Capítulo 10
En una nueva demostración de que las mujeres y la lógica no se llevan bien, Talia estaba de un excelente humor cuando llegamos a la sede del club de los Nighthawk Raiders.
—¡Eh, Cooper! —saludó uno de los aspirantes, un chico llamado Cody—. Qué bien que estés por aquí. El jefe te está buscando.
—Ya sabe que veníamos —respondió Talia—. Le he mandado un mensaje.
—Ajá, me dijo que estuviera atento cuando llegara Cooper —indicó Cody— y que le enviara con él en cuanto os viera. Está esperando.
Entré con Talia en el edificio, que olía a hierba y a humo procedente de algún producto químico. Alguien debía de haber echado mano a algún tipo de metanfetamina de baja calidad, lo cual no dejó de sorprenderme. Con los contactos que tenía Marsh, era de esperar que sus chicos manejaran un material de mejor calidad.
El presidente de los Raiders estaba sentado en un sofá al fondo del club y tamborileaba nervioso con los dedos sobre el brazo del asiento. Había una chica muy joven sentada en su regazo, con expresión de estar totalmente colocada. Aunque la muchacha tenía la mano metida dentro del pantalón de Marsh, no parecía estar en plena acción, precisamente. Me acerqué, miré a Marsh a los ojos y esperé a que hablara. Él apartó a la chica, se levantó y me miró a su vez con ojos dilatados e inyectados en sangre, sin dejar de mover la mano.
«Genial. Está un poco alterado, el muchacho.»
—Vamos, Coop —me dijo, con ojos dirigidos a Talia—. Tú te quedas aquí, nena. Tenemos trabajo.
Talia hizo un mohín de desagrado con los labios, pero se dirigió a la barra del bar mientras yo seguía a Marsh hasta una sala de billar —la «capilla» del club—. Las paredes estaban decoradas con cazadoras que les habían quitado a moteros de otros clubes que se habían aventurado por la ciudad equivocada. Marsh agarró un par de palos de billar y me lanzó uno.
—Vamos a echar una partida mientras hablamos —dijo—. Cierra la puerta.
Hice lo que me indicaba y lo observé mientras colocaba las bolas dentro del triángulo. Todo él irradiaba una tensión salvaje y un nerviosismo apenas contenido que solo podían proceder de un sitio. Las metanfetaminas. Joder, sabía que me tocaba alargar aquel juego todo lo que fuera necesario, pero al ritmo que íbamos, las cosas podían descontrolarse muy pronto. Cada vez que veía a Marsh, parecía estar peor.
—Tengo un trabajo para ti —dijo, inclinándose para dar el primer golpe, con mano temblorosa. Joder, esperaba que estuviera lo suficientemente sereno como para aguantar la partida en condiciones, ya que intuía que el jefe de los Raiders no debía de tener muy buen perder. Las bolas chocaron y por suerte metió a la vez dos bolas rayadas. Un buen comienzo.
—¿De qué se trata? —inquirí.
—Necesito a alguien para llevar un cargamento —explicó, con el ceño fruncido, mientras preparaba su segundo golpe—. Alguien en quien podamos confiar. Ya llevas un tiempo por aquí, con nosotros, y tienes tu propio camión. Me imaginé que no te vendría mal pillar algo de dinero.
El palo se le escapó esta vez y rasgó el tapete. Marsh lo observó con cara de muy pocos amigos.
—El dinero siempre me interesa —comenté lentamente—. ¿Cuál es el trayecto?
—Tenemos cierta mierda que hay que llevar a Canadá a través de Bellingham —indicó—. Tendrías que cruzar la frontera por ahí y depositarla en Vancouver, todo legal, y después ir hasta Penticton a recoger otra carga. Cruzas de nuevo la frontera por Oroville, lo más peligroso del viaje, y de ahí conduces hasta Tri-Cities, para entregar la mercancía a unos amigos nuestros.
