Capítulo 4

Tinker

A Cooper aún le caían gotas de agua del cabello cuando regresó al jardín. En combinación con su barba de varios días, aquello le daba un aire de tipo duro que casi me dejó mareada. Buf, aquel hombre era sexo en estado puro.

—¿Qué tal va la cosa? —dijo sonriendo lentamente y sentí que las rodillas me temblaban.

—Ya está casi a punto —repliqué, lamentando haber bebido tanto vino. No estaba lo que se dice borracha, pero me había dejado llevar hasta el punto de ver la realidad agradablemente difusa. Por un lado, estaba bien, porque así no me ponía tan nerviosa en presencia de Cooper, pero por otro, temía la posibilidad de hacer alguna tontería. Por ejemplo, agarrarle el trasero o lanzarme a lamer aquel chorrito de agua que le caía lentamente por el cuello.

—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó, servicial, mientras yo le daba la vuelta a un pedazo de pollo con las pinzas, para ver si estaba hecho. Perfecto.

—Me vale con que me sujetes abierta la puerta —le dije—. Todo lo demás está en la cocina. Solo tengo que sacar la comida a la mesa de picnic y listos. En cinco minutos estamos comiendo.

Cooper sujetó la puerta y yo pasé junto a él con la fuente llena de pollo. Cruzamos un pequeño vestíbulo trasero que habría sido un porche si la casa principal no hubiera estado unida al edificio de apartamentos y entramos en la cocina, donde Carrie y Darren estaba enfrascados en un tórrido beso.

—Meteos en una habitación o tendré que sacar la manguera —les advertí, riendo.

—Que te jodan —replicó Darren, apartándose de su mujer—. Si aún estás en el baile después de dieciocho años de matrimonio, tendrás derecho al voto.

Carrie y yo nos echamos a reír mientras Cooper se unía al grupo.

—Creo que no nos conocemos —dijo Darren, observando con precaución al recién llegado. Cooper extendió la mano y Darren se la estrechó. Sentí en el aire una vibración de «machos alfa que se encuentran» y noté que Carrie miraba al techo con cara de exasperación.

—Cooper Romero —se presentó mi inquilino—. Acabo de empezar a trabajar para Tinker.

—Sí, he oído hablar de ti —replicó Darren—. ¿Y qué te ha traído a Hallies Falls?

—Darren, no seas maleducado —le reprochó Carrie, apartándose de él. Darren la ignoró, pero Cooper se limitó a reír sin acritud y se apoyó en la encimera, con sus fuertes brazos cruzados sobre el pecho.

—Estoy en medio de un divorcio —explicó—. Mi ex vive en Ellensburg con los críos. Estaba buscando un sitio que estuviera cerca, para poder visitarlos con frecuencia, pero no tanto como para que me la estuviera encontrando por ahí cada dos por tres.

—¿Y a qué te dedicas? —inquirió Darren—. Aparte de trabajar para Tinker, quiero decir…

—¡Darren! —exclamó Carrie, golpeándole el brazo.

—Tengo cierto instinto de protección hacia Tinker —dijo Darren, sonriente, pero con mirada seria—. El otro día te vi con los moteros del club Nighthawk Raiders. ¿Eres de ellos?

—No, para nada —respondió Cooper—. Salgo con una chica que tiene relación con el club, eso es todo. Me gusta montar en moto y ocuparme de mis propios asuntos. En respuesta a tu pregunta, soy camionero. Tengo el vehículo aparcado ahí fuera. Ahora mismo me he tomado un descanso, hasta que resuelva mis asuntos familiares.

Darren asintió con la cabeza, aparentemente satisfecho, pero en actitud aún no del todo amistosa.

—Lo siento, Cooper —dijo Carrie—, Darren necesita aprender a fingir que es civilizado delante de la gente. Venga, vamos fuera con la comida.

Mi amiga agarró la cesta de picnic con los platos de papel, las servilletas y los cubiertos con una mano y la ensalada con la otra. Darren desenchufó la pequeña olla eléctrica y siguió a su mujer en dirección al jardín, dejándome sola con Cooper.

