Capítulo 3
Tinker
Al final Cooper me anunció que no tendría tiempo de mudarse aquel fin semana, así que el sábado por la tarde me acerqué al hotel donde se alojaba, a dejarle una copia de las llaves del apartamento. Por casualidad iba vestida con mi mejor pinta, ya que había quedado con Margarita para ir a cenar juntas a Ellenburg —mi amiga había acudido por la mañana a dar una conferencia en la Universidad Central de Washington—. No es que importara cómo fuera vestida, pues ya estaba claro que quien le interesaba a Cooper era Talia. Aun así, una mujer tiene su orgullo y me fastidiaba que su primera impresión de mí hubiera sido con la facha que llevaba del día anterior.
Le había mandado un mensaje para anunciarle mi llegada y salió a recibirme al aparcamiento del hotel —tan sexi como siempre, el condenado.
No era justo, pensé mientras se acercaba a mi automóvil, contoneándose. Si fuera una chica lista, le habría dado las llaves y me habría largado inmediatamente, pero en lugar de ello salí de mi Mustang de una manera que no podía sino llamar la atención sobre lo muy muy corta que era mi falda. Ah, y por cierto, también por pura casualidad había escogido un push-up como parte superior de mi ropa íntima. Me acordé del detalle al ver cómo los ojos de Cooper enfocaban mi pecho directamente.
«Curvas, nene, sí, yo tengo, no como otras…».
—¡Qué bien te veo! —comentó y me tragué una sonrisa.
—Bueno, es sábado —respondí, sin precisar que mi cita era una mujer casadísima—. Aquí están las llaves de tu apartamento. Es la puerta 2A. Ven cuando quieras, pero no estaría de más vernos en estos días, para que te enseñe un poco todo. ¿Cuándo te vendría bien?
—Hasta el lunes o el martes no creo que pueda —respondió él, con el ceño fruncido—. Tengo aún algunas cosillas que amarrar entre hoy y mañana.
Mientras imaginaba para mis adentros qué se sentiría al ser amarrada por un tipo como Cooper, el rugido de una moto que entraba en el aparcamiento me sacó de mi ensoñación. El recién llegado llegó hasta nosotros, detuvo su Harley, se bajó con un atlético giro de la pierna y se quitó el casco, descubriendo una enmarañada cabellera rubia. Era bastante más joven que yo, seguramente veintitantos, y estaba para comérselo.
«Dios, ¿qué te pasa? Dentro de poco vas a lanzarte sobre los menores…».
—Eh, ¿qué tal? —saludó el yogurcito, mirándome de arriba abajo—. ¿No vas a presentarme, Coop?
Entre los dos hombres se dejó sentir una sutil tensión, algo así como una advertencia. Era obvio que a Cooper no le había gustado nada la llegada de su amigo.
—Has llegado muy pronto —le dijo, seco—. Esta es Tinker. Parece que voy a ser su inquilino. Tinker, este es Levi, mi primo.
¿Primo? El árbol genealógico de su familia debía de ser muy interesante, ya que la piel blanca y el cabello rubio de Levi formaban un buen contraste con el espeso cabello negro y la piel morena de Cooper. Levi era más joven, pero no dejé de notar, por encima de sus diferencias, un rasgo común.
Los dos estaban como un queso.
Qué injusticia.
—Encantada, Levi —le dije, sonriente—. Pues nada, Cooper, instálate cuando quieras y como en casa, ¿eh? Bueno, chicos, ahora me marcho. Tengo plan en Ellensburg para esta noche.
Noté que los ojos de los dos me seguían al dirigirme a mi Mustang y no me avergüenzo de decir que esta vez enseñé más pierna. Mi motor arrancó con un poderoso rugido —todo potencia y músculo de acero— y contuve la risa mientras metía la primera y salía del aparcamiento con un ligero derrape, que envió gravilla volando a mi paso.
Pues nada, chicos, ¿cuál es el problema si mi nuevo «hombre para todo» tiene una amiguita sexi y guarrona esperándole?
Apuesto lo que quieran a que esa pájara no sabe manejar el instrumento ni la mitad de bien que yo.
***
No volví a ver a Cooper Romero hasta el martes por la noche, cuando llegó al edificio de apartamentos en un camión con remolque, en el que transportaba su motocicleta. Lo vi llegar por la ventana de la cocina, con ojos como platos y preguntándome cómo demonios era posible haber contratado a un tipo del que, por no saber, no sabía ni que era camionero.
Buf.
Cooper salió de la cabina y echó un último vistazo al camión antes de dirigirse hacia la casa. Me alisé la ropa rápidamente, me arreglé el pelo ante el espejo del recibidor y abrí la puerta.
—Hombre, hola —saludé con aire tranquilo y sofisticado, que no se correspondía con lo que sentía por dentro. Cooper estaba tan bueno que me ponía de los nervios. En su ausencia me había agarrado a la esperanza de que en realidad no fuera para tanto, que se tratara de cosa de mi imaginación, combinada con mi desesperación.
Pero me equivocaba.
