Epílogo
Nueve meses después
Hallies Falls
Gage
—¿A alguien le sobra otro par? —preguntó Cord, alzando un destrozado guante de trabajo con gesto de disgusto. Llevábamos toda la mañana sacando escombros del antiguo edificio del club de los Nighthawks y, aunque no hubiéramos conseguido salvar gran cosa, sí habíamos avanzado mucho en conjunto. Era importante, porque medio centenar de miembros de los Reapers tenían prevista su llegada para el siguiente fin de semana, con el objetivo de ayudarnos a levantar un nuevo edificio. El plan era tenerlo listo en cuatro días, lo cual se podía hacer perfectamente, con tal de que hiciéramos bien el trabajo preparatorio.
—Yo tengo —le respondí, añadiendo mentalmente más guantes a la lista de suministros que necesitábamos traer. El edificio no estaba asegurado, pero obtuvimos mucha ayuda de las otras secciones de los Reapers. Entre lo que consiguieron recaudar entre todos y nuestro fondo de reserva, las perspectivas financieras eran buenas. Me acerqué a mi camión, abrí la caja de herramientas que guardaba en la parte trasera y busqué un par de guantes. Como todo en Hallies Falls en aquellos días, el camión estaba sucio. Por muchas veces que lo laváramos, la ceniza y el hollín que aún seguían por todas partes no tardaban en adherirse de nuevo.
A pesar de ello, ya se veían señales de que la vida continuaba.
En medio de las zonas arrasadas por el fuego habían aparecido algunos brotes de hierba y hacía pocos días había visto una hembra de ciervo con su cría, que bajaban con cautela por una colina. El ruido de las obras llenaba el aire por todas partes y, aunque buena parte de la población de la ciudad continuaba desplazada, la gente empezaba a regresar y a reconstruir sus hogares.
En aquel momento sonó mi teléfono. Me quité el guante, me lo coloqué bajo el brazo y respondí.
Era Tinker.
—¿Qué hay, nena? —la saludé—. Estamos avanzando a saco por aquí…
—Ya llega —me interrumpió su voz y me quedé helado.
—¿Cómo? —le dije—. Pero pensaba que faltaban aún un par de semanas.
—Al parecer no —dijo ella, con voz emocionada—. Nos vemos en el hospital, ¿de acuerdo? Y dúchate antes. Carrie me lleva. Salimos ya.
—De acuerdo —le respondí, casi mareado. Joder, era demasiado pronto. Tenía tanto que hacer, ni siquiera habíamos terminado de pintar el dormitorio de atrás y… ¡mierda! Estaba ocurriendo. Esto estaba ocurriendo de verdad. Tenía que ponerme las pilas, pero ya.
—Voy para casa ahora mismo —le dije a Tinker—. ¿Va tu padre contigo o le llevo?
—Viene conmigo —respondió, con voz llena de felicidad—. No sé quién está más emocionado de los dos.
—Dile a Carrie que conduzca con precaución —le dije, pero ya había colgado. Me volví hacia Cord, que se había acercado y me miraba con expresión confusa.
—¿Todo bien? —preguntó y yo asentí con la cabeza, tratando de pensar.
—Sí —le dije—. Ya viene el bebé.
—¿Ya? —preguntó—. ¿Pero no le faltaban un par de semanas?
—Al parecer nadie se lo explicó a la niña —respondí—. Ya va a la suya. Estoy jodido.
Cord sonrió de oreja a oreja y me dio una palmada en la espalda.
—Sí, lo estás —confirmó.
***
Una hora y media después llegué al hospital de Mid-Valley. Me había dado la ducha más rápida de mi vida, pero incluso conduciendo al límite de la velocidad permitida, me había llevado su tiempo llegar hasta Omak. Todo me parecía irreal, aunque emocionante a la vez. Tinker había estado enviándome mensajes cada cinco minutos y podía sentir su mezcla de alegría y de miedo.