—Lo siento —dije—. Me encantaría poder decir que no es lo habitual, pero Darren siempre ha sido muy protector, con Carrie y conmigo, desde que éramos niños. Para mí es como un hermano mayor.

Cooper me dedicó una hermosa sonrisa y sacudió la cabeza.

—No te preocupes —dijo—. Es bueno tener gente a la que le importas y que no te considera una mierda.

Le devolví la sonrisa y me pregunté para mis adentros por qué demonios no podía simplemente caer a mis pies y declararme su amor para siempre. En ese caso tendría hijastros, claro. Nunca me había planteado tal posibilidad y solo de pensarlo sentí que un puñal me atravesaba el corazón. Decidí tragarme mis pensamientos, antes de que me llevaran hacia la oscuridad que ya conocía demasiado bien.

—¿Puedo hacer algo más para ayudar? —preguntó Cooper acercándose a mí y sentí su olor, fresco, limpio y masculino. Noté cómo mis pezones se endurecían y di gracias al cielo por el hecho de que mi top tuviera delante un pequeño relleno que le daba un poco de discreción. Obviamente el diseñador no era demasiado partidario de marcar pezón, algo en lo que estábamos de acuerdo. Cooper alargó la mano y me tocó la mejilla. El corazón me latía a mil por hora.

—Tenías una pestaña aquí —dijo, mostrando el dedo. A continuación retrocedió dos pasos y agarró la fuente con el pollo.

—¿Llevo esto fuera? —preguntó.

Desinflada, admití para mis adentros que tal vez Carrie tenía razón sobre mí y que necesitaba sexo con urgencia. ¿Pues no me había imaginado que Cooper estaba tratando de ligar conmigo? Menuda estupidez. «Tiene novia, joder. A ver si sacas la cabeza de la entrepierna…»

—Sí, genial —respondí, negándome a ruborizarme—. Voy a buscar a mi padre. Ah, hay bebidas en el frigorífico y vino en el armario. Tráete lo que quieras.

***

Gage

Llevé la fuente al jardín, pensando que vaya lástima era que una ciudad con lugares tan bonitos como aquel hubiera podido caer en manos de un tipo como Marsh Jackson. El verano había sido tórrido y seco, pero el jardín de Tinker seguía siendo un auténtico oasis, incluso en lo más caluroso de la estación.

La propiedad había sido construida en forma de C, con la vivienda de los Garrett y la tienda a un lado y el edificio de apartamentos al otro. En medio de la C se encontraba el jardín y un pabellón construido con madera de cedro, donde habían puesto la mesa y que parecía sacado de una película inglesa —ya saben, esas cosas donde hay ladrillos abajo y vigas de madera sobre paredes blancas por encima—. Tenía dos pisos y había cestas con flores colgando por todas partes. De cuento, vamos.

—Siéntate —invitó Carrie, con las mejillas enrojecidas. Darren le pasó el brazo sobre los hombros y la estrechó con fuerza. Hacían buena pareja, me recordaban a Bam Bam y a Dancer, en Coeur d’Alene, y se notaba que llevaban mucho tiempo juntos. Me preguntaba cómo sería eso. Yo nunca había estado más de un año con una mujer y no lo había lamentado especialmente. O bien era el tipo de hombre que no necesita a su alrededor una «máquina de regañar», o bien no había encontrado todavía a la adecuada.

Enfrente de Darren estaba sentado Tom, el padre de Tinker. Era un buen tipo, aunque me había llevado un par de días darme cuenta de que no se le había ido la pelota completamente. Una de las inquilinas del edificio —Mary Webbly, que debía de tener unos diez años más que Tom— me había dicho que el hombre había caído en picado desde la muerte de su mujer, a principios de año. Hasta entonces Tinker había vivido en Seattle.

Una interesante dinámica familiar.