Era, efectivamente, alto, escultural y, para más inri, hoy llevaba el pelo suelto y colgando sobre los hombros. Parecía un modelo, aun con su barba de dos días, que debía de dar una sensación áspera, ruda, al rozar las mejillas…, pero bueno ¡frena ahora mismo! ¿Qué narices eres, una adolescente en celo…?
—Guau, vaya pedazo de máquina —comenté y el alzó una ceja y sonrió de medio lado.
—Eso me lo dicen mucho —respondió. Puse cara de exasperación, aunque me vi obligada a contener la risa.
—Bueno, no ha sido ningún lapsus —precisé—. Quería decir que no sabía que tenías un camión tan grande. No creo que haya sitio en el aparcamiento para él. La cabina la puedes dejar detrás, pero el remolque no cabe.
—No hay problema —replicó él—. Me lo ha prestado un amigo para traer la moto a la ciudad. Mañana se lo devuelvo.
—No me había enterado de que eras camionero —dije—. Supongo que pasarás mucho tiempo en la carretera…
¿Cómo haría reparaciones en casas este hombre si se pasaba viajando todo el tiempo? Definitivamente, debería haberle hecho rellenar una solicitud, idiota de mí.
—Me he tomado un descanso —respondió Cooper—. Llevo años haciendo portes de largo recorrido. Ahora, con lo del divorcio, quiero probar a empezar de cero, algo nuevo.
—¿Y por qué has elegido Hallies Falls entre todas las ciudades del mundo? —quise saber—. Anda que no hay sitios mejores por ahí.
Todos, de hecho. Todos son mejores, por lo que yo sé.
Cooper se encogió de hombros y me lanzó una sonrisa que me alteró el pulso.
—Pasé por aquí hace unos años con un amigo y me gustó —comentó—. Necesitaba un sitio para quedarme, a la distancia adecuada de Ellensburg, y fue el primero que se me ocurrió. Así de simple.
—¿Entonces solo vas a quedarte una temporada? —inquirí, consciente de que en realidad no podía reprocharle nada. Cierto era que le había dado trabajo, pero no le había hecho firmar un contrato ni nada por el estilo. Lo más probable era que vendiera el edificio y regresara a Seattle, con tal de que mi padre… no, no, mejor no pensar en eso ahora. La negación. La negación les había funcionado de maravilla a las mujeres de mi familia a lo largo de muchas generaciones. No había motivo para cambiar esa tradición.
—No lo he decidido aún —fue la respuesta—. Depende de si encuentro alguna razón para quedarme más tiempo.
Fuera lo que fuese lo que iba a responderle, quedó interrumpido por el ruido de un viejo Jeep Wrangler que se detuvo en aquel momento frente a la casa. La puerta se abrió de golpe y del vehículo salió Talia Jackson, con cara nada alegre.
—¡Eh, cariño! —exclamó y avanzó rápidamente para interponerse entre Cooper y yo. La guarrilla lo abrazó como un pulpo y le metió un beso de tornillo, mientras yo rogaba por dentro que él la mandara a freír monas. Sin embargo, lejos de ello, mi inquilino correspondió a su lengüeteo y cubrió la superficie plana de su culo con ambas manos. Al cabo de medio minuto, Talia se separó y se volvió para mirarme con una sonrisa de triunfo.
«Mensaje recibido.»
—¿Qué tal, Talia? —saludé, pensando en la princesa Diana de Gales. La tranquila, elegante, graciosa Diana. Ahora solo necesitaba «canalizarla», en lugar de permitir que el «espíritu Kardashian» entrara en mi cuerpo y pateara el culo de zorrita de Talia, que era lo que de verdad me apetecía.
—Iba a enseñarle a Cooper su apartamento —continué, toda educada—. ¿Te gustaría acompañarnos?
En lugar de responder, la muchacha echó una ojeada al edificio.
—No entiendo por qué quieres quedarte aquí —declaró, dirigiéndose a Cooper—. No hay más que viejos. Estoy segura de que no van a parar de tocarte los huevos, solo porque te dedicas a vivir tu vida.
«Dios mío, ¿de verdad vamos a llegar a esto?», pensé.
«Inhala rosa, exhala azul. Vamos, tú puedes.»
—Si quieres te enseño dónde está y luego te dejo para que te instales —le dije a mi vez a Cooper, ignorándola a ella—. Está en el segundo piso, justo detrás del edificio principal. Es uno de los mejores, porque tiene su propia entrada, que da directamente al aparcamiento. Eso le da más privacidad.
Cooper asintió con la cabeza y me siguió en dirección al edificio de apartamentos adosado al bloque principal. La escalera de acceso era mínima, pero la entrada estaba cubierta por una marquesina muy decente, que daba buena protección en invierno.
—Solo tiene un dormitorio —indiqué, mientras abría la puerta y entraba, seguida por Cooper y por Talia. El apartamento se extendía de un lado al otro del edificio, así que le entraba luz por dos lados. Justo al entrar se encontraba la cocina-comedor y más allá la sala de estar.
—La cocina y la calefacción son de gas natural —expliqué—. Eso mantiene los electrodomésticos mejor controlados. El dormitorio y el baño están por ahí.
