguntó la tía Grace desde el salón—. Estoy tratando de ver mis historias.
Me deslicé hasta el suelo, mi espalda contra la puerta de Amma y esperé. Pero no salió. No pensaba decirme lo que sucedía. Iba a tener que averiguarlo por mi cuenta.
Había llegado el momento de desarrollar un par de rótulas.
Ese día no volví a sentirme así hasta más tarde, cuando me encontré de nuevo con mi padre y la señora English. Esta vez no estaban en la biblioteca. Estaban comiendo en el colegio. En mi clase. Donde nadie podía verlos, ni siquiera yo. No estaba preparado para el cambio.
Cometí el error de dejarme el borrador de mi ensayo de El crisol durante la comida, porque había olvidado entregarlo en la clase de inglés. Empujé la puerta sin molestarme en mirar a través de la mirilla, y allí estaban. Compartiendo una cesta con las sobras del pollo frito de Amma. Al menos sabía que estaría chicloso.
—¿Papá?
Mi padre sonrió antes de volverse, que es como supe que había estado esperando que esto sucediera. Tenía la sonrisa preparada.
—¿Ethan? Siento sorprenderte así en tus dominios. Quería repasar unas cosas con Lilian. Ha tenido algunas buenas ideas sobre mi proyecto de la Decimoctava Luna.
—Apuesto a que sí. —Sonreí a la señora English, tendiendo mis papeles—. Mi borrador. Pensaba ponerlo en su buzón. Simplemente, ignóreme. —Como yo voy a ignorarla.
Pero no iba a librarme tan fácilmente.
—¿Estás listo para mañana? —La señora English me miró expectante. Me rehíce. La respuesta automática a esa pregunta era no, pero no recordaba exactamente para qué tenía que estar preparado.
—¿Señora?
—¿Para la recreación de los juicios por brujería de Salem? Vamos a juzgar los mismos casos en los que se basó El crisol. ¿Has estado preparando tu caso?
—Sí, señora. —Eso explicaba el sobre marcado con INGLÉS en mi mochila. Últimamente no había prestado demasiada atención en clase.
—¡Qué idea tan asombrosa, Lilian! Me encantaría asistir, si no te importa —declaró mi padre.
—En absoluto. Puedes grabar en vídeo los juicios. Y así los podremos ver después, otro día de clase.
—Genial. —Mi padre resplandecía.
Sentí el frío ojo de cristal pasar por encima de mí mientras salía de la clase.
L, ¿sabías que mañana recreábamos los juicios de Salem por brujería en la fiase de inglés?
¿No has memorizado aún tu caso? ¿Miras alguna vez los deberes de tu mochila?
¿Sabías que mi padre va a grabarlo? Yo sí. Porque acabo de irrumpir en su cita para comer con la señora English.
Mmm…
¿Qué podemos hacer?
Hubo una larga pausa.
¿Supongo que tendremos que empezar a llamarla señora de…?
No tiene gracia, L.
Tal vez deberías terminar de leer El crisol antes de la clase de mañana.
El problema con tener al demonio en tu vida es que los otros demonios cotidianos —secretarias que cuentan tus faltas y te castigan, el endiablado libro de texto que constituye la mayor parte de tu existencia en el instituto— empiezan a parecerte menos aterradores. Salvo que tu padre esté saliendo con la profesora de inglés con el ojo de cristal.
Pero daba igual como lo mirara, Lilian English era un demonio, un auténtico espécimen de la variedad de demonio cotidiano, que, además, comía pollo chicloso con mi padre. Y yo estaba jodido.
Resultó que El crisol trata más de perras que de brujas, como Lena señaló primero. Me alegré de haber esperado hasta el final para leer la obra. Me hizo odiar a la mitad del Jackson High y a todo el equipo de animadoras aún más de lo habitual.
Cuando la clase comenzó, me sentía orgulloso de haberlo leído y sabía unas cuantas cosas sobre John Proctor, el tipo que acaba totalmente jodido. Lo que no había imaginado eran los disfraces: chicas con vestidos grises y delantales blancos, y chicos con las camisas del domingo y los pantalones metidos dentro de los calcetines. No recibí el aviso, o tal vez aún seguía en mi mochila. Tampoco Lena llevaba ningún disfraz.
La señora English nos repartió las respectivas miradas de un solo ojo y cinco puntos de penalización, y traté de ignorar el hecho de que mi padre estaba sentado en la última fila con la vieja cámara de vídeo del colegio que tenía más de quince años de antigüedad.