Yo también tenía enfrente a Darren, que seguía observándome sin gran disimulo, tratando obviamente de averiguar si yo suponía o no una amenaza para «sus chicas». Me hubiera apostado mil pavos a que el tipo se olía algo de lo que se cocía. Es normal. Tinker estaba sentada a mi lado y repartía platos de papel y, para mi sorpresa, cubiertos de plata auténtica y de un diseño nada vulgar.

—Entonces, ¿cuándo tienes previsto volver al camión? —me preguntó Darren, agarrando su cerveza—. ¿Vas a cambiar de actividad o es solo un descanso?

—Un pequeño descanso, eso es todo —respondí—. Como os comenté, tengo que arreglar toda la mierda pendiente con mi ex. No quiero que me la meta doblada con los papeles del divorcio mientras estoy fuera de la ciudad.

Darren asintió con la cabeza.

—Siempre es bueno arreglar esas cosas lo antes posible —comentó.

Tinker tosió y se removió en su asiento. La miré y me di cuenta con sorpresa de que se había ruborizado.

—Bueno, ¿qué tal si cambiamos de tema? —dijo—. No hace falta estar siempre hablando de divorcios.

Tinker vació su copa de un trago y Carrie alcanzó la botella y se la llenó de nuevo. Contuve una sonrisa. Las chicas le habían estado pegando duro aquella jornada. A alguna le iba a doler la cabeza al día siguiente, sin duda.

—¿Sabes qué? —le dijo a Tinker su padre con una sonrisa—. Tú deberías divorciarte de ese marido tuyo. Nunca me ha gustado.

¿Tenía marido? Era la primera vez que lo oía. Joder. No me gustaba ni un pelo la idea de que estuviera casada. Y, bueno, ¿dónde pelotas estaba el gilipollas en cuestión? Solo un auténtico descerebrado podía separarse de una mujer como Tinker.

Aun sin conocer al hombre, sentía unas fuertes ganas de patearle el culo.

—Voy a divorciarme, papá —replicó ella, con tono de fastidio—. ¿No te acuerdas? Está llevando un cierto tiempo debido al lío con las propiedades y todas las cosas de la familia de Brandon. La situación es complicada.

—Abogados —murmuró Tom—. No se puede confiar en ellos. En ninguno de ellos. Nunca me gustó ese chico.

Carrie tosió y sus ojos centellearon.

—Creo que todos sabemos lo que sientes respecto a los abogados, Tom —comentó.

—Oh, Dios —gruñó Tinker—. ¿Os acordáis del día en que papá se enteró de que Brandon era fiscal adjunto? Pensé que le iba a dar un infarto.

—Tengo una salud de hierro —replicó Tom, pero mi mente estaba absorta en la noticia de que el marido de Tinker, buf, qué mal sabor de boca me dejaba la palabra, era fiscal. Odiaba a los fiscales. Al menos estaba terminando de divorciarse de él.

—Ya lo sé, papá —dijo ella, agarrándole la mano. Como yo estaba sentado entre los dos, Tinker se inclinó sobre mí y sentí el aroma de su pelo. Melocotones. Olía como a melocotones y me habría jugado la moto a que, si le quitábamos el envoltorio, su culo redondito sería también como uno de ellos.

Por favor, pegadme un tiro en la cabeza de una vez y acabad con esta desgracia.

Tinker me rozó el pecho al retirar la mano y ella y su amiga se echaron a reír por algo que se me había escapado. En aquel momento me di cuenta de que Darren me estaba observando con ojos inquisitivos. Le sostuve la mirada, le saludé con un leve movimiento de cabeza y él me respondió igual.

Sí, a este había que mantenerlo vigilado. Me veía tal como soy, un depredador. Iba a ser un problema, sin ninguna duda, y a pesar de ello me alegraba de que Tinker tuviera a alguien que se preocupaba así por ella.

—Darren, pareces un hippie con esa barba —comentó Tom—. Todos los jóvenes lo parecen hoy en día. ¿Qué pasa, se han acabado las cuchillas de afeitar en la ciudad o qué?