Cruzamos la sala de estar y entramos en el dormitorio. Talia no paraba de mirar todo a su alrededor con avidez. Por lo que se veía, su disgusto no era tan auténtico como quería aparentar. Normal. Era un señor edificio, construido por mi abuelo y cuidadosamente mantenido por mi padre. Ambos se habían tomado su trabajo muy en serio.
—Hay que probar la cama —le dijo Talia a Cooper—. ¿Cuándo vamos a estrenar el sitio?
Con esto ya era suficiente para mí.
—Bueno, esto es todo —anuncié—. En la cocina están las instrucciones de los aparatos y de lo que se hace con la basura, junto con mi información de contacto. Está todo en el armario, al lado de la pila. Si necesitas algo, llámame. Te dejo para que te instales.
Me dirigí a la puerta, sopesando si sería adecuado decirle que no se permitían visitas nocturnas. En concreto, visitas femeninas.
Hum, probablemente no sería adecuado. Qué pena.
Ya estaba en la puerta cuando Cooper me agarró por el brazo y me hizo dar un respingo y un gritillo muy poco sexi.
—Perdona —me dijo—, solo quería darte las gracias. El sitio está genial.
—Me alegro —repliqué, mirándole la mano. Sentía la fuerza de sus dedos y su olor todo a mi alrededor. Si un tío buenísimo iba a contestar a mi anuncio, ¿por qué narices había tenido que ser uno con novia? Menuda injusticia.
—Tal vez deberíamos hablar mañana por la mañana —dijo Cooper—. Si me dejas una lista con todo lo que hay que hacer, empiezo directamente. He visto alguna cosa por ahí a la que le vendría bien un repaso.
Yo apenas era consciente de lo que me decía, ya que mi atención estaba concentrada en su manera de mover los labios. Eran realmente bonitos, lo que se dice bonitos a rabiar. Perfectos para chupar y sorber. Noté que algo me latía entre las piernas y los pezones se me pusieron duros. Cooper me agarró de nuevo por el brazo, lo cual me provocaba una extraña sensación de intimidad, y su mirada me taladró.
—Entonces… ¿te veo mañana? —dijo.
—Sí, sí, fijo —respondí rápidamente y con muchas ganas de salir de allí—. Hasta mañana.
No pensaba interponerme en su plan de «estrenar» el dormitorio.
Aquello no iba a acabar bien.
Tal vez debería despedirle.
Mientras me dirigía hacia el edificio principal, rumiando estas ideas, una tabla podrida cedió bajo mi peso y el pie se me quedó atrapado. Tiré para liberarme, sin éxito, y entonces di un fuerte pisotón y noté que mi pie se hundía al ceder la madera.
«Mierda.»
Aquella tabla llevaba en la lista de cosas para arreglar desde la pasada primavera. Despedir a Cooper no era realmente una opción. El anuncio en el que solicitaba un «manitas» para que me arreglara todo llevaba casi un mes publicado y solo había recibido dos llamadas —la primera resultó ser una broma y la segunda era de Steve Gribble, a quien su mujer había puesto de patitas en la calle (una vez más) por beber y por perder su empleo (una vez más).
No me quedaba más remedio que aguantarme con Cooper y sus estúpidas, malignas y atractivas amiguitas. Bueno, funcionaría. Solo tenía que pensar en él como una alegría para la vista, como los chulazos con poca ropa que salen en los calendarios de bomberos: divertidos de mirar, imposibles de tocar y no muy reales.
Podía manejar aquella situación.
***
Domingo por la tarde, dos semanas después
—Trae más vino —dije entre dientes al teléfono—. Se está quitando la camisa y me estoy poniendo a cien.
—¿Tiene tatuajes? —susurró Carrie, mi mejor amiga—. Me estoy imaginando su pecho todo cubierto de tatuajes y… oh, Dios, creo que voy a tener que cambiarme de ropa interior.
—No veo tatuajes, pero se está poniendo sudoroso —respondí.
—¿Con dos botellas está bien? —preguntó ella.
Sacudí la cabeza lentamente y suspiré, mientras Cooper detenía un momento la cortadora de césped para beber un largo trago de agua. Dios, cómo se le movían los músculos del cuello al tragar —y anda que los de la espalda, que mantenía flexionados... jooder.
—Que sean tres —repuse—. Mejor no quedarse cortos. El jardín es bastante grande.
***
En general no soy la típica tía que bebe durante el día. Bueno, alguna vez, yo qué sé, en una barbacoa en la fiesta del 4 de julio, cuando la gente empieza a sacar cervezas a la una de la tarde, por ejemplo. Aquel día, sin embargo, era domingo y tenía unos cuatrocientos dulces —los pedidos de una semana— para empaquetar y mandar al día siguiente a primera hora, así que no había posibilidad de incluir un resacón en el programa.
Ni de broma, vamos.
Sin embargo…, se había quitado la camisa.
¿Por qué demonios me hacía esto? ¿Por qué había alojado a Cooper en un apartamento que compartía una pared con mi propio dormitorio, cuando había otro libre en la parte de atrás del edificio?
Lujuria.
