Prólogo

Tinker

Una nueva contracción me estrujó el vientre y no pude evitar estremecerme. Había sangre en el inodoro. No mucha, pero tampoco poca, que se diga. Gruesos coágulos viscosos, gotas de un brillante color rojo y... cerré los ojos con fuerza, ignoré el dolor y me concentré en el teléfono móvil que tenía en la mano.

—Lo siento, Tinker, pero el señor Graham no puede salir del juzgado en este momento.

La voz de Craig, siempre tan bien modulada, siempre tan profesional, tembló por un instante al decir estas palabras, porque ambos sabíamos lo que realmente quería decir. El señor Graham no iba a salir del juzgado en ningún momento, porque ganar su caso era para él más importante que la salud de su mujer. Hasta el propio ayudante de Brandon se avergonzaba de él.

—Craig, creo que estoy perdiendo al bebé —le dije—. Necesito a mi marido. ¿Se lo has dicho?

Silencio.

—No va a ir, Tinker —dijo por fin Craig—. Yo... no sé qué decir. Creo que deberías ir al hospital. ¿No tienes a nadie que te lleve?

Miré hacia abajo y vi caer una nueva gota de sangre, que formó un punto algo más oscuro en medio del agua de color rosado. No me resultaba fácil ver nada por encima de mi barriga —mi antiguo vientre plano había desaparecido hacía tiempo. Dios, ¿cómo había podido ocurrir?

—Sí, puedo llamar a mi amiga Margarita —dije lentamente—. Dile a Brandon que me voy al quirófano.

—De acuerdo —respondió Craig—. Y... ¿Tinker?

—¿Qué?

—Lo siento.

***

Mi hija Tricia nació muerta a las once y media de la mañana. Pesó casi dos kilos y le puse así por mi madre.

***

El sol ya se había puesto cuando alguien llamó débilmente a la puerta de mi habitación, en el hospital. En lugar de hacer caso, continué con la vista fija en el techo. ¿Qué era lo que había hecho mal? Le había fallado. Ella era esa cosita preciosa y mi única tarea había consistido en llevarla segura en mi interior hasta el final. ¿Qué clase de mujer era incapaz de proteger a su propia hija?

De nuevo llamaron y Margarita se agitó en su silla.

Tal vez era Brandon.

Me había mandado un mensaje hacía como una hora. Había salido del juzgado «en cuanto había podido».

Me daba igual. Lo único que me importaba era mi niña. La había deseado tanto, aunque Brandon no sintiera lo mismo, y ahora estaba muerta. Muerta. Nunca me había parecido tan horrible aquella palabra.

La puerta se entreabrió lentamente y un hombre atisbó hacia el interior de mi habitación.

—¿Puedo pasar? —preguntó Craig tímidamente. Asentí con la cabeza, mirando a Margarita, y ella le hizo un gesto con la mano para indicarle que entrara. Del pasillo me llegó el llanto de un recién nacido. Aquellos putos sádicos me habían dejado en Maternidad, porque al parecer era el lugar donde iba a estar mejor cuidada. Los sonidos que evidenciaban la felicidad de otras mujeres removían el cuchillo que llevaba clavado en mi vientre vacío.

Tricia.

El corazón me había estallado de alegría al ver el resultado positivo en el test de embarazo y con mucha mayor fuerza al sentir su primera patadita en mi interior. Cada día era un nuevo milagro y yo seguía atenta el desarrollo de mi hija en el calendario maternal sin perder detalle.

La había mantenido en mis brazos más de dos horas, antes de dejar que se la llevaran.

—Tinker, siento muchísimo tu pérdida —dijo Craig mientras cruzaba el umbral con un ramo de flores en la mano. Le miré fijamente, sin mover ni un músculo de mi rostro. ¿Cómo era posible que él hubiera acudido al maldito hospital y que Brandon fuera incapaz? Tricia era también hija suya.

—Dámelas —le dijo Margarita, con tono correcto, pero nada más que un grado por debajo de lo amenazador. Era justo. Craig trabajaba para Brandon, al fin y al cabo, y Brandon era el enemigo. Margarita siempre había despreciado a mi marido, al igual que la mayoría de mis amigas, y ahora me daba cuenta de que debería haberles hecho más caso cuando él se me declaró. Mi padre decía de mí que era testaruda como una mula y que solo aprendía cuando me estrellaba yo solita, desde muy pequeña.