—La ruta es un poco extraña —comenté—. Habría maneras mejores de cubrirla.
Si iba por Bellingham, los Reapers locales podrían cubrirme, pero el resto del camino estaría solo, totalmente a mi suerte.
—Tu trabajo no es pensar —replicó Marsh—. Te estaremos vigilando para que no la cagues. Nuestros socios canadienses te esperarán en los puntos de carga y descarga y se encargarán de verificar el cargamento y pagar. Tu trabajo es llevar un cargamento y recoger otro, así de simple. ¿Alguna pregunta?
—Sí —dije—. ¿Cuál es mi parte?
Marsh me miró fijamente.
—Tarifa normal de transporte, Coop —respondió—, a pagar al final, cuando se contabilice la mercancía. En lo que a ti se refiere, es un trabajo más de camionero.
Me habían tendido trampas alguna vez, pero esta era realmente para bobos. Sopesé el riesgo. Los Reapers necesitaban información, pero no podría dársela si Marsh me cortaba el cuello en un acceso de rabia.
—Soy yo el que va a arriesgar el culo —le dije—. Trátame bien o paso de todo. Tu hermana está muy buena, pero no tanto como para eso.
El presidente de los Nighthawks se echó a reír.
—Eres un buen tío, Coop —comentó—. Llamas a las cosas por su nombre y no eres un mamón. Talia es mi nena y la quiero mucho, pero los negocios son los negocios. Hagamos un trato.
Dicho esto, Marsh avanzó hacia la pared, apartó un gastado cuadro con el símbolo del águila americana y abrió la caja fuerte que había detrás. Después de hurgar en ella unos segundos, volvió a cerrarla y se acercó a mí con un fajo de billetes sujetos con una goma. Revisé el dinero, efectuando un rápido cálculo.
—Te daré esto ahora y otro tanto cuando acabes el trabajo —anunció.
—¿Y cómo sabes que no voy a tomar el dinero y a salir corriendo? —le pregunté, arqueando una ceja. Marsh rio de nuevo.
—Talia dice que te gusta tu casera —respondió—. La he visto sin ropa y no me extraña un pelo, la verdad. Está buena, la zorra. No me importaría darle a ese culo lo que se merece y, si no regresas a tiempo, eso es lo que haré.
Noté que los músculos de las piernas se me endurecían por la tensión, pero conseguí mantener una sonrisa amistosa en la cara.
—El que una zorra me ponga bruto no significa que me importe —objeté.
—Vale, pero seguramente tus hijos sí te importan —replicó Marsh—, así que, si planeas largarte, más te vale que pases a buscarlos, porque si no, los encontraré y me comeré de aperitivo sus corazoncitos, ¿está claro?
—Como el agua —respondí con voz acerada y sentí que mis dedos se crispaban, ansiosos por estrangular al hijo de perra. Marsh tenía suerte de que mis hijos fueran ficticios, porque de lo contrario ya estaría muerto.
—Perfecto —dijo él, entonces—. ¿Cuándo puedes ponerte en camino?
—Mañana por la mañana —respondí—. Tengo alguna mierda que limpiar en el edificio de apartamentos y, si me largo sin hacerlo, podría despertar sospechas. Por cierto, una cosa, Marsh.
—¿Sí? —dijo él.
—Tu hermana ha estado metiéndose en mis asuntos y ya me ha tocado las pelotas —le informé—, así que he tenido que ponerla firme. ¿Hay problema con eso?
Marsh rompió a reír y sacudió la cabeza.
—Yo soy el único hombre que le importa realmente —dijo—. Si no te hubiera pillado follando por ahí, ya se habría aburrido de ti.
—¿Estamos de acuerdo, entonces? —inquirí.
—Sí, estamos de acuerdo —respondió él—. Tú te encargas del cargamento y yo de Talia. Todos haremos nuestro trabajo y después viviremos felices para siempre. Fácil. Bueno, vamos a acabar la partida.