Pues sí, era lo bastante mujer como para reconocerlo. Tinker Garrett, de treinta y seis años, estaba poseída de deseo sexual por Cooper Romero. El tipo era tan atractivo que hasta me dolía físicamente —bueno, más que dolor eran como cosquillas calentitas—. Él era exactamente lo que yo necesitaba. Según los datos de la solicitud de alquiler que finalmente le había hecho rellenar, era dos años mayor que yo. Perfecto, ¿no es verdad? Qué pena que estuviera tan ocupado con cráneos vacíos, tetas pequeñas y culos planos.
Hablando de Talia, ya había oído lo suficiente de ella, especialmente desde la llegada de Cooper a mi casa.
En concreto, la había oído gritar durante el sexo. Gritar lo bueno que era él, lo mucho que lo deseaba, y también gritarle instrucciones con una clarísima conciencia de sus «derechos» sexuales que yo pretendía despreciar, pero que en el fondo envidiaba.
Maldita zorra.
Bah. No sin cierto esfuerzo me obligué a apartarme de la ventana y observé la desangelada sala de estar de mi hogar familiar. Yo había nacido arriba, en el mismo dormitorio en el que seguía durmiendo actualmente. De alguna manera, a pesar de contar en mi haber con un título de formación secundaria, un negocio floreciente y un matrimonio fracasado, sentía que había regresado a mi punto de partida.
Por supuesto, yo amaba aquella casa, a mi extraña manera. Mi abuelo la había construido en 1922 y lo había hecho para que durase, pero está claro que incluso las buenas construcciones necesitan mantenimiento. Después de la muerte de mi madre, hacía ocho meses, me había dado cuenta de que a mi padre le costaba incluso encontrar la cocina sin perderse. Obviamente había dejado las cosas sin atender durante muchos años, pero yo estaba demasiado ocupada con mi vida en Seattle como para enterarme. Cuando llegué, me di cuenta de que el lugar estaba en peor estado de lo que nunca lo había visto.
Esa era la razón por la que no podía despedir a Cooper por tener una novia que no era yo. Bueno, esa y también el sentido general de la decencia y del juego limpio que me inculcaron mis padres, aunque juro que, si no fuera por todo aquello combinado, lo habría sacado de una patada en el culo sin dudarlo. Perdida en mis alentadores pensamientos, le di un buen trago a mi copa de vino. «A ver si Carrie no se retrasa por ahí haciendo el tonto y viene rápido…»
«Cabronazo.»
«Sexi, macizo cabronazo…»
Agarré la copa y escudriñé por la ventana, en su busca.
—¿Tricia? —llamó de pronto mi padre con voz vacilante—. ¿Estás ahí, en la sala? ¿Han traído mi paquete?
—Soy yo, papá —respondí, apartando los ojos de Cooper—. Soy Tinker, ¿te acuerdas?
El hombretón que era mi padre, mi héroe de la infancia, había entrado en la habitación, todo confusión en la mirada.
—Estoy esperando esas piezas —explicó lentamente—. Quiero volver a montar el carburador del T-Bird de Tricia, pero me faltan las piezas. ¿Las has cogido tú?
—Papá, mamá ya no está con nosotros —le dije—, y el automóvil hace años que lo vendiste.
Mi padre me miró, inexpresivo.
—Oh, creo que lo había olvidado —admitió por fin—, algunas veces me pasa.
«Y que lo digas.»
—No te preocupes —le dije mientras lo abrazaba—. Oye, en un momento va a llegar Carrie, mi amiga. Vamos a pasar un ratillo aquí las dos, en plan tarde de amigas, ¿te parece bien?
En respuesta, me dio unas palmaditas en la espalda, con aire ausente, y después me plantó un beso en la cabeza.
—Eso suena bien —repuso—. Divertíos, chicas, pero no veáis demasiada televisión, que pudre el cerebro.
Sonreí y lo abracé con fuerza. Aunque la memoria le fallara, seguía siendo mi padre. En algún lugar dentro de él, su amor por mí pervivía, aunque ya no pudiera expresarlo de la manera que había hecho siempre.
La máquina cortacésped rugía ahí fuera en manos de Cooper, que ahora rodeaba cuidadosamente los rosales de mi madre, para no dañarlos. Tras lanzarle un último vistazo a través de la ventana, me aparté de mi padre —no me apetecía nada estar abrazada a él mientras miraba toda lúbrica a un tipo semidesnudo en el jardín.
Sería algo muy perverso hasta para una pervertida como yo.
***
—¿Aún tienes ese apartamento disponible? —preguntó Carrie media hora después, poniéndose de puntillas para ver por encima de la barandilla del porche. Yo llené mi copa de vino y volví a sentarme en el columpio en el que habíamos jugado juntas miles de veces cuando éramos niñas, le hacía falta una mano de pintura, por cierto.
—Sí, pero ya tengo a alguien interesado —respondí—. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque podría interesarme a mí —repuso ella, a su vez con tono serio y alcé las cejas.
—Pero si ya tienes una casa —le recordé.
—Ya, pero no le tengo a él —replicó ella y miró hacia Cooper, que ahora estaba enfrascado en eliminar las malas hierbas, junto a los senderos que bordeaban el jardín. Nuestras miradas se cruzaron y ella hizo un mohín de complicidad con los labios. Una hora antes me habría hecho morir de vergüenza, pero en aquel momento estábamos acabando la segunda botella y la realidad se había disipado en una agradable bruma.