Supongo que tenía razón.

—Brandon... —empezó Craig.

—A menos que vayas a contarnos que Brandon no está aquí porque se ha matado en un accidente de tráfico, mejor ni te molestes —le cortó en seco Margarita. Craig nos miró alternativamente y después al suelo, sacudiendo levemente la cabeza.

—Lo siento mucho —dijo—. Estaba cerrando el ordenador cuando salí.

Las dos lo miramos y el silencio se hizo incómodo. ¿Qué podía añadirse? Craig se sonrojó y me dio un poco de pena.

—Tú no tienes la culpa —le dije—. ¿Quieres sentarte?

—No —respondió él mientras removía los pies—. Tengo que irme. El señor Graham tiene un juicio mañana a primera hora y tengo que llegar temprano para ultimar detalles. Cuídate, Tinker. Si hay algo que podamos hacer, quiero decir, yo y el resto de los compañeros de la oficina del fiscal, dímelo, por favor. Todos se acuerdan mucho de ti.

A la mierda con eso. Si se acordaban era solo porque les daba pena. Normal. ¿Qué otra cosa podía darles una persona tan jodidamente patética como yo? En aquel momento volvieron a llamar a la puerta y, acto seguido, entró Brandon en persona.

—¿Tinker? —dijo con voz amortiguada. Llevaba un grueso ramo de rosas rojas, un par de docenas, fijo, lo que indicaba que al menos tenía el detalle de sentirse culpable. Cuando me cortejaba, me traía como la mitad, pero ahora se trataba de pedir perdón. En una ocasión en que le pillé poniéndome los cuernos me habían tocado unos pendientes de diamantes.

Odio los diamantes. De toda la vida. Un marido debería saber eso de su mujer, creo yo.

—Un poco tarde, ¿no te parece? —le espetó Margarita con voz helada. Brandon le sostuvo la mirada.

—Me gustaría estar un rato a solas con Tinker —dijo.

—Ni de puta coña —dijo Margarita.

—Está bien, está bien —le dije a mi amiga y retorcí con los dedos mi anillo de casada, con sus cuatro quilates de brillantes incrustados. No era el original, claro, dado que a Brandon le gustaba hacerle «actualizaciones» cada pocos años. ¿Cómo iba su mujer a llevar algo sencillo, por Dios? Él provenía de una familia adinerada, supuestamente muy adinerada, a juzgar por el contrato prematrimonial que me había hecho firmar antes de la boda, pero en mi opinión eran unos horteras de muchísimo cuidado. Margarita me miró fijamente y leí en sus ojos: ¿seguro que quieres que se quede aquí?

—Está bien —repetí—. ¿Por qué no acompañas a Craig al bar para tomar un café o algo? Debe de haber sido un día largo para él.

—Un café estaría genial —balbuceó Craig. Nunca lo había visto tan nervioso y debía reconocer que motivos tenía. Acudir al hospital no había sido un trago fácil. Las flores debían de haberle costado unos diez dólares en Pike Place, pero me gustaban más que las carísimas rosas de Brandon.

Eran sinceras.

Margarita y Craig salieron y me dejaron a solas con mi marido.

—Bueno —dijo Brandon mientras depositaba su ramo en mi mesilla y casi arrojaba al suelo mi jarra de agua al hacerlo—. ¿Qué tal estás? Siento mucho no haber podido venir. Se trata del caso de la banda de los moteros, un asunto muy gordo, ya sabes. Hoy nos tocaba oír a un testigo clave y no me parecía bien dejar que otra persona lo hiciera por mí. Si hubiera podido, habría estado aquí.

Brandon me dedicó una de sus sonrisas de político, la que utilizaba con los potenciales donantes de fondos para su campaña. No había anunciado nada todavía, pero yo ya sabía que planeaba presentarse para el puesto de fiscal general del condado de King, que iba a quedar vacante en dos años. El actual fiscal se retiraba y, como director de la División de Lucha contra el Crimen, Brandon era el sucesor más lógico.

—Siéntate aquí, junto a la cama —le dije, en voz baja—. Tenemos que hablar.

