Capítulo 1
Dieciocho meses después
Hallies Falls, Washington State
Gage
Busco manitas: alojamiento gratis en apartamento particular a cambio de trabajos diversos. Llamar a Tinker Garrett o para más información preguntar en Salón de té, antigüedades y bombonería Tinker.
Arranqué el papel con el anuncio y un número de teléfono y escudriñé a través del escaparate de la tienda. No había señales de vida, aunque el cartel decía «abierto».
Saqué mi gastado pañuelo del bolsillo trasero del pantalón y me sequé la frente, con una maldición dirigida al puto calor. Era el verano más caliente de la historia y en Hallies Falls era aún peor que en casa, en Coeur d´Alene. No podía pegar ojo por las noches, porque el aire acondicionado saltaba a cada momento en el mierdoso hotel en el que me alojaba. Eché otra ojeada al cartel de la puerta y pensé que podría no estar mal ofrecerme como candidato al puesto. Así conseguiría salir del hotel sin quedarme tirado en la calle. Cualquier cosa era un progreso en aquellos momentos.
Las campanillas colgantes tintinearon cuando abrí la puerta de la tienda, muy al viejo estilo. Lógico, dado que aquel umbral parecía más bien un túnel del tiempo que conducía hasta el siglo xviii. Por todos lados se veían bonitas estanterías en las que descansaban bonitas tazas de té. En cada ventana, una mesa con mantel de tela, plata brillante y un centenar más de cositas de aspecto frágil que amenazaban romperse solo con mirarlas. El gastado suelo de madera estaba cubierto de alfombras pasadas de moda, que dividían la estancia en espacios diferentes. Bien montado, aunque cómo cojones podía aquel establecimiento generar suficiente dinero para mantener las puertas abiertas era para mí un completo misterio. No podía haber un gran mercado para tés especiales y esas mierdas en un sitio como Hallies Falls.
Al fondo de la tienda se encontraba el mostrador, con una gran vitrina llena de chocolatinas. A un lado destacaba una vieja caja registradora que parecía sacada directamente de La casa de la pradera. Me acerqué.
—¿Hay alguien? —llamé, con el ceño fruncido. Detrás del mostrador vi una puerta que daba acceso a lo que parecía una pequeña cocina. De pronto oí un ruido extraño, como si alguien arrastrara los pies, y eché mano a mi pistola de manera automática, aunque me detuve en seco justo antes de tocarla. Joder. Estaba de los nervios desde mi llegada a aquella estúpida ciudad. Mis instintos podían mantenerme vivo, pero también podían buscarme la ruina si no echaba el freno a tiempo.
—Ya voy, un segundo —arrastró las palabras una voz femenina de lo más sexi desde detrás del mostrador—. Solo estaba comprobando la temperatura en el armario de las chocolatinas.
Dios, aquella voz sugería humo, calor, oscuridad húmeda y me puso la polla en alerta máxima. Acto seguido, unos largos dedos con uñas pintadas de brillante color rojo surgieron de debajo del mostrador, lo agarraron y ayudaron a incorporarse a la mujer más follable que había visto en mi puta vida, que se quedó ahí plantada, delante de mí, sonriéndome. Sí, aquella había sido una mala idea. Ya había visto de lejos a Tinker Garrett una vez, con uno de los hermanos del club, Painter, mientras descargaba el maletero de un precioso Mustang descapotable de color cereza. Me había dado cuenta al primer vistazo de que era mi tipo, pero ahora, al verla de cerca… ¡Jodido demonio! Yo había estado al cargo de un puto club de strippers durante dos años, pero aquella zorra habría dejado a todas las bailarinas en ridículo, y eso que no se había quitado nada todavía. Mi imaginación me la representó desnuda y despatarrada encima de una de aquellas mesitas de té tan finas y luché para contener un escalofrío.
«Lárgate. Esto no va a acabar bien.»
—Hola, soy Tinker —dijo el bombón mientras se enjugaba el sudor de la frente con la mano. Aquello hizo que sus tetas se movieran y por un momento me quedé fuera de la realidad, preguntándome si tendría los pezones rosados o marrones. Rosados, decidí. Su piel era muy blanca y… cremosa. ¡Joder! Sí, como algo cremoso y que apetecería lamer.
