Capítulo 25

Una semana después

Tinker

Estaba sentada en la terraza de la casa de Gage, observando a un grupo de pavos salvajes que se paseaban a mis pies por la ladera de la colina. Me encantaron la primera vez que los vi, hasta que olí su mierda —era una insoportable peste a podrido, como a animal muerto. No solo eso, limpiarla era una auténtica pesadilla. Era tan blanda que costaba muchísimo recogerla, aunque al tiempo era demasiado sólida como para simplemente quitarla con la manguera.

Esa era una parte del norte de Idaho que no me gustó.

De momento la única.

Nos habían ocurrido cosas increíbles durante la última semana. Para empezar, las mujeres de los Reapers eran realmente encantadoras. No sé qué había esperado —seguramente versiones más crecidas de Talia o de Sadie—, pero aquellas mujeres formaban una sólida hermandad que me acogió como una manta protectora. En cuanto aparcamos al llegar, aparecieron cargadas de bolsas de ropa limpia, artículos de aseo y cupones para que compráramos cualquier cosa que pudiéramos necesitar. Cierto que eran rudas a veces y algunas de ellas hasta parecían un poco peligrosas, pero también eran amables, listas, divertidas y tan hospitalarias que hicieron que se me encogiera el corazón.

Además, a Gage lo adoraban.

Cuando me contó por primera vez que el club era su familia, no entendí realmente lo que quería decir. Yo había crecido con mis padres y ellos eran mi familia, aparte de unos tíos y primos lejanos que vivían en Utah. Cada dos años más o menos nos reuníamos a mitad de camino de nuestras casas para irnos de campamento. En cambio, los Reapers constituían un ruidoso y animado enjambre, lleno de amor familiar, que acogían en una fortaleza protectora a cualquiera que perteneciera a su círculo —me di cuenta enseguida de que aquello me incluía a mí y también a mi padre y a Mary Webbly.

Tal vez fueran así de simpáticos en su vida normal, o tal vez los desastres naturales sacaban lo mejor de muchas personas. Fuera lo que fuese, nunca había sido recibida con tanto calor y atención en toda mi vida.

El paisaje del norte de Idaho era precioso, aunque, incluso a aquella distancia de nuestra casa, el humo seguía presente en el aire. Había visto las imágenes por satélite en la televisión y era como si una bomba atómica de proporciones colosales hubiera caído en el estado de Washington. Los informativos estaban llenos de imágenes infernales. Varios jóvenes bomberos habían muerto al resultar averiado su vehículo y ser alcanzados por las llamas.

En cuanto a Hallies Falls, sabíamos que la mitad de la ciudad había ardido, pero no qué mitad. Darren había intentado regresar a la población para evaluar los daños, pero la policía no se lo había permitido. Estaban llegando bomberos de todas partes del mundo para ayudar a controlar los incendios, incluso desde lugares como Australia y Nueva Zelanda.

El día siguiente iba a ser muy importante para todos.

Planeaban abrir el acceso a la ciudad para que los residentes pudieran regresar y comprobar el estado de sus propiedades, aunque se suponía que no debíamos quedarnos a pasar la noche. Tras una semana de incertidumbre, sabríamos por fin si nuestro edificio de apartamentos había quedado en pie.

Sabríamos si aún teníamos un hogar.

—¿Preparada? —preguntó Gage, acudiendo a sentarse junto a mí en la tumbona. Vivía en un apartamento de dos dormitorios sobre el río, amueblado claramente para un soltero: televisión gigante, sofás cómodos y sin plantas. Era mejor que el que yo le había ofrecido en mi edificio, mucho mejor. Me sentía un poco culpable por ello.

—¿Para lo de mañana, quieres decir? —inquirí yo a mi vez.

—Sí —respondió él, rozándome el cuello con los labios.

—Estoy asustada —admití—. No sé qué es lo que vamos a encontrar, o a no encontrar, mejor dicho. Os estoy muy agradecida, a ti y a tu club, por todo. Mi padre está en el paraíso, por cierto. Le encanta su habitación en el club. Me pregunto si está empezando a haber algo entre él y Mary Webbly. No se ha apartado de su lado desde que salimos de la ciudad.

Gage sonrió.

—Hay algo —confirmó—. No sé cómo llamarlo, pero está ahí, seguro. Sé que no ha pasado tanto tiempo desde que murió tu madre, pero…

—Si él es feliz, yo lo soy también —le dije, suspirando y apoyando la cabeza sobre su hombro—. Siempre querrá a mi madre, no hay duda, pero la vida es corta y a ella no le gustaría que se quedara solo. Cada uno tiene que aprovechar al máximo lo que tiene, porque no sabemos cuánto tiempo nos queda.