La clase había sido organizada para que pareciera un tribunal. Las afligidas chicas estaban a un lado, con Emily Asher al mando. Aparentemente su papel era actuar como impostoras y fingir que estaban poseídas. Emily estaba en su salsa. Todos lo estaban. Los magistrados se situaban en uno de los lados y el banquillo de los testigos al otro.
La señora English volvió el Lado del Ojo Bueno hacia mí.
—Señor Wate. ¿Por qué no empieza haciendo de John Proctor y luego cambiamos durante la clase? —Yo era el tipo que iba a ver su vida destruida por un puñado de Emily Ashers—. Lena, tú puedes ser nuestra Abigail. Empezaremos con la obra y luego pasaremos el resto de la semana con los casos reales en los que está basada.
Me dirigí hasta mi silla en un rincón, y Lena fue hacia el otro.
La señora English le hizo un gesto a mi padre.
—Empecemos a grabar, Mitchell.
—Estoy listo, Lilian.
Todo el mundo en clase se dio la vuelta para mirarme.
La recreación siguió su curso sin un tropiezo, lo cual significaba que prosiguió con las dificultades de costumbre. Las pilas de la cámara se agotaron en los primeros cinco minutos. El magistrado jefe tuvo que ausentarse al baño. Las afligidas chicas fueron pilladas mandando mensajes y la confiscación de sus móviles supuso una mayor aflicción que la que se suponía que les había mandado el demonio en primer lugar.
Mi padre no dijo una palabra, pero sabía que estaba allí. Su presencia me impedía hablar, moverme o respirar cuando podía evitarlo. ¿Por qué estaba allí? ¿Qué hacía tonteando con la señora English? No había una explicación lógica.
¡Ethan! Se supone que tienes que pronunciar tu defensa.
¿Qué?
Miré a la cámara. Todo el mundo en la clase me observaba.
Empieza a hablar o tendré que fingir un ataque de asma, igual que hizo Link en el examen final de biología.
—Me llamo John Proctor.
Me detuve. Mi nombre era John.
Igual que el John de la Residencia del Condado. Y el John sentado en la gruesa alfombra rosa de Ridley. Una vez más, ahí estaba yo, y ahí estaba John.
¿Qué trataba de decirme ahora el universo?
—¿Ethan? —La señora English parecía enfadada.
Bajé la vista a mi hoja.
—Mi nombre es John Proctor y estas acusaciones son falsas. —No sabía si era la frase correcta. Volví a mirar a la cámara, pero no vi a mi padre detrás de ella.
Vi otra cosa. Mi reflejo en la lente empezó a ondear, como una ola en el lago. Luego lentamente volvió a enfocarse. Durante un segundo, estaba mirándome de nuevo.
Observé mi imagen mientras las comisuras de mis labios se arqueaban en una sonrisa torcida.
Sentí como si alguien me hubiera dado un puñetazo.
No podía respirar.
Porque no estaba sonriendo.
—¿Qué demonios? —Mi voz estaba temblando. Las afligidas chicas se echaron a reír.
Ethan, ¿estás bien?
—¿Tiene algo más que añadir a esa incisiva defensa, señor Proctor? —La señora English estaba más que enfadada. Convencida de que trataba de fastidiarlo todo.
Rebusqué en mis notas con manos temblorosas, y encontré una cita.
—«¿Cómo puedo vivir sin mi nombre? Os he entregado mi alma, dejadme mi nombre».
Podía sentir su ojo de cristal sobre mí.
¡Ethan! ¡Di algo!
—Dejadme mi alma. Dejadme mi nombre. —Era la frase equivocada, pero había algo en ella que me pareció adecuado.
Algo me estaba siguiendo. No sabía lo que era, o lo que quería.
Pero sabía quién era.
Ethan Wate. Hijo de Lila Jane Evers Wate y Mitchell Wate. Hijo de una Guardiana y un Mortal, amante del baloncesto y los batidos de chocolate, de los cómics y las novelas que escondía bajo mi cama. Criado por mis padres y Amma y Marian, en este pueblo y todo lo que había en él, lo bueno y lo malo.
Y quería a una chica. Su nombre era Lena.
La pregunta es, ¿quién eres? ¿Y qué quieres de mí?
No esperé una respuesta. Tenía que salir de esa habitación. Me abrí paso entre las sillas. No lograba llegar a la puerta con la suficiente rapidez. La empujé con todas mis fuerzas y corrí por el pasillo sin mirar atrás.
Porque ya sabía las palabras. Las había escuchado una docena de veces, y cada vez tenían menos sentido.
Y cada vez hacían que mi estómago se revolviera. ESTOY ESPERANDO.