—Bueno, vamos a ver cómo sale todo —declaré, tratando de mostrarme contenida para no gafar todo el asunto—. El que hoy haga un buen trabajo no quiere decir que la cosa vaya a resultar a largo plazo. Se junta con los moteros del club, ya sabes, y encima sale con Talia Jackson. Está claro que no soy su tipo.
Guardamos silencio por unos instantes y Carrie se estremeció de manera teatral.
—Esa tipa es una perra odiosa —declaró.
—Gracias por la información —respondí—. No me había dado cuenta. Joder, de hecho la he invitado a tomarse unas cuantas aquí con nosotras el domingo que viene.
Carrie me golpeó amistosamente con la mano y el columpio se balanceó de un lado a otro.
—¡Cuidado! —le advertí—. Casi me tiras el vino.
—He traído tres botellas —apuntó ella—. Si no estás bebiendo agua ahora mismo es gracias a mí, así que sé simpática.
Nos miramos a los ojos y durante unos treinta segundos conseguí mantener mi expresión de enfado. Carrie no consiguió aguantar más y las dos rompimos a reír, como en los tiempos del instituto.
—A tu salud —dijo ella, alzando su copa.
—A la tuya —repliqué e hice lo propio con la mía—. Ya echaba esto de menos, cuando estaba en Seattle, quiero decir. Allí tengo muchos amigos, pero nadie como tú.
Carrie me pasó el brazo sobre el hombro y me estrechó con fuerza contra ella. A continuación echó mano de la botella y vació en mi copa lo poco que quedaba.
—Me alegro de que hayas vuelto a casa —me dijo—. Sé que las cosas no han salido como las habías planeado, pero a pesar de todo sigo pensando que tu sitio está aquí, en Hallies Falls.
Miré hacia el infinito, con cara de exasperación.
«Vale, lo que tú digas.»
Me llevé la copa a los labios y me eché al coleto el contenido de un solo trago, ya que en realidad no era un vino muy bueno —nada que ver con el que Brandon y yo solíamos beber juntos—. En aquel momento Cooper pasó junto a nosotras y me dirigió una rápida sonrisa.
—Estoy en celo —gimió Carrie.
—Estás casada —objeté.
—Oh, vamos, cálmate —replicó ella—. Ni que fuera real.
—Pues sí que lo es —repuse yo, con el ceño fruncido—. Acaba de pasar por delante con la cortadora de césped.
Ahora fue Carrie la que puso gesto de exasperación.
—No, mujer, quiero decir que no va a pasar nada con él —explicó—. Yo estoy casada y tú no eres su tipo, así que es material seguro para la fantasía.
—Igual sí soy su tipo —repliqué.
—Tú eres preciosa —afirmó ella—, con tus curvitas tan sexis y con tu estilo retro que rompe con todo, pero si a Cooper le gusta Talia Jackson, tú no vas a gustarle. Aparte de lo de la edad, a este tío le gustan las chicas sin curvas. Talia es como un espagueti con tetas, muy pequeñas, todo hay que decirlo. Es una vulgar chica de la calle y tú eres una mujer con clase. Sois dos cosas diferentes y punto.
Me dejé caer en el columpio, con un suspiro. Mi amiga tenía razón. Ya lo sabía, pero de alguna manera, después de la tercera copa de vino, había empezado a sentirme un poco más optimista. El hecho era que, para bien y para mal, Carrie y yo compartíamos algo más que nuestra pasión por los automóviles rápidos. Teníamos un acuerdo, forjado en el dolor y la humillación del instituto, que nos obligaba a decirnos siempre lo que pensábamos, por duro que fuera.
—Eh, no pasa nada —comentó ella, golpeándome amistosamente el hombro—. No tiene pinta de ser un buen partido, en todo caso. No parece tener un trabajo de verdad, corta la hierba para pagarse el alojamiento y se mueve con una pandilla de moteros. No me dirás que ya estabas pensando la canción para el primer baile de la boda, ¿verdad?
—Pues no, pero tampoco creo que me hiciera daño un poco de sexo, la verdad —respondí.
—Bueno, pues vámonos de marcha por Ellensburg el próximo fin de semana —replicó Carrie—. A este juego pueden jugar dos, ya sabes. Te llevas puesto a un estudiante guapetón y le enseñas un par de cosas o tres. Su futura esposa te lo agradecerá, te lo aseguro.
—Vale, pero solo una vez —gemí y Carrie rompió a reír.
—Hay cosas que nunca mueren en esta ciudad, nena —dijo—. Cuando te pones, eres igual que una pantera al acecho y lo sabe todo el mundo. El otro día, sin ir más lejos, advertí a un joven de que se esfumara de la calle antes de que le atraparas.
Al oír esto, me levanté del columpio y apunté a Carrie con mi copa, en actitud acusatoria.
—Nunca habría pasado de no ser por ti y Margarita —le reproché.
—Ya me doy cuenta —respondió ella—. No hace falta que sigas dándome las gracias.
En aquel momento se abrió la puerta principal de la casa y mi padre se asomó al exterior.