—Muy cierto —aprobó él. Volví la cabeza para besarle y en aquel momento sonó mi teléfono.

—Pasa de él —me dijo Gage.

—No puedo —respondí, riendo—. Estoy esperando una llamada del médico. Con todo el lío, al final dejamos atrás las medicinas de mi padre. Es una complicación, porque nuestro médico de familia está desplazado y el especialista de Seattle no hace prescripciones antes de ver al enfermo. Por suerte tengo un historial muy completo en mi correo electrónico, gracias a todo aquel papeleo que hicimos. El médico que visitamos aquí nos ha renovado la mayor parte de las recetas, pero hay una que en realidad era de mi madre. Aparentemente es algo muy específico y que no se suele recomendar.

Agarré mi teléfono y deslicé el dedo por la pantalla para contestar.

—¿Señorita Garrett? —dijo una voz femenina—. Soy Brenda Gottlieb, enfermera del consultorio del doctor Taylor. Me ha pedido que haga el seguimiento de los fármacos que toma su padre.

—Gracias por llamar —respondí—. ¿Cuál es la situación?

—El medicamento que ha estado tomando, amitriptilina —respondió ella—. Dijo usted que su madre lo tomaba para combatir la depresión, ¿correcto?

—Eso es lo que me dijo mi padre —le indiqué.

—¿Y usted ha concertado una cita con un especialista de Seattle para que examine sus funciones cognitivas? —preguntó de nuevo ella.

—Sí —respondí.

—El doctor Taylor piensa que ese medicamento puede estar relacionado con los problemas de su padre —me explicó—. En un pequeño porcentaje de pacientes, menos del uno por ciento, se han detectado efectos secundarios tales como confusión y pérdidas de memoria. Le gustaría que hablara usted con un especialista local para que examinara a fondo a su padre. Dijo usted que su estado mental empeoró después de la muerte de su madre, cuando empezó a tomar las medicinas. ¿Es cierto?

—Sí —respondí, en voz muy baja, mientras volvía a sentarme—. De hecho, ha estado muy bien toda esta semana, en la que no ha tomado la medicina. Aún más claro.

—El doctor Taylor desearía derivar a su padre a un especialista en Spokane —me indicó la enfermera—. Cuanto antes pueda evaluarlo, mejor. Ya hemos hecho las llamadas pertinentes y podrían recibirlo el próximo viernes a las once.

—Muchas gracias —respondí, aturdida por las noticias.

—No hay de qué —respondió ella—. Vigile a su padre y compruebe cómo se encuentra. La medicación ya debería haber sido eliminada de su organismo, pero este proceso puede variar de una persona a otra. Si va mejorando, el doctor debe saberlo, ya que esos fármacos podrían haber provocado muchos de los síntomas que le han detectado.

—Gracias —repetí, como perdida en una nube, mientras la enfermera se despedía.

—¿Estás bien? —me preguntó Gage.

—Acaban de decirme que los problemas de memoria de mi padre podrían haber sido causados por la medicación —le respondí—. De hecho, fíjate en lo bien que ha estado desde que llegamos aquí. Lo normal sería que estuviera aún más confuso de lo habitual, con la evacuación y todo, y ahora metido en un ambiente que no le es familiar. Sin embargo, está mucho mejor que en su propia casa.

Gage abrió mucho los ojos.

—Joder, eso sería fantástico —comentó.

—Lo sé —repuse—. No quiero hacerme muchas ilusiones, pero la verdad es que tiene sentido. Según lo que dice Mary, no empezó a decaer hasta la muerte de mi madre, justo cuando empezó a tomar esas medicinas. Me resulta difícil hacerme a la idea.

—Es un viejo cabrón testarudo, de eso no hay duda —rio Gage—. Si alguien podía hacer algo así, ese es Tom.

Me volví hacia él y lo abracé, más feliz de lo que había estado en mucho tiempo. No sabía si había un hogar esperándome aún en Hallies Falls, pero en aquel momento eso no importaba. Tenía gente que se preocupaba por mí, gente real, y quizá no iba a perder a mi padre, a pesar de todo. Parecía demasiado bueno para ser verdad, pero lo cierto es que la hipótesis del doctor Taylor explicaba muchas cosas.

—Tengo una idea —dijo Gage mientras yo me relajaba en sus brazos, liberada de un gran peso.