Llevaba toda la vida esperando aquel día, pero estaba asustada, claro. Por muchas veces que le dijeran que el bebé estaba perfectamente sano, tal y como indicaban todas las ecografías, no dejaba de pensar en Tricia. No estaba seguro de que pudiera sobrevivir a la pérdida de otro hijo.
Tom Garrett me esperaba en el vestíbulo del hospital y me condujo hacia el área de maternidad, con una gran sonrisa en el rostro. Se encontraba mil veces mejor desde que dejara de tomar aquella medicación. Aún tenía sus momentos, claro, pero ya podíamos dejarlo solo tranquilamente —aunque eso no fuera problema en aquellos días, ya que no se separaba ni un minuto de la señora Webbly. Cuando les comentamos lo del bebé, Mary anunció que Tom se iría a vivir con ella a su apartamento para dejarnos más espacio y ahí acabó la cuestión.
—¿Qué tal está? —le pregunté a Tom, secándome las manos en los pantalones. Joder, estaba sudando de los nervios. El bebé aún no había nacido, pero me cagaba de miedo solo de pensar en todo lo que implicaba el hecho de ser padre.
—Estupendamente —respondió—. Tinker está dentro, con ella. La cosa va rápido, sobre todo teniendo en cuenta que es su primer bebé. Tengo buenas noticias: me ha dicho que puedes estar presente en la sala, si quieres, con tal de que te quedes junto a la cabecera. Se ve que no quiere que veas más de lo necesario.
Tragué saliva, sin saber qué decir, y Tom rio como si me leyera los pensamientos.
—Entra, hijo —me dijo—. Yo estuve presente cuando nació Tinker. En aquellos días no les gustaba que el padre asistiera al parto, pero mi mujer se empeñó y, tras discutir con el médico más de una hora, al final consiguió lo que quería.
Firmamos a la entrada de la sección de maternidad, que tenía medidas de seguridad impresionantes —aquello me gustó, pues me horrorizaba pensar que algún chiflado o chiflada pudiera llevarse a nuestra pequeña—. A continuación abrieron las puertas y Tom me guio hasta la sala de partos. Al acercarnos, oí gritar a una mujer.
—Tranquilo, muchacho —me dijo Tom, entre risas—. No eres tú el que tiene que hacer el trabajo hoy.
Tom llamó a la puerta y nos abrió Janelle Baxter, con el rostro tenso de la emoción.
—Hola, Gage —saludó—. Sadie ha dicho que podías asistir, pero que te quedaras junto a la cabecera de la cama. Hay una sábana que la cubre, pero, si por lo que sea resulta que ves algo más de la cuenta, no lo digas, ¿vale? Es un día complicado para ella.
—Es una chica muy valiente —le dije, mirándola a los ojos—. ¿Qué tal lo lleva?
—Bien —respondió Janelle—. Va a ser duro, todos lo sabemos, pero es la decisión correcta. Ni se ha planteado la posibilidad de echarse atrás.
Tragué saliva de nuevo y asentí en silencio. Tinker y yo habíamos hablado de aquella posibilidad, por supuesto, pero ninguno quería ni pensar en ella.
Al entrar en la sala de partos, vimos a Sadie acostada en una cama con el respaldo muy erguido y una barra por encima de ella, para que pudiera agarrarse si era necesario. La comadrona estaba sentada en un taburete, situado entre las piernas abiertas de la muchacha, y Tinker se encontraba a un lado de la cama, sujetándole la mano. La comadrona nos miró.
—Han llegado justo a tiempo —anunció—. Este bebé está deseando nacer. Los primeros alumbramientos no suelen ir ni la mitad de rápido.
Sadie jadeaba y miraba muy fijo hacia delante.
—Viene otra —dijo, casi sin aliento.
—Vamos, empuja fuerte ahora —dijo la comadrona—. Está empezando a asomar la cabeza. Lo estás haciendo de maravilla, Sadie, preciosa.
—Mamá, agárrame la otra mano —rogó Sadie y, si me vio a mí en algún momento, no lo dio a entender.