—¿Sabes dónde está tu madre? —preguntó—. Tengo hambre. Ya debería estar haciendo la cena.
Carrie y yo nos miramos.
—Ahora la preparo, papá —le dije—, pero mamá ya no está con nosotros, ¿recuerdas?
Mi padre me miró, primero confuso y después avergonzado, y sentí que el corazón se me encogía en el pecho.
—Lo siento, lo he dicho sin pensar —dijo.
—Voy a preparar pollo a la barbacoa —propuse—. ¿Qué te parece?
No hubo respuesta. Simplemente se dio la vuelta y volvió a la casa, arrastrando los pies.
—Vas a tener que hacer algo, más temprano que tarde —me dijo Carrie en voz baja—. No es seguro para él quedarse solo aquí, en la casa.
—Nunca ha pasado nada —objeté—. Está confuso, pero no se dedica a encender fuegos ni nada parecido.
Mi amiga me miró fijamente y en aquel momento lamenté la cláusula de «prohibido hablar mierda» que regía en nuestra amistad.
—Voy a encender la barbacoa —le dije, con un suspiro—. ¿Te quedarás a cenar?
—No, pero no me voy aún —respondió—. A Darren le queda una hora o así para salir del trabajo.
—Si os apetece, podéis cenar los dos aquí —propuse—. No es más que pollo y arroz, pero tenemos cantidad.
—Déjame que le mande un mensaje, a ver qué dice —repuso ella, más animada—. La verdad es que no me apetece nada cocinar y las chicas no llegarán a casa hasta tarde. Crecen demasiado rápido, nena.
Al oír aquello contuve una mueca y me limité a asentir, sonriente. Darren y Carrie llevaban juntos desde el instituto, lo cual no suele ser buena cosa, pero a ellos parecía haberles funcionado. Las gemelas eran un par de piezas de cuidado, pero buenas chicas, a fin de cuentas.
No podía creer que en un año fueran a cumplir los dieciocho.
Mi pequeña Tricia sería aún un bebé, si hubiera sobrevivido. Di un largo trago a mi copa y ahuyenté el pensamiento. Ya había llorado para una vida entera.
—Genial, entonces —aprobé—. Vamos a encender la barbacoa.
***
Media hora después me encontraba de nuevo en mi rincón de la felicidad, por pura fuerza de voluntad y por la fuerza del vino, todo hay que decirlo. Allí estaba, junto a la barbacoa, preparando pechugas de pollo y bebiendo sorbitos de mi copa.
Cuando estaba en el primer año del instituto, mi padre y yo construimos un porche cubierto junto a la cocina, para poder hacer barbacoas ahí todo el año. A mi madre le encantaba el plan, porque odiaba fregar las sartenes. Cuando vivía en Seattle echaba de menos cocinar al aire libre —Brandon consideraba que poner una barbacoa en casa era una vulgaridad. Otra razón más para celebrar haberle dado una patada en el culo.
De vuelta en la cocina, le dije a Carrie que añadiera los últimos toques a la ensalada mientras el arroz terminaba de hervir —no era una cena con mucho glamour, pero estaría buena—. Todo debía estar listo para cuando llegara Darren. Incluso habíamos llevado la mesa de picnic al pabellón del jardín y la habíamos cubierto con un mantel azul a cuadros.
—Huele bien —dijo de pronto una voz de hombre.
Miré hacia arriba y vi a Cooper sobre los escalones, apoyado en la barandilla. Estaba para comérselo. Sonreí y estuve a punto de decírselo tal cual, pero me acordé a tiempo de que estaba borracha y me mordí la lengua —me la mordí literalmente, lo cual me dolió a rabiar e hizo que los ojos se me llenaran de lágrimas. Seguro que él pensó que estaba loca y no me extraña.
—Buen trabajo, lo del jardín —comenté después de unos segundos de agonía—. Es de gran ayuda tenerte por aquí. ¿Qué tal está el apartamento?
—De puta madre, comparado con el hotel —respondió él—, aunque lo que es cocinar, no cocino.
Cooper observó la barbacoa y noté que sopesaba el pollo. Una parte de mí deseaba preguntarle si Talia era buena cocinera. Las palabras ya estaban a medio camino de mi boca, pero la pequeña parte de mi cerebro que aún continuaba sobria consiguió atraparlas y arrastrarlas hasta el fondo, antes de que me hicieran quedar como una estúpida.
—Trabajé de cocinera privada varios años —expliqué— y después empecé con lo de los chocolates, hasta que fue despegando el negocio. Cuando ya vi que no podía con las dos cosas a la vez, dejé lo de la cocina.
«Toma ya, cerebro. Soy capaz de mantener una conversación sin caer en obviedades…»
—Impresionante —comentó Cooper.
—¿Te apetece unirte a nosotros? —le propuse.
—Sí —respondió él y rompí a reír, porque lo había dicho tan rápidamente y con tantas ganas que no había duda: estaba deseando hincarle el diente a aquel pollo. ¿Había sido una mala idea? «No hay razón para evitar mostrarse agradable con el tipo», me informó con delicadeza la señorita Cerebro Sobrio. «Aquí hay un montón de gente para vigilar tu comportamiento.»