—¡Papá! —le riñó Tinker—. No puedes decir esas cosas.

—Claro que puedo —replicó Tom, con ojos chispeantes—. Acabo de hacerlo y no he dicho que ser un hippie esté mal. Tu madre lo era, ¿no lo sabías?

Tinker bajó su copa.

—¿Lo dices en serio? —preguntó.

—Claro —confirmó Tom—. El verano en que conocí a Tricia, ella llevaba siempre faldas largas y unos pelos que… ¡bueno, qué guapa era! No sabía qué pensar. Nunca había imaginado que podía enamorarme tan rápido. Estábamos locos como cabras por entonces, claro. Su padre me odiaba, pero eso no nos impidió largarnos a San Francisco en su automóvil, un Volkswagen pequeño, de color naranja, y quedarnos allí casi todo el verano. Probamos el ácido, bailamos en el parque y acampamos por ahí con unos amigos. Fue una época increíble.

Tinker se atragantó con el vino y se quedó mirándolo con ojos como platos. No me extrañaba, ya que el hombre tenía realmente el aspecto del típico granjero que no ha viajado a más de cincuenta kilómetros de su ciudad. Tom se sirvió un poco más de arroz, indiferente a la reacción que sus palabras habían provocado.

—¡Guau! —exclamó Carrie—. No puedo creer lo que estoy oyendo. Tricia nunca dejaba a Tinker volver más tarde de las diez, ni los fines de semana.

—Ya, la gente más «viva la vida» somos luego los padres más protectores de todos —comentó Tom con una sonrisa de medio lado—. Es porque sabemos muy bien lo fácil que es meterse en líos. ¿Nunca te he contado que nos casamos a punta de escopeta? Te juro que tu abuelo estaba dispuesto a matarme, hasta que se enteró de que tu madre estaba embarazada.

—¡Basta ya! —exclamó Tinker, alzando la mano—. No puedo oír estas cosas. Mejor déjame en una tranquila ignorancia, ¿vale?

Tom se echó a reír, aparentemente muy satisfecho de sí mismo. Aunque la cabeza se le fuera por momentos, era obvio que durante todo aquel rato había estado con nosotros, perfectamente consciente, y había disfrutado de cada minuto. Debía de haber sido un tío de puta madre en sus tiempos.

—¿Otra cerveza? —me preguntó Darren, haciendo oscilar en el aire su botella vacía.

—Perfecto —respondí y liquidé de un trago lo poco que quedaba en la mía.

—Ahora sí que tenemos que cambiar de tema —anunció Tinker—. Papá, prohibido hablar a menos que sea algo normal e inofensivo.

Tom rompió a reír y sacudió la cabeza.

—Por supuesto, Stinker1 —respondió. Tinker lanzó un gemido y Carrie estalló en risas a su vez.

—Oh, ¿te acuerdas de cuando te llamábamos Stinker Bell? —dijo la amiga.

Tinker le dedicó un gesto «cariñoso» con el dedo corazón hacia arriba y se volvió hacia mí con una amplia y falsa sonrisa.

—Bueno, Cooper, ¿qué piensas de los amigos que no saben mantener la boca cerrada? —dijo—. Estaba pensando en darle en la cabeza con una pala, pero también he oído que el ahogamiento es muy eficaz.

Le dediqué una amplia sonrisa y sacudí la cabeza.

—Te estás metiendo por una pendiente muy resbaladiza, Tinker —le dije—. Al final esos son los amigos con los que puedes contar. Si los liquidas, nadie te ayudará a enterrar los cuerpos.

Carrie rio de nuevo.

—¿Lo ves? —dijo—. De nuevo tengo razón y tú no.

—Os odio a los dos —declaró Tinker, pero sin poder evitar reírse—. Ahora no pienso compartir ni uno de mis dulces.

—¡Oh, que te jodan! —replicó Carrie—. Sabes muy bien que no puedes decirme que no.

—Es una fuerza de la naturaleza —corroboró Darren—, y cuando las dos se juntan, la cosa ya puede ponerse de verdad fea.