Soy miembro del club de los Reapers desde hace mucho tiempo y he visto de todo. Hombres fuertes y valientes. Hombres que han dado todo por el club. Sin embargo, puedo afirmar con toda sinceridad que jamás conocí a un hombre que me pareciera tan fuerte como Sadie Baxter aquel día. Quiero decir, ya sabía que dar a luz era duro, pero verlo con mis propios ojos era otra cosa. Mientras veía absorto cómo Sadie empujaba y sacaba a nuestro bebé al mundo centímetro a centímetro, perdí el sentido del tiempo. El sudor le caía a chorros por la cara, pero, agarrada con fuerza a su madre y a Tinker, no dejaba de empujar.
No fue rápido ni fácil, pero una media hora después, nuestra niña se deslizó finalmente hasta las manos de la comadrona.
Llegó al mundo cabreada, lo cual no era de extrañar, dado cómo había sido concebida. Nunca sabríamos quién era el padre, ni nos importaba lo más mínimo. Cuando la comadrona alzó a aquel pequeño milagro rojo, furioso y maloliente que nos gritó a todos con fuerza, supe que sería una superviviente, igual que lo era Sadie.
—¿Quieres sostenerla en brazos? —le preguntó la comadrona a Sadie. La muchacha asintió y Tinker dio un respingo. Sí, habíamos firmado todos los papeles. A lo largo de todo el embarazo, Sadie no había vacilado en su decisión de entregar al bebé, pero sabíamos que aquello podía ocurrir.
—Sí —susurró Sadie, mirando rápidamente a Tinker—. Solo una vez. Quiero tenerla en brazos una vez y se la doy a su madre, ¿vale?
La comadrona asintió, con el rostro lleno de compasión, y abrió el camisón de Sadie para colocarle a la recién nacida sobre el pecho. Sadie la abrazó y le besó la cabecita, cubierta de fino pelo oscuro. Tinker retrocedió y yo me situé tras ella y le rodeé la cintura con las manos.
—¿Quiere que las dejemos a solas? —preguntó la comadrona a Sadie y todos contuvimos la respiración.
Sadie negó con la cabeza.
—No —dijo, mirando a Tinker—. Sabes que siempre la querré, pero es tu hija, no la mía. No estoy preparada. Llévatela ahora, antes de que me arrepienta.
Tinker avanzó, dubitativa, y tomó a la niña en sus brazos. Me incliné sobre ella y observé su naricilla y sus ojos, pequeños y enfadados. Un volcán en miniatura. Le toqué la suave mejilla con un dedo e hizo un gesto como si quisiera apartarme con su manita. Sin embargo, cuando le toqué los labios con un dedo, los abrió y empezó a chupar con fuerza.
—Es fuerte —susurró Tinker.
—Sí, lo es —corroboré.
—Por favor, marchaos —dijo Sadie—. Creo que no puedo estar mirando así.
—Por supuesto —dijo una enfermera y condujo a Tinker fuera de la habitación, con el bebé. Yo la seguí y le toqué el hombro a Janelle al pasar. Ella me agarró la mano y me la estrechó.
—La cuidaré —dijo— y tú cuida bien a mi nieta.
—Te lo prometo —le respondí, antes de seguir a Tinker por el pasillo hacia otra habitación. No dejaba de preguntarme cómo era posible que un hombre tan malo como yo pudiera haber tenido tanta puta suerte.
Tinker me miró cuando entré, con una amplia sonrisa marcando sus facciones.
—Creo que deberíamos llamarla Joy —dijo—, porque ese nombre dice lo que siento ahora.
Joy. Alegría.
Me gustaba.
Me gustaba mucho.
***
Veintidós años después
Tinker
—¿Estás preparada para esto? —me preguntó Gage al hacer mi entrada en la sala—. Vaya, estás preciosa.