***
Me llevó un par de horas escaquearme del club aquella noche. Ayudó el hecho de que Talia se había colocado hasta las cejas mientras yo hablaba con su hermano, lo que significaba que ella y sus amigas estarían de fiesta hasta altísimas horas. Con la excusa de que tenía trabajo al día siguiente, me las arreglé para escapar tras una rápida follada en el baño.
Ahora tengo que decir que, después de todos aquellos años dirigiendo el bar de strippers, entendía por fin lo que debían sentir las bailarinas cuando algún cliente las llevaba a los reservados de la zona VIP.
Bueno, digamos que había desarrollado cierta empatía…
Al llegar a mi apartamento, saqué una cerveza del frigorífico y desempaqueté un nuevo teléfono móvil que me había agenciado hacía unos días en Omak. Aún no sabía si Marsh había decidido confiar en mí o si todo aquello no era más que una trampa, pero en cualquier caso era hora de informar a Picnic.
Contestó al tercer toque.
—Oh, cariño —dijo, en tono burlón—. ¿Tres llamadas en un día? Eso se llama amor y lo demás son tonterías.
—Que te jodan —le respondí, simplemente—. Tengo nueva información para ti.
—¿De qué se trata? —quiso saber.
—La mano dura ha dado resultado —expliqué—. He puesto a Talia en su sitio y a Marsh no parece que le suponga un problema. Lo único que le importa es el dinero. Quiere que lleve un cargamento en el camión hasta Vancouver y después traiga de vuelta otro por Oroville, para entregarlo en Tri-Cities.
—¿Una trampa? —preguntó el presidente de los Reapers.
—Podría ser —le respondí, sopesando la cuestión—, pero intuyo que no. Este no es como nosotros, es muy torpe. A nadie se le ocurre confiar tan pronto en alguien como yo, pero está rodeado de aspirantes que apenas saben llevar la moto. Ha estirado sus recursos hasta el límite y eso se nota.
—Entonces parece que ha llegado la hora de tomar una decisión —indicó Picnic—. ¿Estás a favor de ir adelante?
Pensé durante unos segundos en lo que me decía. Todo hacía pensar que Marsh querría verme fuera de la foto, pero algo me decía que no era así y yo había aprendido a confiar en mi instinto a lo largo de los años.
—Sí, creo que el riesgo merece la pena —dije por fin—. Me voy mañana. Dales un toque a los chicos de Bellingham para que me ayuden a pasar la carga y a ver qué información podemos conseguir. Cuanto antes acabe con esta mierda, mejor.
—Dalo por hecho —confirmó Picnic—. Haremos que te esperen en un área de descanso para camiones, por si Marsh usa un GPS para seguirte. Así tendrás una buena excusa. Si te pregunta, le dices que paraste a cagar. Todos tenemos que hacerlo, tarde o temprano.
—Esto se está volviendo más personal de lo necesario —comenté y Picnic rio.
—Avísame cuando estés saliendo de la ciudad —me dijo—. Llamaré a Bellingham y haré los preparativos necesarios. Has hecho un buen trabajo. Este encargo es justo lo que necesitábamos. Nos dará acceso a su red de distribución y las pruebas de que nos están robando. Solo una cosa: no me importa lo fantásticas que sean sus tetas, pero no dejes que Tinker te distraiga mientras estás trabajando, ¿de acuerdo? Te apoyamos, pero no podemos ir contigo en el camión. Concéntrate en lo que de verdad importa aquí. No me gustan nada los putos funerales.
***
Seattle
Tinker
Llegamos a casa hacia las ocho de la tarde. No había estado allí en los últimos seis meses y se me hizo extraño comprobar que todo seguía igual. Brandon realmente no había pasado mucho tiempo allí cuando estábamos casados y parecía evidente que su costumbre no había cambiado. No es que la casa no estuviera en perfectas condiciones —teníamos servicio que se ocupaba de eso—, pero se notaba que nadie vivía allí. El lugar era tan estéril como lo había sido nuestro matrimonio.