—Por supuesto —respondió él, todo preocupación, el vivo retrato del marido amantísimo. Qué pena que no hubiera una cámara de fotos por allí para inmortalizar el momento. Podría haber sido un estupendo poster para la campaña, con tal de que me hubieran puesto algo de color en las mejillas con el Photoshop.

—Era una niña —le dije—. No saben de qué ha muerto. Dicen que podría deberse a algún tipo de alteración genética.

No había querido conocer el sexo de mi bebé antes del nacimiento, pues deseaba que fuera una sorpresa.

Brandon dejó escapar un largo suspiro y después miró hacia el suelo, sacudiendo la cabeza. Dios, qué buen actor era. Supongo que ese era mi principal consuelo, no ser la única en haber comprado su mierda. No era casual que siempre consiguiera convencer a los jurados.

La gente quería creerle.

—Seguramente ha sido para bien —dijo por fin—. La niña no habría gozado de buena salud y ya tienes muchas cosas de las que ocuparte. En cuanto empiece la campaña…

Estudié al hombre con el que había dormido durante diez años, sin escuchar el zumbido de su voz. La calvicie apenas comenzaba a insinuarse en su coronilla. Nada serio, pero yo sabía que ya había consultado al médico sobre la posibilidad de un injerto. Como en un sueño, me imaginé sacando mi navaja del bolso y clavándosela en el cráneo, profundamente. El hueso es duro, pero mis navajas están siempre muy afiladas.

Lo malo es que solo soy un patético intento de ser humano.

—Hemos terminado —le dije, cortante, mientras me sacaba el anillo del dedo. Brandon dio un respingo y se quedó mirándome, ahora sí con expresión sincera, por una vez.

—¿Qué? —dijo.

Le tendí la refulgente joya, pero no hizo amago de tomarla.

—Se acabó —insistí—. Este matrimonio ha sido un error y ahora, por favor, te pido que te marches. Mi abogado se pondrá en contacto contigo. Le pediré una cita a Smith. Cuanto antes terminemos con todo esto, mejor.

—Nena, lo siento mucho —dijo Brandon. Aunque sus palabras eran de disculpa, vi con claridad cómo se le hinchaba la venita de la frente. Se estaba cabreando. Buena cosa.

Yo también estaba cabreada.

—Sal de mi habitación —le ordené, con voz baja pero cortante, mientras me frotaba el estómago vacío con la mano que tenía libre.

—Tinker, ya me imagino que te están dando pastillas para el dolor —respondió—. No estás razonando como es debido. Tenemos que hablar de todo esto con calma. Ya verás que…

—Oh, ya veo, ya mismo veo, no te preocupes —le corté—. Tu mujer estaba en el hospital, tu hija se estaba muriendo y a ti te importaban más tus estadísticas de encarcelamientos que nuestra supervivencia. Creo que has dejado muy claras tus prioridades.

Por una vez —tal vez por primera vez en la vida— Brandon se quedó sin saber qué decir. Ahí estaba, sentado, mirándome como una estúpida babosa muda. Era satisfactorio, aunque no lo bastante. Necesitaba que se levantara, saliera de la habitación y desapareciera para siempre de mi vida. Sí, no había otra solución. Nuestro matrimonio era historia. Debería haberme sentido liberada, pero no sentía nada en absoluto. Probablemente era mejor así. Delante de mí se abría poco a poco la entrada de un túnel muy oscuro, el de la tristeza, del que no sabía si conseguiría salir alguna vez. Tampoco estaba segura de querer salir.

—Lárgate —dije, con los dientes apretados.

—¿Cómo? —se sorprendió Brandon.

—Que te largues —repetí, esta vez traspasada de furia, aunque alegre de poder sentir algo aún— y llévate tus putos anillos. Si tengo que ver un segundo más tu cara de chulo asqueroso, me levanto y te saco de una patada en el culo.

—Tinker, tienes que calmarte —replicó, con tono firme y con el ceño fruncido, como un padre severo. Yo, sin embargo, ya había tenido un padre de verdad, un hombre mucho mejor de lo que este podría llegar a ser en mil vidas. Brandon alargó la mano hacia el timbre.

—Voy a llamar a la enfermera —continuó—. Está claro que necesitas un calmante o… ¡ay! Pero ¿qué cojones haces, Tinker?