—¿De qué se trata? —quise saber.

—Vamos a celebrarlo —contestó él y arqueé una ceja.

—¿Cómo? —inquirí.

—Así —respondió él, colocándome sobre él en la tumbona, con las rodillas a los lados de sus caderas. Me removí, disfrutando del contacto con su cuerpo, y me incliné sobre él para besarle lenta y prolongadamente.

—Me gustan las celebraciones —susurré—. Me gustan mucho.

***

A la mañana siguiente, bien temprano, dejamos a mi padre y a Mary en Coeur d’Alene y marchamos a Hallies Falls en el camión de Gage. Si se había producido un milagro y la casa estaba aún en pie, tal vez podríamos salvar algo.

Nos encontrábamos a unos quince kilómetros de nuestro destino cuando recibí un mensaje de Darren. Era una foto de su casa. No había quedado nada en pie excepto el garaje.

—Joder —dije, mostrándosela a Gage, que apretó los labios—. Iba a preguntarle si ha visto mi casa, pero me da miedo.

—Ya estamos muy cerca —repuso él—. Déjale que se ocupe de su familia.

Asentí y me volví hacia la ventanilla para contemplar el paisaje. Pobre Carrie, debía de estar hundida. Todos están sanos y salvos, me recordé, y eso es lo que importa. La carretera que conducía a Hallies Falls recordaba al escenario de una película de guerra: todo quemado y devastado, aunque algunos de los árboles de mayor tamaño aún se mantenían en pie. Habíamos dejado atrás tres granjas arrasadas por las llamas y pude ver un rebaño de vacas que nos miraban con ojos inexpresivos. Finalmente coronamos la cresta que bordea la ciudad y comenzamos el descenso. Me quedé boquiabierta.

En primer lugar, se veía una larga franja donde los hidroaviones habían dejado caer el líquido ignífugo. Ahí era donde los equipos de bomberos habían debido de establecer su línea de defensa contra el fuego. Habían salvado lo que habían podido y el resto había sido pasto de las llamas. En una mitad de la ciudad, los edificios no eran ya más que esqueletos ennegrecidos, mientras que la otra apenas había sido tocada —bueno, excepto por las cenizas y el líquido rojo—. Por lo que vislumbraba desde la distancia, mi casa debía de haber quedado justo en el límite entre las dos zonas.

—Mierda —comentó Gage—. La cosa parece jodida ahí abajo.

No respondí y apreté mucho los puños durante todo el trayecto de descenso. Al llegar a las afueras de la ciudad, aminoramos la marcha. En la zona por la que efectuamos nuestra entrada apenas había daños, aparte de la ceniza y la suciedad que cubrían todo. Vi a gente a la que conocía de toda la vida, delante de sus casas, algunos aturdidos, otros llorando y los demás ya enfrascados en las labores de limpieza, con sombría determinación. Dejamos atrás el instituto, que había quedado intacto, y después pasamos junto a la oficina de correos, de la que no quedaba más que la estructura ennegrecida.

—La reconstrucción será dura —comentó Gage y yo continué en silencio, con los ojos clavados delante de nosotros, desgarrada entre el deseo acuciante de ver mi casa y el terror de encontrarme con otra ruina calcinada. Al doblar la esquina de la calle en la que había crecido, vimos una casa quemada y después otra. A continuación, sin embargo, las edificaciones estaban en pie y, unos instantes después, la vi.

Mi casa.

El edificio estaba hecho una porquería.

La mayor parte, cubierta por el líquido protector y el resto, de cenizas. Era lo más hermoso que había visto en mi vida.

—La han salvado —dije, casi ahogada por la emoción, y Gage me agarró la mano.

—Eso parece —respondió.

—Oh, mierda —dije, con una risa nerviosa—, mira tu moto.

Ambos observamos la antaño orgullosa Harley, totalmente cubierta de líquido rojo y de suciedad.

—Ahora es roja —comentó Gage, también riendo de sorpresa—. Uf, no estaba seguro de qué podía esperar, pero me la imaginaba quemada o más o menos normal, no así. Me pregunto si esa cosa saldrá al frotarla con algún producto.

—Estaba asegurada, ¿no? —le pregunté.

—Sí —respondió, moviendo la cabeza lentamente—. Tu Mustang tampoco lo ha pasado muy bien, mira.

Observé más allá de la moto y, efectivamente, estaba cubierto de la misma sustancia.