Instalé a mi padre y a Randi en sus habitaciones antes de bajar a ver mi cocina. Por mucho que odiara lo que el resto de la casa había llegado a representar, adoraba lo que había creado allí abajo. Encimeras de brillante metal, una pila gigante con secadero empotrado, una campana preciosa, la máquina bañadora para cubrir de chocolate los dulces y los muebles con ruedas para las bandejas.
Dios, lo echaba de menos.
«Podrías quedarte aquí», me susurró una voz insidiosa dentro de mi cabeza. «No tienes que volver y enfrentarte a esa loca. Déjalo todo atrás. Tu padre está perdiendo la cabeza de todos modos. En unas cuantas semanas ni se acordará de que vivía en otro sitio.»
—¿Tinker?
Me di la vuelta y me encontré cara a cara con Brandon. Seguía igual, alto y esbelto, con su cabello perfecto y un traje de miles de dólares. Aunque provenía de una familia adinerada, yo siempre había pensado que no quedaban bien unos trajes tan despampanantes en una persona con un sueldo de fiscal adjunto. Llegado este punto, aquello no era de mi incumbencia, por supuesto. Cuanto antes diéramos carpetazo a los trámites del divorcio, mejor.
—Hola, Brandon —le saludé, con una tensa sonrisa—. Solo voy a quedarme unos pocos días. No te molestaré demasiado.
—Eso no me preocupa —comentó él, acercándose—. Tienes muy buen aspecto, Tinker. Te he echado de menos. ¿Cómo te va?
—Estoy bien —le respondí—. He venido porque tengo un pedido enorme que servir y necesito ponerme al día. Sería genial utilizar la cocina durante un par de días.
Brandon llevó una banqueta hasta la isleta central de la cocina y se sentó.
—¿Tienes unos minutos? —preguntó—. Necesito hablar contigo.
Ah, sí, ahora me acordaba de por qué no quería vivir en Seattle. La jodida ciudad estaba totalmente infestada de Brandon.
—Tengo cinco exactamente —le respondí. Su mirada se endureció y pude percibir la frustración que trataba de ocultar. No le gustaba que la gente le pusiera límites. Era evidente que la casa no era lo único que no había cambiado.
—Han pasado dieciocho meses y creo que ya es hora de que hablemos sobre nuestra separación —dijo con su «gran voz seria» de fiscal. A los jurados siempre les convencía, lo cual no me resultaba extraño, ya que a mí también solía ocurrirme. Sin embargo, ahora me sonaba ridícula.
Con un suspiro, agarré otra banqueta para mí y me senté junto a él.
—Tienes razón —repuse—. La semana pasada hablé con mi abogado para ver cómo se pueden acelerar los trámites, pero me informó de que aún no le has entregado todos los datos financieros. ¿A qué se debe el retraso?
—No era eso a lo que me refería, Tinker —respondió Brandon con el ceño fruncido—. Durante todo este tiempo he pretendido darte espacio. Entendía que necesitabas tiempo para recuperarte y entonces, cuando falleció tu madre… bueno, hemos tenido que afrontar una serie de tragedias y eso afectaría a cualquier pareja, pero los dos hemos tenido tiempo para restablecernos y creo que deberíamos hablar sobre la posibilidad de reconciliarnos.
—¿Has bebido? —le respondí—. No. Por supuesto que no.
La máscara de tranquilidad de mi ex se resquebrajó a ojos vistas.
—Tinker, no me escuchas —me dijo—. Parece que no entiendes la situación. El actual fiscal general se retira y va a apoyarme en las próximas elecciones. Son muy buenas noticias, pero nuestros partidarios te quieren a ti en el mismo paquete. Todo gira en torno a los valores de la familia. Tú eres una mujer hermosa que ha construido un fantástico negocio en su propia casa…
Sentí como la sangre comenzaba a latir en el interior de mi cabeza.