Agarré con las dos manos su enorme y carísimo ramo de rosas y volví a golpearle, esta vez en toda su fotogénica jeta bronceada con espray.

—¡Fuera! —chillé y Brandon retrocedió, agachando la cabeza para protegerse. Sin embargo, conseguí meterle aún un buen zurriagazo con el ramo antes de que se pusiera fuera de mi alcance.

—¡Tinker, tienes que calmarte! —gritó él ahora a su vez, mientras se oían pasos apresurados en el pasillo—. Tinker, por favor, no estás razonando con claridad.

—Estoy razonando con más claridad que en toda mi vida —repliqué y le lancé el ramo de flores—. ¡Sal de mi habitación y de mi vida de una puta vez y llévate tus diamantes de mierda, gilipollas!

Tras rebuscar entre las sábanas, encontré el anillo y se lo lancé a mi ex a la cara con todas mis fuerzas.

—¡Aay! —gritó él y se llevó la mano al rostro, del que cayeron unas gotitas de sangre—. Por Dios bendito, Tinker, ¿es que has perdido el juicio?

—¿Qué pasa aquí? —gritó la enfermera mientras abría la puerta—. ¡Seguridad!

Todo fue muy rápido después de aquello.

Antes de que llegaran los guardias de seguridad, me las arreglé para levantarme, sin dejar de gritarle a Brandon como una auténtica furia. Él parecía sorprendido, totalmente incapaz de entender lo que había pasado. El ego de Brandon siempre había operado bajo la teoría de que su vida era como los grandes bancos de Wall Street, demasiado grande e importante como para ir a la quiebra.

De pronto entró Margarita, que había dejado atrás a los de seguridad, y me agarró por el brazo, empujándome hacia la cama.

—Tranquilízate o te pondrán hasta arriba de drogas —me susurró al oído. Yo sentía cómo el pecho me subía y me bajaba y no podía dejar de mirar a Brandon, de lanzarle por los ojos toda la rabia que me poseía.

—No pienso calmarme —silabeé, entre dientes, mientras me preguntaba si sería capaz de lanzarme sobre él y arrancarle los ojos antes de que consiguieran agarrarme.

—Sí, claro que vas a hacerlo —me respondió Margarita—, porque si no, le harás quedar a él de víctima. No le hagas ese favor. Conociéndole, hasta es capaz de presentar cargos contra ti.

Aquello arrancó de mí una carcajada porque… ¡efectivamente, sería Brandon en estado puro! No es que fuera a hacerlo realmente, claro que no. Sería demasiado embarazoso. ¿Cómo iba a arriesgarse a manchar un poquito su preciosa imagen?

Los de seguridad habían entrado, mientras tanto, y acompañaban a Brandon fuera de la habitación. La enfermera me empujaba ahora hacia la cama y yo no oponía resistencia. Por encima de todo no deseaba que me sedaran o lo que fuera. La mujer me ayudó a sentarme y me miró con rostro firme pero compasivo.

—Sé que ha sido un día terrible, seguro que el peor de tu vida —me dijo—, pero no puedes atacar a la gente o tendremos que tomar medidas. ¿Quieres que llame a un asistente social?

—Siento lo ocurrido —mentí— y no, no deseo un asistente, al menos por ahora.

—Ese es su marido —dijo Margarita—. No ha querido salir del trabajo mientras su mujer perdía a su hija.

La enfermera abrió mucho los ojos y miró hacia Brandon.

—¿En serio? —preguntó.

—En serio —confirmó Margarita, con expresión feroz. La enfermera sacudió la cabeza y se volvió hacia mí.

—Bueno, sea lo que sea lo que haya hecho, no se puede pelear en las habitaciones —dijo—. ¿Vamos a tener la fiesta en paz?

—Sí, no quiero más problemas —respondí.

La enfermera asintió con un gesto y a continuación me miró fijamente.

—Entonces, ¿le has dejado? —preguntó—. ¿Definitivamente?

No tuve que pensar dos veces antes de contestar.

—Sí, he roto con él para siempre —dije.

—Mejor para ti, preciosa —repuso ella—. Te mereces algo mejor.

Joder que si lo merecía. Y mucho mejor.