Giré sobre mí misma para mostrarle el vestido azul oscuro que había escogido. Por suerte nuestra hija me había dejado elegir mi propio atuendo, uno que me gustara a mí, lo cual no era de extrañar. Todo lo que deseaba era una boda sencilla, rodeada por la gente a la que más quería. Habíamos decorado el pabellón del jardín, construido por mi padre, y, aunque lo había perdido hacía ahora diez años, cada vez que me acercaba a aquel rincón sentía su presencia.
Cuando Joy nos anunció que quería casarse allí, sentí que su risa me llegaba desde el cielo.
Todo parecía preparado: los invitados ya estaban sentados fuera, en filas de sillas plegables y los músicos estaban listos para arrancar notas a sus instrumentos —habíamos contratado a un cuarteto de cuerda para que tocara durante la ceremonia—. Yo había considerado la posibilidad de hacer el catering yo misma, pero Carrie me había convencido para contratar a una empresa —ese día tenía que estar pendiente de Joy, no de la comida, me había dicho y, como de costumbre, tenía razón.
Joy estaba en el piso de arriba, dando los últimos retoques a su maquillaje. El plan era que Gage saliera con ella del brazo por la puerta principal y la llevara por el jardín hasta el pabellón, a través del estrecho pasillo que habíamos dejado abierto a propósito entre las filas de sillas. Allí se la entregaría a Enrique Saldívar, seguramente el joven más valiente que haya visto nunca la luz del sol, porque incluso cuando Gage y sus hermanos Reapers le gruñían para convencerle de que se alejara de Joy, había continuado rondándola.
Estaban muy enamorados.
Carrie salió de la cocina y me observó con atención.
—Estás muy bien —me dijo—, pero no le dejes que te bese, porque te destrozaría el maquillaje. Sadie ha venido con Janelle. Están en la cocina y preguntan si pueden ver a Joy antes de que salga.
Gage arqueó una ceja —cruzada por una cicatriz producto de un brutal ataque sufrido hacía diecisiete años—, pero no comentó nada. La nuestra había sido una adopción abierta, lo cual había generado ciertas tensiones a veces, pero nos habíamos esforzado al máximo para darle a Joy una buena vida. Parte de ello había sido darnos cuenta de que Sadie tenía un papel que desempeñar, aunque no fuera el de madre.
—Voy a preguntarle —respondí y me dirigí a las escaleras.
Joy estaba en nuestro dormitorio, rodeada por sus damas de honor, examinando su vestido en el espejo de pie que teníamos en una esquina.
—¡Hola, mamá! —me saludó, alegre, al verme entrar—. ¡No lo puedo creer! ¿Ya es la hora?
—Casi —respondí, sonriente—. Tengo que decirte una cosa. Chicas, ¿podéis darnos un minuto?
El grupo de muchachas, muy agitado por la emoción, salió del cuarto.
—Si quieres hablar de sexo, Enrique y yo llevamos tres años acostándonos juntos —declaró, en tono seco, y yo le puse cara de «¿crees que me chupo el dedo?».
—No, no es nada de eso —le respondí—. Quería decirte que Sadie Baxter está abajo con su madre, Janelle. Querían saber si podían verte antes de la ceremonia y les dije que te lo preguntaría.
Joy se quedó pensativa y me miró fijamente.
—Tú sabes que eres mi madre, ¿verdad? —me dijo.
—Por supuesto —le respondí, sonriente— y también sé que ella te dio a luz y que te quiere, pero es el día de tu boda y tienes que tomar tus propias decisiones. Tú solo dime qué es lo que quieres y yo se lo transmito.
Joy asintió lentamente.
—Por mí, vale —dijo—, pero me gustaría que tú también estuvieras presente en la habitación. ¿Eso está bien?
—Pues claro, nena —le respondí—. Lo que tú quieras.
Dicho esto, descendí de nuevo y me encontré con Carrie, que me estaba esperando junto a la escalera.
—Diles que suban —le indiqué. Unos instantes después, Sadie y Janelle llegaron al piso superior y yo me reuní con ellas en el pasillo. Sadie tenía muy buen aspecto —realmente había sabido salir adelante al cabo de los años. Le había llevado cierto tiempo, pero, una vez que se marchó de Hallies Falls, las cosas habían empezado a encajar. La habíamos ayudado a terminar sus estudios y ahora tenía un buen empleo de contable en Wenatchee.