—Le has estado mintiendo a la gente sobre nuestra situación, ¿verdad? —le acusé.
—Les conté lo del bebé, por supuesto —respondió, encogiéndose de hombros—, y también lo de tu madre. Todo el mundo lo entiende, pero realmente necesito que vuelvas a Seattle ahora. Si no apareces por aquí en breve, podría costarme la elección.
—Estás fuera de la realidad —le respondí, seca—. Nos estamos divorciando. Todo este tiempo ha sido una locura y nuestras finanzas son complicadas —eso es lo que me dices, al menos—, pero han pasado dieciocho meses. Tienes que enviarle toda la documentación a mi abogado para que podamos avanzar. No quiero que las cosas se pongan feas, pero hemos terminado, Brandon. No hay ninguna reconciliación de la que hablar.
En aquel momento zumbó mi teléfono móvil y lo saqué del bolso. Carrie me había enviado un mensaje para asegurarse de que había llegado bien. Lo coloqué en la encimera y miré fijamente al hombre con quien había desperdiciado diez años de mi vida.
—Has tenido un día duro —comentó Brandon—. No debería haberte molestado hoy. ¿Podemos quedar a cenar mañana?
—Yo no, pero mi abogado tal vez sí podría —repliqué.
Mi ex rio de manera forzada. Yo ya había tenido bastante.
—Tengo que prepararme —le indiqué—. Por favor, te agradecería que me dejaras sola.
Brandon abrió la boca para responder y decidí ignorarle. Me levanté de la banqueta y me dirigí al armario que utilizaba como almacén. Con suerte habría allí unas cuantas cajas, suficientes como para reemplazar las que habían sido dañadas. El pedido de cajas que había hecho también llevaba retraso y, aunque en teoría tenía bastantes hasta la semana siguiente, encontrar unas cuantas más me facilitaría mucho la vida. Afortunadamente, al abrir la puerta encontré un paquete entero de cajas plegadas. Perfecto. Randi podría encargarse de ellas al día siguiente y yo podría centrarme en preparar los dulces.
Al regresar a la cocina, me encontré a Brandon sentado exactamente en el mismo sitio.
Y con mi teléfono móvil en la mano.
—¿Qué demonios estás haciendo, Brandon? —le interrogué.
Él me miró fijamente, con ojos velados por la ira.
—¿Quién es Cooper? —preguntó a su vez.
—¿Hablas en serio? —le dije, arqueando una ceja—. ¿Ahora espías mi teléfono?
—No paraba de zumbar y quería asegurarme de que no se trataba de una emergencia —respondió, como si lo que había hecho fuera lo más razonable del mundo. Siempre había tenido un don para eso, conseguir que yo pareciera la perturbada, y no él.
—Dámelo ahora mismo —le ordené, extendiendo la mano. Él obedeció y vi el mensaje que ocupaba la pantalla.
COOPER: Sé lo que pasó con Talia. Aunque no me creas, te prometo que no volverá a ocurrir. Para tu información, tengo que ausentarme de la ciudad un par de días. Me ha surgido un encargo. Llámame.
«Genial. Por si la psicópata de su novia no estuviera ya lo suficientemente cabreada. Malditos hombres, siempre tan seguros de que saben lo que hay que hacer para solucionarlo todo.»
—¿Quién es él, pues? —preguntó Brandon, marcando las palabras. Me senté y estiré el cuello, ya que aquel ya podía ser denominado oficialmente «mi día en el infierno». ¿Qué más podía ir mal? Tal vez nos caería encima un meteorito —claro que eso simplificaría mucho las cosas.
—Es mi «hombre para todo», un «manitas» que tengo contratado para las reparaciones en el edificio —respondí—. Vive en uno de los apartamentos desde hace un mes, más o menos.
—¿Tu «hombre para todo»? —inquirió de nuevo mi ex.