—Hemos tenido mucha suerte —comenté, acordándome de la casa de Carrie y Darren. Gage detuvo el camión y, sin perder un segundo, abrí la puerta y salté fuera. Al cruzar el jardín, cubierto por una crujiente capa de líquido reseco y de cenizas, vi que la puerta principal de mi casa estaba abierta, lo cual me pareció extraño. Estaba segura de haberla cerrado al salir. Entré en la sala, seguida por Gage, y miré a mi alrededor.

—Parece que todo está bien —comenté.

—Mira eso —dijo Gage, señalando unas huellas de botas que llevaban hacia la cocina. Las seguimos y vimos seis cajas de dulces sobre la encimera, con una nota escrita sobre papel higiénico.

«La puerta de la cocina estaba abierta y necesitábamos un sitio donde quedarnos durante un tiempo. Nos comimos tus dulces y dormimos en vuestras camas. Hemos estado luchando contra el fuego durante casi veinticuatro horas, cuatro de ellas empleadas en mojar la fachada de tu edificio y las de los otros para salvarlos. Esperamos que no te importe.»

La nota estaba firmada por Frank y Steve Browning.

—Guau —exclamé y se la tendí a Gage, que alzó las cejas.

—¿Sabes quiénes son? —me preguntó.

—Ni idea—respondí—, aunque voy a intentar averiguarlo. Creo que les debo algo más que unos dulces.

—Sí, estoy de acuerdo —confirmó Gage, riendo.

—Hemos tenido muchísima suerte —suspiré y él me miró y asintió.

—Desde luego —dijo.

—Eso sí, nos va a llevar trabajo limpiar todo esto —comenté.

—¿Todavía estás con la duda sobre si quedarte o no en Hallies Falls? —preguntó Gage, ahora con tono serio.

—No, ya lo he decidido —respondí—. Quiero quedarme aquí. No me había dado cuenta de lo mucho que quiero este sitio hasta que he estado a punto de perderlo. Sé que es una ciudad extraña, donde todo el mundo se mete en la vida de todo el mundo, pero también es un lugar en el que dos personas luchan noche y día para salvar la casa de un desconocido.

Gage asintió lentamente, con rostro pensativo.

—Te hará falta algo de ayuda para arreglarlo todo —comentó.

—¿Te estás ofreciendo? —le dije, en tono bromista, aunque sin mirarle a los ojos. ¿Y si decía que no?

—Tal vez —respondió, serio—, pero no en el mismo apartamento. Me gustaría algo más cómodo, ya sabes, con espacio para estirarme. Una casa tal vez.

—Podrías quedarte aquí, conmigo —le propuse.

—¿Y tu padre? —dijo él.

Me encogí de hombros porque, a fin de cuentas, sabía que formábamos un «paquete completo».

—Supongo que eso depende de lo que digan sobre su medicación —respondí.

—Y de si Mary tiene o no intención de separarse de él —dijo Gage, arqueando una ceja—. Ya sabes que, antes del incendio, estábamos considerando la posibilidad de cerrar el club de los Nighthawks y abrir una sección de los Reapers en Hallies Falls. Yo sería el responsable local y no me vendría nada mal una mujer que me ayudase.

Me acerqué a él y le abracé por la cintura.

—Siempre pensé que te gustaban más jovencitas —le dije.

—Me gustas tú —respondió él, hundiendo los dedos entre mis cabellos y buscando mis labios para besarlos. Ya me abandonaba a sus caricias cuando, de pronto, un pensamiento cruzó mi mente y me separé de él.

—¡El Mustang! —exclamé, con ojos muy abiertos y Gage me miró, sorprendido.

—¿Qué le pasa? —preguntó.

—La casa de Carrie y Darren se ha quemado —le dije, sin aliento—, pero al recoger a las chicas, llené una bolsa con varias de sus pertenencias, joyas, fotos, su ordenador portátil, y lo metí todo en el maletero del Mustang. Tengo que ir a ver si está ahí todavía. Tal vez no lo hayan perdido todo, a fin de cuentas.

Dicho esto, salí escopetada hacia mi querido automóvil, pero al llegar frené en seco, porque no tenía ni idea de dónde había dejado las llaves. Le di vueltas a la cabeza, frenética, tratando de recordar aquellos últimos momentos de pánico, cuando salimos corriendo hacia el camión.

¿Las había dejado puestas?

Me cubrí la mano con la manga de la camisa, limpié la ceniza y el líquido ignífugo que cubrían la ventanilla y atisbé hacia el interior. Efectivamente, allí estaban. Instantes después abrí el maletero y ante mí apareció la preciada bolsa con los tesoros de Carrie. Sin perder un segundo, saqué el teléfono y la llamé.