El marido de Carrie se sentó junto a su mujer y me tendió una botella de cerveza.

—Pórtate bien o contaré lo del día en que te quedaste atrapado en la casita del árbol —le amenazó Tinker.

—Pero si tenía seis años, Stink —repuso Darren.

—Sí, pero llorabas como si tuvieras dos —replicó ella, moviendo las cejas—. Nunca lo olvidaré. No paraba de llamar a su mamá y mi padre tuvo que trepar al árbol y rescatarlo.

—¿De verdad quieres jugar a este juego, Stink? —inquirió Darren, arqueando una ceja—. Te advierto que, puestos a ello, no me quedo corto. Pues mira, Cooper, una vez estaban Tinker y Carrie…

—¡Cierra el pico! —dijo Tinker entre dientes, mientras Carrie le golpeaba el hombro.

—No te atrevas, hombre horrible —advirtió esta última a su marido.

—Eh, no iba a contar «eso» —se defendió Darren, manos arriba—. Iba a hablar del día en que fuisteis a nadar al pantano y a Tinker se le cayó el bañador.

Ante mi mente surgió la imagen de ella desnuda y toda mojada. Tosí y me removí en mi asiento, incómodo —lo cual hizo que mi pierna rozara con la suya, para empeorar la situación.

—Cierra la bocaza, Darren —repitió Tinker, pero con voz de alivio. Interesante. Así que había toda una historia detrás de aquel pequeño intercambio de frases. Tenía curiosidad por saber de qué se trataba.

—¿Una tregua? —propuso Darren.

—Una tregua —aceptó Tinker.

—Dios, Darren, eres como un grano en el culo —le dijo Carrie, mientras le golpeaba en el costado.

—Ella empezó —se justificó su marido.

Tom me palmeó el hombro amistosamente.

—Ya sé que son personas adultas, pero a veces solo veo críos a mi alrededor —comentó.

—Nos quieres como somos y lo sabes —le respondió Carrie. Tom gruñó, se levantó, le dio un beso en la cabeza a su hija y marchó al interior de la casa. Una vez que hubo salido, Carrie se volvió hacia Tinker.

—¿Crees que realmente estaban tan locos? —le preguntó—. No puedo imaginarme a tu padre todo puesto de ácido.

—No sé si quiero saberlo —contestó ella— y desde luego no quiero imaginarlo.

Darren resopló.

—Bueno, el viejo se ha movido lo suyo —comentó—. Cuando íbamos de caza contaba cada historia…

—Esas cosas se supone que debías compartirlas —le reprochó Carrie.

—Son solo historias de chicos que fumaban —replicó en tono conciliador—. Nunca les presté excesiva atención. Bueno, nena, ¿te parece bien que vayamos levantando el campo? Creo que ya es hora…

—Sí, vamos recogiendo —respondió ella, mirándolo fijamente—. ¿Qué más me estás ocultando?

—Soy un hombre lleno de secretos —repuso Darren, pellizcándole la nariz—. Tendrás que torturarme para extraérmelos...

—Eso puede arreglarse —dijo ella entre risas.

—Idos ya a paseo con vuestro repugnante amor conyugal —les dijo Tinker, agitando la mano—. Os advierto que iba en serio lo de la manguera. Como empecéis de nuevo, la saco.

—¿Te ayudamos a recoger esto? —ofreció Carrie.

—No os preocupéis, yo me encargo —respondió Tinker—. Solo echad los platos a la basura y los cubiertos a la pila.

—¿Seguro? —insistió su amiga.

—Yo te ayudo —intervine, por si a mis hinchadísimas pelotas les faltara un ratito más junto a ella antes de llegar al estallido. Tinker me respondió con una sonrisa preciosa.

—Gracias —respondió en voz baja y melosa.

Hinchadísimas y moradísimas, para ser más exactos.

Joder.