Tinker era morena de pelo y con flequillo. Llevaba puesto un top muy apretado, de aspecto curiosamente formal y seductor al mismo tiempo. Sus tetas eran perfectas, erguidas, salientes y de un tamaño como para que sobrara carne cuando las cubriera con las manos.
Imaginaos si a eso añadimos un par de labios protuberantes, diseñados por la naturaleza para chupar miembros, y unos grandes ojos de color verde con pestañas muy espesas.
Sí, vamos, lo de todos los días…
—¿Puedo ayudarle? —me dijo. Como respuesta, alargué la mano hasta su cara y le retiré de la mejilla un pequeño pegote de suciedad. Ella dio un respingo y luché por recuperar el dominio de mí mismo. «Muy bien, así», me reproché para mis adentros, «haz que se cague de miedo en los pantalones, que así vas bien…».
—Perdona —le dije—, tenías una cosita ahí, en la cara…
Tinker rio alegremente.
—Debo de tener porquería por todas partes —comentó—. Hoy es uno de esos días cerdos y pegajosos... ¿Sabes a qué me refiero?
Pegajoso. En su boca aquella era una palabra sucia y deseé con vehemencia hacer que se sintiera todavía más «pegajosa». Recorrí su cuerpo con la mirada y observé una gota de sudor que se le deslizaba por el cuello e iba a parar al «canalillo», justo entre las tetas. Me relamí los labios y ella carraspeó, recordándome que estábamos en medio de una conversación.
—No tienes el aspecto de mis clientes habituales, así que imagino que estás aquí por el trabajo —me dijo, de nuevo sonriente. Por entonces yo ya había olvidado para qué demonios había entrado allí y es que esta mujer era demasiado follable: pequeñita y manejable, pero con todo muy bien en su sitio. Aún desarreglada, le sobraba clase. Ardía por llevármela a un sitio oscuro y darle lo suyo.
Tragando saliva, logré contenerme para no echarme la mano a la polla y ajustármela bien dentro de los pantalones, algo que necesitaba hacer con máxima urgencia.
—Sí —confirmé, recordando de pronto—, según el anuncio, ofreces alojamiento en un apartamento a cambio de trabajo. ¿La plaza está aún disponible?
—Sí —indicó ella—, pero ahora tengo que bajar estos chocolates al sótano, antes de que se derritan. Al llegar esta mañana, me he encontrado roto el aire acondicionado. Está subiendo la temperatura y no puedo permitirme perder mercancía. ¿Podrías volver dentro de una hora, o así?
Uf, la temperatura no era lo único que estaba subiendo allí…
—¿Has llamado a alguien para que revise el aparato? —le pregunté, imaginando que aquella sería una buena forma de empezar. Tinker frunció el ceño y sacó hacia fuera sus preciosos morritos, que consideré meterme en la boca con un rápido gesto, antes de que ella pudiera reaccionar. Incluso pensé en mordisqueárselos un poquito y mi polla creció de nuevo. Estábamos de acuerdo.
—No —respondió ella—. Quiero decir, lo he intentado, pero el sitio de reparaciones más cercano está en Omak y el hombre no estará disponible hasta dentro de una semana. Por aquí no hay muchas cosas, ¿sabes?
«Y que lo digas…»
—Déjame echarle un vistazo —sugerí. Sí, aquella era una oportunidad perfecta para entrar en contacto con ella y construirme una buena coartada. Después ya pensaría en entrar directamente «en ella». Menos mal que estaba ahí en medio el mostrador, entre nosotros, porque tenía el miembro más duro que el pedernal.
—Por cierto, soy Cooper, Cooper Romero —me presenté.
—Tinker Garrett —replicó ella y me tendió la mano. Sus dedos eran pequeños y delicados, pero no frágiles. Sentí su fuerza en el apretón y ella me miró directamente a los ojos, sin pizca de miedo.
—Encantada —prosiguió—. ¿Has hecho anteriormente trabajos de mantenimiento?
Sopesé la pregunta y decidí no mentir más de lo necesario. Las mentiras extra son siempre las que traen problemas. No compliques la cosa y no des información a lo tonto.
—No de una manera formal —admití—, pero he hecho un poco de todo. Normalmente se me da bien arreglar las cosas, si tengo tiempo suficiente, y de todos modos me imagino que el que ofreces no será un trabajo con horario fijo ni nómina.