—Pues sí —contesté—, el tipo al que llamas cuando se te rompe algo. Hace el mantenimiento del edificio, lo cual me resulta de gran ayuda.
—¿Y quién es exactamente? —insistió Brandon—. ¿Cómo sabes que puedes confiar el él? Realmente me gustaría que me hubieras pedido hacerte un informe sobre él antes de…
¿Cómo se podía ser tan engreído, sobrado y pagado de sí mismo y al tiempo tan gilipollas? Toda la rabia, la frustración y el dolor que había sentido durante el último año y medio entraron en ebullición a la vez dentro de mí y estallaron hacia él.
—¡Cierra ya la puta boca, Brandon! —rugí—. ¡Por Dios! ¿Hasta qué punto puedes llegar a ser estúpido? Ya no soy tu pareja, desde hace bastante tiempo. Tu hija murió y ni estabas presente. Si haces algo así, se acaba todo. No puedes discutir conmigo, no puedes amenazarme, no puedes hacer nada, porque tú y yo ya no somos nada. No existes en mi mundo, ¿entendido?
Brandon se quedó boquiabierto y, por una vez, sin nada que decir. En aquel momento el teléfono zumbó de nuevo. Miré y vi otro mensaje.
COOPER: Necesito el teléfono de Darren.
«Malditos hombres. Siempre con peticiones.»
—¿Me estás engañando con él? —preguntó Brandon, con el ceño fruncido y le miré, parpadeando de incredulidad. Oh, sí, tal vez había bebido.
—Sí, Brandon —le espeté—. Paso con él noches locas de sexo desenfrenado, con él y con sus amigos de su club de moteros. Hasta ahora me limitaba a los bailarines masculinos de strip-tease, pero el aceite corporal a la larga se vuelve un poco pringoso, ¿sabes?
—Aún estamos legalmente casados —objetó él, muy rígido, y rompí a reír a carcajadas.
—Largo de aquí —le dije, en cuanto conseguí parar.
—Tinker… —comenzó él, en tono de advertencia.
—Es hora de largarse —le corté—. Voy a estar aquí. No te sientas obligado a cambiar tus planes, porque verte no es lo que me apetece, precisamente. Más bien piensa en esos datos financieros, porque si no empiezas a colaborar, lo mismo se me va la pelota y hago alguna locura. Ahora, por favor, sal de mi cocina.
Brandon abrió la boca para contestar, pero me di la vuelta, abrí un cajón y saqué un cuchillo de cocina. No era mi favorito, pero me serviría. Me volví hacia él lentamente y me lo coloqué a la altura de los ojos, como si estudiara la cuchilla.
—Tengo un montón de cosas que hacer aquí, Brandon —le dije, mientras pasaba un dedo por el filo—. Ha sido un día muy largo y tengo las hormonas un tanto alteradas. ¿No es eso lo que siempre decías de mí? ¿Que no hago sino bailar al son que me tocan las hormonas? ¿Quieres saber lo que me están sugiriendo ahora mismo?
Entre nosotros se hizo un silencio espeso y Brandon no despegaba los ojos del cuchillo.
—¿Me estás amenazando? —preguntó lentamente—. Lo digo porque eso puede constituir…
En aquel segundo descargué el brazo y clavé el cuchillo con fuerza en la isleta de la cocina. Acto seguido, ofrecí a mi ex mi mejor sonrisa.
—Nunca amenazo —dije.
Brandon se levantó y se retiró lentamente, con los ojos muy abiertos.
—No hemos terminado todavía… —comenzó.
—Buenas noches, Brandon —le corté—. Que duermas bien y no olvides cerrar tu puerta, cariño.
—Estás loca —me dijo.
—Oh, no tienes ni idea —repliqué entre risas mientras se retiraba. Aunque tuviera razón, no me importaba. Había sido un gran día, al fin y al cabo, y había aprendido una lección.
Talia no era la única que podía usar un cuchillo.