***

Tinker

Cinco minutos más tarde, Darren y Carrie se habían despedido, dejándome a solas con Cooper. Bueno, a solas es un decir, ya que estábamos en medio de un jardín rodeado de apartamentos. No tenía ninguna duda de que la señora Webbly nos estaba observando en aquel mismo momento. Vivía en el apartamento de la planta baja que daba a la calle —justo enfrente del mío— desde antes de que yo naciera y se consideraba una especie de guardiana de la comunidad.

—Entonces te has criado aquí —comentó Cooper. Dios, mira que estaba bueno, el tío. Me había pasado la cena intentando no mirarle para no meter la pata. Tiene novia, me recordaba constantemente…

—En cambio tu marido no, ¿verdad? —prosiguió Cooper y rompió mi ensoñación.

—Brandon empezó como fiscal adjunto en Seattle, pero ahora lo han ascendido a director de la División de Lucha Contra el Crimen de King County —expliqué—. Por entonces yo trabajaba de cocinera privada y, unos años después, me lancé al negocio de los chocolates. Hace dieciocho meses nos separamos y todavía estamos lidiando con el papeleo. Estoy pensando comprar su parte de la casa familiar.

Cooper me miró fijamente, como si esperara algo más, pero yo no pensaba continuar por ahí. Lo que hubiera pasado entre Brandon y yo no era asunto público y así debía continuar. Cooper debió de darse cuenta, ya que cambió de tema.

—¿Y cuánto tiempo hace que volviste a Hallies Falls? —preguntó.

—Como seis meses —respondí—. Volví a casa al morir mi madre. Mi padre no estaba bien y, cuanto más lo veía, más me daba cuenta de que no podría arreglárselas solo. Está llegando un momento en el que voy a tener que tomar algunas decisiones difíciles. Mi vida está en Seattle y allí todo el mundo me dice que debería llevar a mi padre a vivir a otro sitio y vender el edificio, o bien dejarlo en manos de alguna agencia inmobiliaria. Sin embargo, no me hago a la idea de algo así. Este lugar ha sido parte de mi vida durante tanto tiempo…

Cooper asintió con la cabeza, con aire pensativo.

—La lealtad es importante —señaló por fin—. Es algo que hay que respetar.

Le sonreí, sorprendida.

—Gracias —le dije—. No todo el mundo lo ve así.

—Sí, bueno, las opiniones son como los culos, ¿recuerdas? —comentó él—. Todo el mundo tiene la suya. A veces simplemente hay que desconectar el receptor.

—Exacto y eso es lo que estoy haciendo ahora —repuse—. Más pronto o más tarde tendré que decidirme, porque no puedo seguir manteniendo el negocio sin contar con una verdadera cocina industrial. Podría construir una en el sótano del edificio, pero es complicado, porque necesitaría al menos cinco años para amortizarla. Por suerte mis padres me transfirieron el título de propiedad hace años, así que no tengo que preocuparme si tuviera que liquidarlo, en caso por ejemplo de que mi padre necesitara cuidados a largo plazo.

—Eso está muy bien —comentó Cooper y por un momento me perdí en sus ojos, oscuros y expresivos. De pronto se lamió los labios y sentí que una ola de calor recorría mi cuerpo. Ardía en deseos de besarlo y después arrastrarlo hasta mi habitación y después…

—¿Tinker?

—¿Sí? —respondí, sin aliento, volviendo a la realidad.

—¿Dónde dejo la comida? —preguntó Cooper.

A paseo la idea de arrastrarlo hasta mi habitación. ¡Uf!

—Nada, llévatela a la cocina y déjala ahí, en la encimera —dije mirando a mi alrededor en busca de algo con lo que pudiera apuñalarme discretamente, a ver si así reaccionaba. Al menos no había sobrado mucha comida, así que me limité a cargar el lavavajillas mientras Cooper traía las cosas del jardín. Acto seguido, mi «hombre para todo» se apoyó en la encimera y observó cómo me disponía a lavar a mano los cubiertos de plata.

—¿Por qué no los metes en la máquina? —preguntó.

—Son herencia de mi abuela —respondí—. No quiero que se estropeen.