Tinker se ruborizó. «Tengo que salir de aquí cagando leches», pensé. Ya tenía un trabajo que hacer y follarme a aquella hembra no formaba parte del guion. Mi interlocutora se echó hacia atrás el pelo y lo recogió en una coleta, provocando que sus tetas se agitaran durante todo el proceso.
«A la mierda con la idea de hacer lo correcto.»
Tinker me miró a los ojos. Parecía incómoda por primera vez.
—Estoy harta de este pelo —dijo—. Con el calor que hace aquí, no lo aguanto ni un minuto más. Pues sí, el trabajo es, por decir así, extraoficial. Ya sé que eso…
—Ningún problema —la interrumpí, con una sonrisa pícara—. Solo soy un chico que busca un lugar donde dormir. ¿Cuántas horas por semana tendría que trabajar?
—Bueno… ¿unas veinte? —respondió ella, en forma de pregunta. Era perfecto. Suficiente trabajo como para hacerme parecer ocupado y justificar mi presencia allí, pero no tanto como para interferir en mi verdadero trabajo.
—En todo caso —prosiguió ella—, aún no te he dado siquiera una solicitud para rellenar y tengo que llevarme el chocolate.
—Enséñame dónde está el aire acondicionado —repliqué, decidido a tomar posesión de la plaza en cualquier caso—. Voy a echarle un vistazo, a ver si puedo arreglarlo, mientras tú haces eso, ¿te parece bien?
Tinker miró a su alrededor y tuve que reprimir la risa. Obviamente no le apetecía demasiado abrirme de par en par las puertas de su casa, pero al mismo tiempo necesitaba que le arreglaran el aire. No era de extrañar. Dentro de la tienda hacía por lo menos cuarenta grados y aún faltaba para que cayera la noche.
—Está arriba, en la azotea —dijo ella por fin—. Se accede por la parte de atrás. Ven, te enseño dónde están las escaleras.
Genial, aunque mientras la seguía escaleras arriba —con los ojos pegados a su culo—, no pude evitar considerar que Tinker era un poquito demasiado confiada. Cualquier otro tío podría aprovecharse tranquilamente de la situación. Yo lo deseaba, eso está más claro que el agua.
«Concéntrate», me dije. «Ella no es el objetivo.»
«Qué auténtica putada.»
***
Una hora más tarde, mi polla ya estaba tranquila y me dejaba en paz para que me ocupase de un aparato que un alma caritativa habría sacrificado hacía más de diez años, para ahorrarle sufrimientos. El viejo edificio de apartamentos tenía tres pisos, una falsa fachada y una azotea alquitranada que debía de estar a mil grados de temperatura, o más. En cualquier caso, tan caliente que el alquitrán se había derretido por zonas y se me había quedado pegado a las rodillas. Al carajo mis jeans favoritos.
«Mierda, pero qué gilipollas soy», pensé.
Sí, necesitaba una tapadera para justificar mi presencia en Hallies Falls y la idea de trabajar para Tinker Garrett era muy atractiva, pero tenía que haber tapaderas menos complicadas y que no implicaran freírme vivo en una azotea que proclamaba a los cuatro vientos su condición de «estructuralmente defectuosa». El jodido aparato de aire acondicionado no se encontraba en mejores condiciones, sujeto por todos lados con tiras de cinta aislante, y resultaba difícil imaginar cómo habría podido funcionar durante tanto tiempo. Mi mejor teoría era la del sacrificio animal: había encontrado cinco ardillas muertas dentro de aquella carcasa. Las muy jodidas se habían abierto camino a base de roer los cables, en una especie de ritual satánico. En fin, ahora sus cuerpecillos peludos se habían hinchado con el calor del sol y amenazaban con estallarme en las narices, por si arrodillarme sobre alquitrán ardiente no fuera ya bastante jodido. Tenía que apañar la cosa como fuera y salir de allí echando leches. La vida era demasiado corta como para perderla así.
—¿Qué tal por ahí?
Me di la vuelta. Tinker acababa de salir a la azotea por el hueco de la escalera y avanzaba hacia mí moviendo las caderas —bien envueltas en sus ceñidos jeans, cuyas perneras llevaba recogidas hasta la mitad de la pantorrilla—. Llevaba un pañuelo rojo anudado a la cabeza y una camisa que apretaba bien sus generosas curvas. Todo ello le daba el aspecto de una chica de póster de Harley Davidson.