«Estupendo.»
—Muy bien —respondí—. Servimos en una media hora. El marido de Carrie sale del trabajo a las seis y viene hacia aquí.
—¿Carrie es la chica con la que estabas hablando esta tarde en el porche? —quiso saber.
—Sí —confirmé, marcando la «s», y bebí un trago de vino—. Es mi amiga de la infancia. Mi padre también está aquí, así que seremos cinco.
—¿Seguro que tienes bastante comida? —preguntó Cooper—. No quiero abusar.
—No te preocupes —respondí, con tono despreocupado—. Hay de sobra.
—Voy a ducharme, entones —dijo él.
—Te veo en un ratín —lo despedí.
«No lo he hecho nada mal», pensé mientras observaba con atención su trasero. Llevaba la camiseta colgando de un bolsillo del pantalón y al caminar se le marcaban los músculos de la espalda.
—Oh, Dios mío —dijo la voz de Carrie y salté de sorpresa. Estaba en el umbral de la cocina, con los ojos abiertos como platos.
—Me has asustado —la acusé—. Ten cuidadito o Darren te va a pillar comiéndotelo con los ojos.
Mi amiga se encogió de hombros.
—Darren y yo tenemos un acuerdo —explicó—. Se puede mirar, mientras no se toque. Llevamos mucho tiempo casados, ya sabes, y pasamos de tonterías de celos.
Aquello era una trola como un piano y las dos los sabíamos. Consideré la posibilidad de invocar la cláusula sagrada, pero decidí que, si iba a ponerme morada de mirar a mi «hombre para todo», sería aún mejor hacerlo en compañía.
—Hoy ponemos platos de papel —anuncié y Carrie sonrió de oreja a oreja—. Esta noche no friego ni harta de vino.
***
Gage
Joder, pero cómo está esta tía y más cuando ha bebido un poco y se la ve toda achispada, con los ojitos que le brillan…
Entré en mi pequeño cuarto de baño, preguntándome por enésima vez por qué demonios me habría ofrecido voluntario para aquella condenada misión. En Coeur d’Alene me lo habría pasado de puta madre. Vale que las bailarinas del The Line, el bar de strippers del club, estaban todo el día con movidas, pero a cambio, cuando me apetecía un culo, estaba siempre disponible. En cambio, con Tinker Garrett…
El principal obstáculo era Talia, por supuesto, pero además me había dado cuenta de algo alarmante en los últimos días: Tinker me gustaba como persona. Ya sé que no habíamos pasado mucho tiempo juntos, pero me llamaba la atención la forma en que ella se esforzaba por hacer siempre lo correcto. Era una buena chica, sin duda, y el hecho de que se hubiera mudado a casa de su padre para ocuparse de él tras la muerte de su madre era una prueba evidente.
Tema aparte eran aquellas curvas. Me cago en Satanás, no podía dejar de pensar en su culo y en sus tetas. De toda la vida me han gustado las tías con curvas, aunque lo que veía en casa, en el club, era más del tipo grandes balones de silicona y bocas como aspiradoras. Tinker era una chica que preparaba ricas chocolatinas y tenía una tienda llena de tazas de té.
No era mi tipo.
Sin embargo, por desgracia, a mi polla no le llegaba el mensaje.
En aquel momento mi teléfono emitió un zumbido. Miré. Era un mensaje de mi presidente.
PICNIC: ¿Cómo va la cosa?
Abrí la ducha para dejarla correr un rato mientras contestaba al mensaje. El edificio era viejo y ya me había enterado de que el agua tardaba en calentarse. Marqué el número de Picnic y esperé la respuesta.
—¿Sí? —dijo.
—He visto tu mensaje, jefe —fue mi respuesta.
—Quería saber cómo va todo —indicó él.
—No hay mucho que contar —le expliqué—. Quiero decir, nada nuevo, aparte de lo que ya sospechábamos. Con Marsh el club va en caída libre y se rumorean muchas cosas. Ha informado de pérdidas de cargamentos con destino a Bellingham, pero no se oye a nadie quejarse de que haya sustracciones de producto en los almacenes del club. Los más nuevos son incapaces de mantener la boca cerrada y tienen los bolsillos llenos de dinero, mientras que los veteranos se han largado. Creo que está jugando a dos bandas con nosotros.
—¿Has conseguido averiguar cómo consiguió hacerse con el control del club? —preguntó Picnic.
—Por lo que sé, le bastó con hacerse un par de amigos por aquí y después atraer a su bando a otros dos por allá —respondí—. Tuvo la suerte de que convocaran una votación justo después de la gran redada del año pasado y Marsh salió elegido mientras los de la vieja guardia estaban todos entre rejas. Las fuentes de Painter en la cárcel acertaron en todos los detalles. Ahora Marsh conserva el poder porque tiene los votos y está incorporando nuevos efectivos día a día. Lo que no entiendo es por qué los veteranos que todavía están libres no han pagado la fianza de los otros. No es que conmigo se muestren muy abiertos. Si se dan cuenta de que existo es porque soy el perro de Talia.