—Muchas gracias, Tinker —me dijo—. No quiero resultar pesada en un día tan especial, pero realmente deseaba verla.
Asentí y toqué a la puerta del dormitorio.
—¡Adelante! —gritó Joy y abrí. Sadie entró y se detuvo, contemplando a mi hija.
—Estás preciosa —susurró, con un temblor en la voz.
—Gracias —repuso Joy, sonriente—. Es casi la hora. ¿Querías hablarme de algo en particular o solo saludar?
Sadie rio.
—Esperaba poder darte un regalo —dijo—. Algo viejo para que lo lleves puesto, a menos que eso lo tengas ya cubierto.
—Siempre hay sitio para un poco más de buena suerte —respondió Joy y Sadie le mostró un pequeño joyero. Joy lo abrió y sacó un broche con una bonita piedra engastada. No era, sin embargo, nada especial y pude ver cierta confusión en su rostro —yo también estaba algo desconcertada.
—Lo encontré en el hospital —explicó Sadie, parpadeando rápidamente—, al día siguiente de nacer tú. Estaba en un rincón del aparcamiento. No sé si tiene o no algún valor, pero me gustó. Lo guardé en el bolsillo durante mucho tiempo y era para mí una especie de recuerdo de ti. Cuando estaba cansada o triste, lo acariciaba con los dedos y pensaba en todas las cosas increíbles que podrías hacer cuando crecieras. Hace unos años fui a unas clases de joyería y usé la piedra para confeccionar el broche. Ya me doy cuenta de que no va con tu vestido, pero es tan pequeño que pensé que podrías ponértelo en algún sitio donde no se viera. Así, un trocito de mí iría contigo cuando te encaminaras al altar. No eres mi hija, pero siempre te he querido y te seguiré queriendo.
Los ojos de Sadie se llenaron de lágrimas y Joy me miró. Asentí con la cabeza para indicarle que no me importaría.
—¿Me ayudas a ponérmelo? —le dijo Joy y Sadie asintió. Joy se levantó la falda del vestido y Sadie se arrodilló junto a ella y se lo prendió en la enagua que llevaba debajo.
En aquel momento alguien tocó a la puerta.
—Es la hora —anunció Carrie—. Te están esperando.
Joy me lanzó una mirada de pánico y rompí a reír.
—Llevas tres años acostándote con él —le recordé—. No te pasará nada. Vamos, antes de que tu padre se aburra y decida irse a dar una vuelta en moto o algo así.
***
La cara que puso Gage al ver a Joy bajar las escaleras nunca se borrará de mi memoria.
Había visto el vestido antes, por supuesto —al fin y al cabo, había pagado por él—, pero aún así… en aquel momento era diferente.
—Estás preciosa, pequeña —comentó, ofreciéndole el brazo—. ¿Estás segura de que quieres casarte con ese chico? No me parece suficientemente bueno para ti.
—Es el único hombre que voy a conocer capaz de aguantarte —replicó ella, con tono rotundo—. Confórmate con lo que hay, o si no, me quedaré pegada a ti para siempre.
Desde el jardín nos llegaron las primeras notas de la música y las damas de honor comenzaron a alinearse.
—Es hora de mover el culo y salir ahí fuera —me dijo Carrie. Normalmente la madre de la novia iba acompañada por un miembro de la familia, pero Carrie había insistido en hacerlo ella y… ¿cómo iba a negárselo? Nos dimos la mano, nos la agarramos con fuerza la una a la otra y miré a mi marido y a mi hija una última vez antes del gran momento.
Mi familia perfecta. Hoy todo iba a cambiar, pero podía adaptarme a ello. Enrique era un buen chico y Joy le quería.
Mi hija me guiñó un ojo y miró hacia la ventana.
—Ha llegado la hora, mamá —me dijo—. Están esperando. Ve tú delante.