Una chica de póster con un vaso de té helado en la mano.
—Pensé que te apetecería beber algo —dijo mientras hacía visera con su mano libre para cubrirse del sol. Tomé el vaso, me bebí la mitad de un trago y después estudié la posibilidad de lanzarle la mitad que quedaba a las tetas, ya que Dios las había creado para ser vistas y apreciadas.
En lugar de ello, le di las gracias.
—Bueno, ¿qué tal está el aire acondicionado? —preguntó, mordisqueándose el labio inferior en gesto de lástima.
—Las ardillas se han comido los cables —expuse, sin rodeos—. Seguramente podré hacer que funcione, pero habrá que reponer lo que le falta.
—Y ya estamos en agosto —declaró ella, con un profundo suspiro. Una persona mejor que yo habría emitido algún sonido de solidaridad, pero la verdad era que me importaba una mierda su aire acondicionado. Estaba demasiado ocupado imaginando que su lengua me lamía la polla. ¿Qué puedo decir? Siempre he sido un hombre sencillo con necesidades sencillas.
—¿Crees que podrías hacerlo funcionar durante un par de semanas? —preguntó Tinker—. Así ganaría tiempo para pensar en algo.
Dios, quería follármela. Aquella zorra estaba hecha para mí, era perfecta, así, bien arregladita y solo un poquito sucia.
Sudorosa.
Pequeñita y manejable, pero con curvas y carne allí donde hacía falta, y además…
«Bueno, corta el rollo, gilipollas. No necesitas una complicación como esta. Dile que has cambiado de idea con lo del trabajo.»
—Tendría que comprar algunas piezas en Omak —dije, en lugar de lo que pensaba—. Ya he llamado y las tienen. Me llevaría como una hora y media, ir y volver, o sea, que todavía quedaría bastante luz como para terminar hoy la reparación…. si el trabajo es mío, claro.
Tinker me miró fijamente, con sus grandes ojos verdes muy abiertos y llenos de alivio, aunque intentaba que no se le notara. El trabajo era mío y los dos lo sabíamos. Demasiado fácil.
—Cooper Romero… —silabeó ella—. ¿Cuánto tiempo llevas en la ciudad?
—Menos de una semana —respondí.
—¿Y cuánto tiempo planeas quedarte por aquí? —preguntó Tinker de nuevo.
—Durante un tiempo —dije, lo cual era una mentira como un piano. Tenía una misión que cumplir y después, de vuelta a Coeur d’Alene y que le fueran dando bien al puto agujero de Hallies Falls…
—He cortado con mi chica y necesitaba poner tierra de por medio una temporada —expliqué—. Quería estar en un sitio en el que no me la encontrara, pero que estuviera lo bastante cerca de casa como para poder seguir viendo a mis críos.
Tinker me miró a los ojos.
—¿Niños o niñas? —inquirió.
—Niños —respondí, consciente de que la estaba atrapando en mi red—. El mayor tiene doce años y el pequeño, diez.
—Ya imagino que los echarás de menos —comentó ella.
«Oh, sí. Si existieran, los echaría muchísimo de menos. Eres un puto cabrón, mira que mentirle de esa manera...».
Bueno, al menos era coherente.
—Todos los días —le dije—. Oye, si quieres que traiga esas piezas, debería irme ya.
Tinker echó una mirada al viejo cacharro y asintió con la cabeza.
—Eso estaría genial —dijo—. ¿Cuánto dinero crees que te hará falta?
—No mucho —respondí—. Es más bien cosa de ajustarlo todo ahí. Te traeré la factura.
***
Arreglar el aparato de aire acondicionado me llevó más tiempo del que imaginaba. Eran casi las siete de la tarde cuando terminé de atornillar el panel de acceso, empaqueté las herramientas y bajé a la tienda, apestando a sudor y a alquitrán. Mis jeans habían quedado para el arrastre, pero la camisa me la había quitado antes de empezar a trabajar, así que estaba en buen estado. Ahí arriba seguía haciendo un calor infernal, pero al menos me había dado un poco la brisa de vez en cuando. Estaba cansado, pero no de una forma desagradable. No tanto como para no poder acudir a mi «cita asignada» aquella noche, pero sí lo suficiente como para sentir que había hecho algo. Lo peor de los últimos días había sido el aburrimiento. No puedes estar mucho tiempo sentado en una habitación de hotel sin que se te vaya la puta cabeza.