—¿Tinker? —respondió, con voz de desánimo y agotamiento—. ¿Cómo está tu casa?

—Creo que bien —respondí, sintiéndome extrañamente culpable por mi buena suerte—. Darren me ha enviado las fotos de la vuestra.

—No ha quedado nada —confirmó ella—. Se salvaron algunas cajas que había en el garaje, pero no es nada que importe. Ya sé que es estúpido estar tan triste por haber perdido nuestras cosas, no son más que cosas al fin y al cabo, pero ahora mismo me siento fatal.

—Tengo una buena noticia —anuncié—. Cuando pasamos por vuestra casa para que las chicas recogieran sus cosas, fui por ahí agarrando lo que pude y lo guardé en una bolsa. Tengo tu ordenador, tus joyas y un montón de fotos. No es mucho, pero al menos no lo has perdido todo.

Carrie rompió a llorar.

—¿Estás bien? —le dije, ansiosa. Ella sollozó unas cuantas veces antes de recuperar el habla.

—Qué alegría —dijo—. No debería ser tan importante, pero lo es. En el ordenador tenemos toda nuestra información relevante, ya sabes, las pólizas de seguros, los documentos bancarios, y solo de pensar en perder el anillo de mi madre… no sé qué decir.

—No te preocupes —respondí, conteniendo yo también las lágrimas—. Saldremos de esta. Todos juntos.

—Sí, saldremos —repitió ella—. No puedo creer que hicieras eso. ¿Cómo podré darte las gracias?

—Prométeme que Margarita y tú no volveréis a sacarme por ahí de noche y estamos en paz —le dije y ella rompió a reír.

—Eso no sé si puedo prometerlo, pero lo intentaré.

—No, no lo intentarás —repliqué y ella volvió a reír.

—Tienes razón, no lo intentaré, pero te quiero —me dijo.

—Y yo a ti —le respondí.

***

Gage

Una hora después me encontraba de pie en el porche, observando cómo Tinker y Carrie rebuscaban en el maletero del Mustang y reían como si hiciera un año que no se habían visto. Supongo que era lógico: la última semana había sido tan larga que parecía un año. En aquel momento sonó mi teléfono móvil, lo saqué y vi un número desconocido. Contesté de todos modos, por si la llamada procedía de algún aparato desechable de los que usaban mis hermanos.

—Hola, Gage —dijo la voz de Talia—. Tengo que decir que me gustaba más Cooper. ¿Me echas de menos?

—No —le respondí, seco.

—Ya veo que has vuelto a la ciudad —prosiguió ella—. Qué pena lo del edificio de tu novia. Esperaba que se hubiera quemado con los demás, pero no todo sale siempre al cien por cien, ¿verdad?

—¿Qué se supone que significa eso? —inquirí y ella dejó escapar una risilla. ¿Estaba acaso aquella perturbada espiándonos de hecho desde la distancia? Miré a mi alrededor, inquieto...

—Que la próxima vez tendré que planearlo mejor —respondió—, aunque creo que no se me puede culpar. Nunca había quemado una ciudad. Hay que aprender poco a poco.

—¿Qué es lo que has dicho? —le pregunté, tenso.

—Que el fuego lo provoqué yo —contestó ella, con voz más seria—. Ya sabes, al volar la sede del club. Tenéis suerte de que necesitara esperar a que estuvierais fuera para poder prepararlo todo, porque si no, habríais volado también por los aires. En fin, lo de quemar la ciudad fue un buen premio adicional. Por cierto, Marsh te envía saludos y un pequeño mensaje.

—¿De qué se trata? —le pregunté.

—Me encargó que te dijera que, si Hallies Falls no puede ser nuestra, tampoco será vuestra —dijo—. Ah, y por cierto, Gage…

—¿Sí?

—Que te jodan —dijo y cortó la llamada. Me guardé el teléfono en el bolsillo, pensativo. La maldita zorra psicópata… Tinker se volvió hacia mí con una sonrisa tan hermosa en su rostro que me dolió por dentro y me prometí en silencio que la protegería. Siempre. Pasara lo que pasase, aunque tuviera que matar a quien fuera.

La defendería y también a aquella ciudad.

Tenía que reunirme con Cord y empezar a hacer planes para reconstruir el club. Lo llevaban claro nuestros enemigos si creían que iba a permitirles ganar la partida.