Nota de la autora

Cuando empecé a escribir este libro en 2015, el estado de Washington estaba sufriendo la peor temporada de incendios registrada de su historia. Para finales de junio, más de trescientos trece incendios estaban activos. Muchos de ellos se combinaban en masivos complejos de fuego. El 19 de agosto, tres miembros de los servicios de lucha contra el fuego resultaron muertos al estrellarse su vehículo y ser alcanzados por las llamas. El presidente Obama declaró una alerta federal aquella misma semana, el día 21 de agosto.

Por aquellas fechas, mi familia había planeado un viaje a Mount Rainier, al que seguiría una visita a las regiones de Okanogan y Methow que yo pensaba emplear en documentarme para esta novela. Me recuerdo sentada en la terraza de la cabaña de mi hermano, escribiendo en mi ordenador y viendo cómo caían sobre él pequeños copos de ceniza blanquecina. No teníamos acceso completo a las noticias, pero cuando aquella misma noche me llamó mi hermano para decirme que debíamos cancelar el resto del viaje, no me sorprendió. La autopista interestatal I-90 ya estaba cerrada, como lo estaban también muchas vías estatales, así que tuvimos que regresar a casa por carreteras secundarias. En ocasiones, apenas podía ver por dónde iba, debido al humo.

Durante aquel verano y a lo largo del otoño, había tanto humo en la parte oriental de Washington y el norte de Idaho —donde vivo— que el cielo era de color naranja durante el día y el sol no se veía. Los niños no podían salir a la calle y los eventos deportivos fueron cancelados. El humo alcanzó regiones tan alejadas como Calgary, Alberta, donde se midieron niveles peligrosos de partículas y de ozono a ras del suelo. Las enormes nubes de humo cubrían áreas de miles de kilómetros cuadrados.

Los residentes de las zonas cercanas a los incendios tuvieron que ser evacuados y recuerdo cómo se iban emitiendo los diversos avisos de alerta y cómo subía su nivel de urgencia, a medida que la situación se hacía más y más crítica. Enormes aviones (DC-10) sobrevolaron la ciudad de Chelan y lanzaron un líquido ignífugo de color rojo en las casas. Al igual que el personaje de la tía de Carrie en Fuego intenso, muchos rancheros locales se vieron obligados a soltar a su ganado, con la esperanza de conseguir recuperarlo vivo más adelante.

Al llegar el mes de octubre, medio millón de hectáreas habían resultado arrasadas por el fuego y tres mil bomberos, la Guardia Nacional del estado de Washington y el ejército de los Estados Unidos habían sido movilizados para luchar contra los incendios y salvar vidas y haciendas. Los equipos de los servicios de lucha contra el fuego de varios estados se unieron a la operación y también llegaron especialistas del extranjero, de lugares como Australia y Nueva Zelanda —incluidos algunos de los que ayudaron a sofocar el incendio forestal del Black Saturday—. Tal y como sucede en el libro, el gobernador pidió a los residentes que se presentaran voluntarios, en la medida de sus posibilidades.

Lo más parecido a este evento que he experimentado en mi vida fue la erupción del Monte Santa Helena que ocurrió cuando era yo muy pequeña —y espero no volver a ser testigo de nada similar.

El desastre natural que estábamos viviendo al tiempo que escribía mi libro me causó un impacto tan profundo que decidí ajustar la cronología de la serie para incluir este suceso. No podía concebir que una novela que tiene lugar en la zona del incendio pudiera ser escrita sin mencionarlo. Este cambio no ha afectado al contenido, la trama o la coherencia interna de ninguno de los volúmenes de la serie, aunque sí ha creado una pequeña discrepancia con la cronología global de la saga. Sin embargo, creo que el objetivo de escribir ficción es contar una buena historia y a veces eso implica alterar un poco las reglas. Espero que hayáis disfrutado leyendo la historia de Tinker y de Gage.