Las escaleras daban a un estrecho pasillo situado justo detrás del espacio principal de la tienda. Había allí un pequeño cuarto de baño y me daba la impresión de que nadie lo había utilizado en mucho tiempo. Entré a asearme un poco, pero fue inútil. Tendría que conseguir un poco de jabón extra fuerte de camino a casa, o no conseguiría arrancarme aquella mierda de la piel.
Aquello me recordó que por la noche tendría que ensuciarme las manos de nuevo cuando me tocara encargarme de mi verdadero objetivo. No conocía muy bien a Talia Jackson, pero la había visto en acción suficientes veces durante la última semana como para hacerme una idea. Era joven, estúpida y con un demencial sentido de superioridad, provocado por el hecho de que su hermano Marsh fuera el presidente del club local de moteros. Talia resumía todo lo que yo detestaba en una mujer, pero aquella zorrita era mi billete de entrada en los Nighthawk Raiders.
Nada de todo esto debería haber sido necesario. No se trataba más que de un club de apoyo, que pagaba un porcentaje de todo lo que ganaba a los Reapers. El problema era que ese porcentaje había bajado a menos de la mitad en los últimos tres meses.
Putos traidores.
Marsh tramaba algo y mi misión era agarrarle el culo al muy cabronazo. Esto significaba que aquella noche, en lugar de montar a Tinker Garrett sobre su bonito mostrador hasta hacerle olvidar su propio nombre, iba a verme con Talia y con su amiguita en un bar donde habíamos quedado.
Dios, igual hasta tenía que bailar.
Me daba muy clara cuenta de la ironía de mi destino. ¿A cuántas bailarinas de strip-tease había contratado en los últimos años? A muchas más de las que podía recordar. Pues bien, ahora iba a ser yo el que bailara para una mujer, solo que a mí no iban a pagarme. Me lavé lo mejor que pude, frotándome la cara y las manos, y me sequé con la camisa. Acto seguido, me la até a la cintura y me dirigí hacia la pequeña cocina de Tinker. Ella no estaba por allí, pero se oía una música suave procedente de la tienda. ¿Dónde demonios se había metido aquella chica?
Empujé la puerta que daba a la tienda y miré hacia abajo. Oh, mierda. Tinker estaba tumbada de espaldas en el suelo, detrás del mostrador, con una pierna estirada y la otra, con la rodilla doblada. Tenía el antebrazo apoyado sobre los ojos, así que no podía saber si estaba dormida o despierta.
Uf. Me habrían bastado diez segundos para quitarle los shorts y meterle el rabo hasta el fondo —ella no se habría dado ni cuenta de lo que se le venía encima—. Lo tenía duro como una piedra y listo para la acción. Me desaté la camisa de la cintura y me la coloqué delante, para no darle ninguna pista de lo que se cocía.
Joder, está claro que soy masoquista. Por mucho que aquello se estuviera complicando, no lamentaba haber contestado al anuncio de Tinker.
Ni un poquito.
***
Tinker
Eran casi las siete de la tarde de aquel día cuando sentí que volvía el aire acondicionado. Estaba tumbada en el suelo de baldosas que hay detrás del mostrador —relativamente fresquito— y miraba al techo de hojalata prensada, tratando de recordar por qué no me había vuelto aún a vivir a Seattle.
En Seattle llovía.
La brisa del mar barría permanentemente la bahía y la exuberante vegetación cubría todo alrededor con su manto de sombra protectora. La gente no necesitaba aire acondicionado allí, pero si por casualidad lo tenían, había a mano un montón de técnicos en reparaciones.
Claro que en Seattle también estaba Brandon. No solo eso, sino que además mi padre no quería mudarse y yo era consciente de que no podía dejarle en Hallies Falls. Desde la muerte de mamá, la ciudad ya no era segura para él.
Uf.
Al menos el aire acondicionado había vuelto a funcionar y soplaba desde la rejilla del techo sobre mi cuerpo sudoroso, recordándome que, si el mundo no bullía precisamente de hombres perfectos, había por ahí algunos que podían resultar útiles. Cooper Romero, por ejemplo, era una auténtica joya y esto que digo no tiene nada que ver con lo sexi que era —bueno, la verdad sea dicha, el hecho de que rezumara sexo por todos los poros reavivaba considerablemente su brillo.