—La lealtad —comentó Picnic, con tono de frustración—. Es lo que mantiene unido a cualquier club. Seguramente no han perdido la esperanza todavía.
—Yo diría que les queda muy poco —repuse, también sombrío—. No me extrañaría que en breve viéramos nacer un segundo club, no oficial, en la ciudad.
Picnic lanzó un silbido, apenas audible.
—Eso no sería nada bueno —comentó.
—¿Tú crees? —le pregunté.
—Pues sí, para eso te hemos mandado allí —respondió él—. Es mejor poner freno a todo esto, antes de que la cosa empeore. ¿Qué tal te lo vas montando por ahí, con el alojamiento y todo eso?
Recorrí con la mirada mi pequeño apartamento. Había estado en sitios peores, pero la verdad era que en los últimos años me había acostumbrado a algo mucho mejor.
—No está mal —respondí.
—¿Y qué tal te va con tu casera? —quiso saber—. ¿Aún sigue poniéndote caliente?
Sopesé la respuesta cuidadosamente. Quería ser sincero con él, pero si admitía demasiado, aquello sería el cuento de nunca acabar.
—Es simpática —dije, a modo de compromiso—. Me ha invitado a cenar esta noche.
—Ten cuidado —me advirtió Picnic—. Talia es tu objetivo y no esa zorra de Tinker, por mucho que desees follártela. No lo olvides.
—Sé cuál es mi trabajo, jefe —respondí—. Todo es por el club, ya lo capto.
Todo era siempre por el club.
—Si necesitas algo, cualquier cosa, házmelo saber —dijo él—. ¿Estás bien de dinero?
—Sí, no te preocupes, ya te llamo si me hace falta —respondí—. ¿Vosotros bien por ahí?
—Bien.
—Vale, luego te llamo —concluí.
Dejé el teléfono sobre la encimera del baño, me quité los jeans sucios y me metí en la ducha. Me lavé rápidamente el pelo y después me agarré el miembro con la mano toda jabonosa, mientas mi mente llamaba de vuelta a la imagen de Tinker Garrett. Ella y su amiga habían pasado la tarde sentadas en el porche de la casa, bebiendo y riendo sin parar. Tinker estaba tan jodidamente guapa que tuve que hacer un verdadero esfuerzo para controlarme y no arrastrarla de los pelos hasta mi apartamento.
Ese pelo… siempre he sentido debilidad por el pelo oscuro.
Tinker no era como las demás mujeres. En parte era por ese look tan especial que tenía, como el de las caras de las chicas que pintaban en los aviones de la segunda guerra mundial: flequillo recto hasta la mitad de la frente, un top retro de esos que se anudan detrás del cuello y jeans ajustados y con las perneras recogidas por encima de los tobillos. Había visto lo que parecía la tentadora esquina de un tatuaje, que asomaba en la parte desnuda de su espalda, pero no había conseguido saber qué era el dibujo. Si una chica como ella hubiera entrado en The Line, la habría contratado sin dudarlo.
Mi mente me la representó colgada de la barra y sentí un escalofrío. Me unté más jabón en la mano y me agarré el miembro con más fuerza, mientras la imaginaba desnuda. Tal vez, cuando todo esto hubiera terminado, me quedaría un día más o dos por aquí para averiguarlo. Lo primero sería arrancarle el top y palpar de una vez aquellas tetas. No eran tan grandes como las de una stripper, pero no estaban nada mal de tamaño y eran cien por cien naturales. Y bien redondeadas, como todo en ella, todo curvado en formas apetitosas que descendían hasta una cintura estrechita y después volvían a expandirse en unas caderas que estaban pidiendo que un hombre les clavara los dedos.
Eso era justamente lo que me estaba imaginando: mis manos sujetándola y yo dándole duro por detrás. ¿Culo o raja? Los dos. Definitivamente. Mientras, sus tetas se balancearían adelante y atrás y ella lanzaría débiles gemidos con cada empujón. Precioso.
Me apoyé contra la pared de la ducha y continué sacudiéndomela. No me iba a llevar mucho tiempo llegar hasta el final, ya que había estado preparándome para ello durante toda la tarde, sobre todo desde que la descubrí mirándome. Ella también estaba caliente. Lo había visto en sus ojos y también en la forma en que se lamía los labios. Qué bonitos estarían cerrados alrededor de la cabeza de mi miembro. ¿Sería de las que se tragan todo? Sentí que las pelotas se me ponían muy duras, a medida que aumentaba la presión en su interior. Decidí que, para los fines de esta fantasía, Tinker era definitivamente de las que se lo tragan todo. Ella se bebería todo mi jugo, sonriente, mientras se tocaba entre las piernas y…
De pronto exploté en una serie de potentes disparos que dejaron la ducha tal y como deseaba dejar sus nalgas.
Que me jodan, pero… ¡buf, qué bueno!
Me lavé bien, cerré el grifo y agarré la toalla. Era bueno haber abierto la espita, pues de lo contrario no sé lo que habría pasado durante la cena. En otro momento y en otro lugar ya la habría colocado a cuatro patas hacía tiempo, pero conocía mi trabajo y sus obligaciones.
Los Reapers para siempre, para siempre los Reapers.
A veces la lealtad es una mierda.