Cooper arqueó una ceja.

—¿Siempre utilizas cubiertos de plata para un picnic con platos de papel? —inquirió.

—Mi abuela siempre lo hacía —respondí, riendo— y me dejaba usar la porcelana buena para mis meriendas. Poner los cubiertos de plata me hace feliz, me trae recuerdos. En cambio, si pongo platos normales, lo único que consigo es darme más trabajo. ¿Puedes ir secando estos cubiertos?

—Claro —dijo él y agarró el trapo que acababa de lanzarle. No nos llevó más de diez minutos limpiar todo aquello, pero él permaneció casi pegado a mí durante todo ese rato. Cada minuto o dos, nuestros cuerpos chocaban y yo podía sentir su presencia impregnando el aire. Tenía los pechos duros y a cada rato notaba ráfagas de excitación que me hacían mover involuntariamente las caderas.

Terminamos demasiado pronto para mi gusto, o tal vez demasiado tarde. Durante todo aquel rato había permanecido como flotando en una ensoñación en la que él me besaba y me arrastraba para raptarme y poseerme —ya saben, como en las viejas novelas románticas en las que hombres y mujeres esperaban a que los raptaran y poseyeran en mansiones campestres lujosamente decoradas. Nuestro edificio pertenecía al estilo neotudor. Eso cuenta, supongo, ¿no?

Por fin nos quedamos quietos, mirándonos fijamente. Su mirada era intensa y, si alguna vez había jurado que alguien estaba por mí, esta vez estaba más segura que nunca. En aquel momento sonó su teléfono móvil. Cooper miró y frunció el ceño.

—¿Qué hay, Talia? —saludó y un cubo de agua helada se derramó sobre todas mis fantasías. Adiós a mi inminente rapto, estúpidos tudores, mira que darme esperanzas… Mientras él hablaba, me di la vuelta, simulando una súbita fascinación con algo que había en mi especiero. Oh, ahí está el eneldo. Nunca sobra el eneldo…

—No, no estaba haciendo nada de particular —explicaba Cooper al teléfono—. ¿Cuándo? Bueno, salgo para allá.

Cooper colgó mientras yo intentaba alcanzar el botecito, que estaba en el último estante. Lo ignoré deliberadamente, decidida a no reaccionar de ninguna manera a la conversación con su novia. —Qué patética, ¿verdad?

—Déjame ayudarte —dijo de pronto su voz junto a mi oído y me pilló tan de sorpresa que salté hacia atrás y aterricé sobre su cuerpo. Un fuerte brazo me rodeó la cintura para sostenerme, mientras el otro alcanzaba el bote de eneldo. Sentí como si mi cuerpo se fundiera entero sobre el suyo y mis pechos hicieron un serio esfuerzo por escapar de mi top al sentir contra mi espalda los poderosos músculos de su pecho. Algo que abultaba rozó mis posaderas. No se trataba de una erección en toda regla, pero el paquete estaba ahí, sin duda, y no era blando precisamente.

Se me puso la carne de gallina por todo el cuerpo.

—He disfrutado mucho de la cena —susurró Cooper muy cerca de mi oído—, pero ahora tengo que irme. He quedado con Talia. Aquí está tu eneldo.

Mi «hombre para todo» me tendió el bote y salió de la cocina.

¡Qué cojones…!

Miré por la ventana y vi cómo se subía a la moto. Un segundo después la puso en marcha y salió del aparcamiento con un derrape que lanzó gravilla como un espray. Todos los nervios de mi cuerpo estaban en tensión, tenía los pezones como dos piedras y mi ropa interior goteaba. Nadie me había hecho sentir así en la vida y, en lugar de quedarse a rematar la faena, se largaba con su novia.

Maldita zorra…

Me dolían los dedos y me di cuenta de que estaba apretando el bote con tanta fuerza que se me habían puesto blancos. Fruncí el ceño y lo lancé al cubo de la basura. ¿A quién demonios le gusta el eneldo, al fin y al cabo?