Cuando lo arrastré a la azotea cubierta de alquitrán, estaba convencida de que iba a salir corriendo. Cualquier hombre sensato lo habría hecho y, sin embargo, él se había pasado toda la tarde moviendo el culo para salvar mis chocolatinas, lo cual le daba la categoría de superhéroe en mi sistema clasificador —buf, solo esperaba que aquello fuera el preludio de algo más excitante…
En cuanto a mí, no tenía mucho que hacer después de guardar las chocolatinas en el sótano. No entraba ni un cliente, la calle estaba vacía y, dado que no podía preparar dulces en una tienda que estaba a más de cuarenta grados, probé por turnos a intentar leer un libro, a revisar en el ordenador los pedidos que no podía servir de todos modos y a llevarle a Cooper vasos de té helado. Al principio me había sentido inquieta en su presencia, pero creo que es algo normal cuando una está sudando sin parar como una cerda —curiosamente, experimentas una cierta liberación al comprender que tienes una pinta horrible y que no hay manera de arreglar tu pelo—. Tumbada allí, me había tapado los ojos con el brazo, en un patético intento de ocultar la realidad.
Cuando el aire fresco empezó a soplar en la habitación, me entraron fuertes ganas de gritar de alivio. No iba a hacer falta que Cooper rellenara la solicitud para el trabajo. A menos que se demostrara que era un asesino de los de hacha en mano, iba a darle el trabajo y las llaves del apartamento.
E incluso en ese caso podía dárselos, para qué engañarnos.
—Ya funciona —anunció Cooper y di un respingo. Mierda. ¿Me había quedado dormida? Abrí los ojos y lo vi, inclinado sobre mí. Dios del cielo, aquello sí que era un pecho desnudo y lo demás, tonterías.
La madre que me parió...
Había tomado nota de su estructura en el momento en que entró en la tienda, pero lo que había debajo de su camisa no dejaba de ser especulación teórica. En cambio ahora tenía delante más de un metro ochenta de crudo sex appeal, todo sudoroso, esculpido a martillo y… bueno, digamos que tendría que comprarme unas pilas nuevas, porque las mías iban a fundirse solo con mirarlo.
Fue en ese momento cuando entendí realmente la situación. Cooper Romero era el tío más bueno que había visto en toda mi vida y acababa de pillarme tirada por el suelo, revolcándome en mi propio sudor y en la mierda, como una perra. La suerte que me caracteriza. Fingí no estar absolutamente cortada —lo estaba— ni tampoco alucinada por lo increíblemente atractivo que era este hombre. Bueno, «atractivo» no era la palabra más adecuada, ya que implica un cierto nivel de refinamiento y clase que no cuadraba allí demasiado.
Brandon era «atractivo».
¿En cambio Cooper…?
Le habría lamido entero y le había masajeado el trasero si me lo hubiera pedido.
En aquel momento caí en la cuenta de que me estaba mirando con ojos cuidadosamente inexpresivos, como para dejar bien claro que no pretendía nada. La jodida historia de mi vida. Me levanté sin molestarme en sacudirme el polvo. ¿Para qué, a estas alturas?
—No sé cuánto tiempo más de vida le queda al aire acondicionado —dijo Cooper lentamente—. He conseguido que arranque, pero arreglarlo como es debido va a costar bastante más de lo que vale.
Eso estaba cantado.
—Solo lo necesito para pasar el verano —le dije, frotándome un ojo. Mi perfecto maquillaje con toques vintage se había derretido y mi rostro era como el de un payaso después de la función. Por suerte, hacía unas tres horas que había dejado de importarme ese asunto, más o menos cuando descubrí que las baldosas de detrás del mostrador estaban más fresquitas que el resto del suelo de la tienda.
—Después me ocuparé de la caldera —proseguí— y para el próximo verano igual ya no estoy aquí.
—¿En serio? —dijo Cooper—. ¿Vas a vender el local?
—No estoy segura —respondí—. No he pensado tan a largo plazo por el momento. Las cosas no van muy bien con mi padre. Creo que tiene…
No. No podía decirlo. Pronunciarlo en voz alta lo haría demasiado real y, además, lo último que necesitaba era que los rumores empezaran a correr por la ciudad. Por el momento era asunto reservado para familia y amigos.
—¿Tinker? —llamó Cooper desde la realidad.
Sacudí la cabeza y le sonreí.
—Muchas gracias por arreglar eso —le dije, por fin—. No sé lo que habría hecho sin tu ayuda. No puedo perder los pedidos de una semana. No solo me haría perder dinero, sino que quemaría a mis clientes.
Cooper asintió, estudiándome con aire pensativo. Joder, pero qué bueno estaba, ¿eh? Nada que ver con la cuidada sofisticación de Brandon. No, no, Cooper era un rollo más bien tipo guerrero salvaje que te monta en su caballo y se lanza al galope. En fin, como para terminar de puta madre, dado mi maravilloso historial con los hombres, ¿verdad?
«Colócate bien el cerebro y piensa por una vez, joder. Es evidente que tendrá novia.»
Al menos ya podía echar el cierre al horno que era aquella tienda y darme una ducha.
—De verdad, no sabes cómo te lo agradezco —insistí.
—Bueno, lo de tirarte a mis pies de esa manera me ha dado alguna pista —respondió él y me di cuenta por su expresión de que me estaba tomando el pelo. ¿Quería ligar conmigo? No sabía muy bien qué concluir. ¿Eso estaba que te cagas o era yo la que estaba cagada, pero de miedo?
—Bueno, se hace tarde —dije finalmente, algo incómoda—. Voy a salir a comprar algo para cenar y luego, si quieres, te acompaño al apartamento.
Una sonrisilla picarona cruzó la cara de Cooper y me di cuenta de que no me había expresado con la debida prudencia.
—Oh, no —me apresuré a decir, mortificada—. No estaba insinuando nada. Dios, esto es muy raro.
—¿Qué pasa, no te pone un hombre que huele a calcetín viejo? —dijo sonriente mientras levantaba el brazo y hacía ademán de olerse el sobaco. Aunque fuera una broma, el sudor no era para mí un freno. No, para nada...
—Bueno, en fin, si eso no te parece suficiente, seguro que el alquitrán que tengo pegado al culo te resultará irresistible —añadió Cooper.
Cerré los ojos y contuve un gruñido mientras el rompía a reír, no de forma burlona, sino con complicidad —lo cual supongo que era adecuado, ya que los dos teníamos una pinta horrible—. Por supuesto, ahora estaba deseando observar su culo, pero conseguí no sin cierto esfuerzo mantener los ojos donde debían estar.
—Debe de ser muy sexi, pero creo que me controlaré —repuse—. En todo caso, voy a traer algo para la cena y tenemos que mirar lo del apartamento, a ver qué te parece.
—Me lo quedo, esté como esté —fue su respuesta—. Estoy en un hotel que se cae a pedazos. Me encantaría trasladarme aquí el domingo, pero ahora mismo no puedo ir a verlo. Tengo el tiempo justo de limpiarme el culo y salir, porque me están esperando.
Por supuesto. Los hombres como Cooper no pasan solos las tardes de los viernes.
—Vale, genial —le dije, sin dejar traslucir decepción de ningún tipo—. Avísame cuando estés preparado y te doy la llave.
Cooper abrió la boca para responder, pero a ambos nos sorprendieron unos repentinos golpes en la puerta de la tienda. Me di la vuelta y me encontré con el rostro de Talia Jackson, que me observaba a través del escaparate. Talia y tres de sus amiguitas más guarrindongas, incluida Sadie Baxter, a la que yo cuidaba de niña algunos fines de semana por la noche, en mi época del instituto.
Y que ahora tenía veinte años.
Joder.
—¡Cooper! —gritó Talia—. ¿Qué cojones haces?
Miré sorprendida a mi nuevo «hombre para todo». Talia Jackson y su hermano Marsh eran dos de las personas más desagradables que había visto en mi vida. Marsh era presidente de la banda local de moteros, un grupo llamado Nighthawk Raiders. Llevaban por ahí mucho tiempo, la mayor parte de mi vida, pero solo hacía unos años que se habían vuelto realmente malos. Quiero decir, nunca habían sido unos angelitos, pero antes no te asustabas al oír el ruido de una motocicleta. En los últimos tiempos tenían a todo el mundo un poco de los nervios en la ciudad.
—Esa es mi chica —anunció Cooper y algo dentro de mí se murió un poquito. Claro, era evidente que ese debía ser su tipo de chica. Tal vez tendría el corazón de un payaso psicópata —ya saben, de los que se alimentan de las almas de niños inocentes—, pero la verdad es que estaba buena.
Pero que muy buena.
Y no solo eso, sino que era muy zorrona. Aunque no pretendo ir de intelectual que está por encima de todas estas putillas sin cerebro —no tengo demasiada autoridad tras la debacle de mi despedida de soltera, buf—, tampoco voy a tragarme que a Cooper Romero pudiera atraerle la personalidad de una pájara como Talia. El chico podía tener una sonrisa preciosa y me había arreglado el aire acondicionado, pero aquí estaba la prueba viviente de que nunca le interesaría una chica como yo.
Precisando más, una mujer adulta con curvas.
De acuerdo. Seguro que era lo mejor, de todos modos.
—¡Un segundo! —grité, decidida a tirar por la directa. Agarré las llaves, abrí la puerta y Talia y su escolta entraron con un empujón tan violento que me faltó un pelo para volcar la colección de antiguas tazas rusas de mi madre, que yo supiera no había vendido una en la vida, pero la hacían feliz.
—Cuidado —dije y Talia se volvió hacia mí.
—¿Cómo dices? —replicó, con cara de pocos amigos.
—Nena, ven aquí, tenemos que hablar —intervino Cooper mientras la agarraba por el brazo y la estrechaba contra su cuerpo. Ella lanzó un chillido y pasó de agresiva a coqueta en un segundo.
—Estás todo sudado —dijo Talia—. ¡Qué ascooo!
A pesar de sus palabras, era evidente que no intentaba separarse. Cooper le sonrió, con un brillo animal en la mirada. Pues sí, vale, fueran como fueran las miradas que me había dedicado a mí, en ninguna había visto aquella intensidad.
Acababa de proclamarme oficialmente un cero a la izquierda.
—Iba a darme una ducha —le dijo Cooper a Talia—. ¿Quieres venir conmigo?
La chica hizo un mohín de pena.
—No puedo —dijo—. Las chicas y yo tenemos que arreglarnos. Luego nos vemos en el bar, ¿eh?
Cooper le dedicó una mirada indulgente y sexi al mismo tiempo.
—Me muero de impaciencia —le dijo.
—Perfecto —respondió ella mientras le agarraba el trasero con las dos manos y se lo apretaba. Acto seguido, salió sin decir una palabra más y sus amiguitas la siguieron como una troupe de ocas bien amaestradas. La única que se despidió fue Sadie y lo hizo mostrando el dedo corazón hacia arriba. La puerta se cerró tras ellas con un alegre campanilleo y me pregunté para mis adentros por qué pelotas habría pensado alguna vez en Hallies Falls.
Echaba de menos Seattle.
¿Y qué si allí vivía Brandon? Podía ahogarlo en el lago Washington y problema resuelto.
—Lo siento —dijo Cooper—. Esta Talia está un poquito pasada de revoluciones.
—Oh, lo sé todo de ella —repliqué, esperando que mi voz no sonara irritada. Cooper no dio síntomas de notar nada.
—Soy nuevo aquí y ella ha estado enseñándome la ciudad —explicó, mirándome fijamente y con las manos en los bolsillos—. Bueno, tengo que irme.
—Claro, no te retengo más —respondí—. ¿A qué hora puedo contar contigo mañana?
—¿Te va bien si trabajo por la tarde? —inquirió él a su vez.
—Sin problema —repliqué—. Hasta la vista.
Cooper asintió con la cabeza, salió y enfiló la calle sin mirar atrás. Cerré la puerta tras él, preguntándome para mis adentros por qué los tíos más buenos eran todos unos gilipollas. No es que él se hubiera portado como tal, pero debía de tener mi edad o más —treinta y muchos—, mientras que Talia tenía los mismos años que Sadie y era una perra rabiosa insoportable. Solo había una razón por la que un hombre como él podía quedar con una chica como ella y no tenía nada que ver con su personalidad o su carácter.
Cooper Romero estaba como un queso, pero obviamente era un tipo superficial. Supongo que era mucho pedir: un hombre capaz de arreglar un aparato de aire acondicionado y que además tuviera alma.
Una pena.