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Erik está junto a la orilla, hablando con los ingleses. En la primera chalupa han desembarcado ocho marineros. El que lleva la voz cantante, seguramente porque conoce el idioma, intenta hacerse entender mientras sus compañeros echan un vistazo a la zona. Ásmund no ha querido mezclarse en nuestros problemas, pero Erik le ha convencido de que nos deje hacer con la promesa de que les respetaremos a él y a los suyos.

—Parece que se entienden —susurra Tomás.

Observo la escena por la mirilla del establo. Noto las mejillas acaloradas y temo que el vaho que se escapa por nuestras bocas se escurra por las ranuras y llame la atención de los ingleses. Cualquier pequeño detalle puede delatarnos y arruinar el plan. Estoy agazapada junto a Jurgi y Tomás; don Pedro y unos treinta hombres más están escondidos en otro establo. El resto de los marineros se ha distribuido entre la casa principal y un pequeño almacén de útiles de pesca. Mis recuerdos vuelven a la emoción de la primera captura de la ballena. Tanto riesgo, tanto trabajo por el preciado saín y, en apenas una hora, todo quedó borrado. Parece que sucedió hace tanto tiempo… De nuevo siento que estamos unidos en un solo cuerpo. Somos un monstruo y la presa, esta vez, es el barco inglés. Erik continúa discutiendo.

—Tarda demasiado —comenta Tomás inquieto.

Los minutos se hacen interminables. Erik se quita la capa. Es el signo convenido para informarnos de que algo no va bien y de que tenemos que extremar la precaución. ¿Qué pasará?

—¡Malditos ingleses! —masculla Lope.

Erik les señala una planicie alejada de la casa principal para que se instalen. Hemos quedado que si no veía clara la posibilidad de negociar con ellos, intentaría conseguir que el máximo número bajara a tierra. Don Pedro se acerca a mí.

—Habla con el viejo —me pide—. Erik no podrá convencerles de que bajen si no perciben normalidad.

Me vuelvo a Ásmund que nos observa desde el fondo, acurrucado con su familia, sin perder detalle.

—Por favor —le suplico en su idioma—. Solo queremos volver a casa. Ayuda a Erik para que los ingleses entiendan que son bienvenidos. Debemos conseguir que desembarquen.

Ásmund es un viejo fibroso, de ojos sabios y carácter seco. Tendrá unos cincuenta años, pero se conserva en buena forma. Su mujer es más joven e intuyo que tiene un carácter fuerte.

—Todos sois extranjeros para mí. ¿Por qué debería poner en peligro a mi familia?

—Porque si hay una mascare todos podemos morir —le respondo.

Ásmund refunfuña impotente. Es un hombre muy religioso.

—Lo que ha hecho Ari Magnusson es una vergüenza para todos los islandeses —reconoce—. Pero no nos podemos mezclar.

—No te perjudicaremos —prometo—. Bastará con decir que colaboraste porque amenazaron a tu familia. Y Ari no se saldrá con la suya.

Mis hombres se impacientan. Don Pedro sigue la conversación muy atento. Si el hombre no colabora, el plan podría malograrse. Ásmund se vuelve hacia su mujer, buscando complicidad.

Poco después, Ásmund y su mujer salen de la casa y se dirigen hacia Erik y los ingleses con cántaros de hidromiel. Ningún reclamo mejor para animarlos a bajar que ofrecer una bienvenida generosa. En poco más de una hora, unos sesenta hombres, incluyendo al capitán, un hombre de mediana edad, de casaca roja y aspecto engolado, están preparando una fogata junto a la orilla. Nuestros miembros están entumecidos por la quietud. Don Pedro se pone en pie.

—Voy a intentar negociar. Iré solo —anuncia.

Le miramos sorprendidos. Ese no era el plan. Pero entiendo. Como yo, tiene escrúpulos. Es un hombre recto.

—No puede hacer eso, don Pedro —le pido—. Por favor, entiendo por qué lo hace, pero el resultado va a ser el mismo. Estoy convencida.

Los hombres nos miran alarmados. Don Pedro duda.

—Son marineros, como nosotros —explica el capitán—. Se merecen una oportunidad.

—Señor, no vaya —salta uno de sus hombres. Es un tipo de aspecto aterrador: sucio, de barba y pelo muy largo y negro, y fuerte complexión.

—Debo hacerlo —responde don Pedro con determinación.

Don Pedro es un hombre de honor. Es incapaz de jugar sucio, incluso cuando la supervivencia está en juego. Quizá es, de todos nosotros, el que menos ha cambiado. Pero tengo que hacer algo, o arruinará el plan.

—Somos gente de bien —continúa—. Debemos intentar una solución pacífica, o Dios nunca nos lo perdonará.

Algunos hombres están de acuerdo, pero la mayoría hace tiempo que se olvidó de Dios. Yo contemplo la posibilidad de detenerle por la fuerza si es necesario. En ese momento, la providencia se pone de mi parte y entra Erik. Al vernos a todos de pie, se inquieta.

—¿Qué sucede?

—Amigo, ahora que el capitán está en tierra, debemos intentar negociar —explica don Pedro.

—No conseguiréis nada, os lo aseguro. Esta es su segunda parada en tierras islandesas. En la primera han hablado con Ari Magnusson. Les ha prometido un rollo de vadmal por cada cinco españoles muertos y una temporada de pesca tranquila. Les ha contado que los españoles llevan todo el invierno saqueando granjas y asesinando a su gente.

Don Pedro queda impresionado con las noticias.

—¡Maldito! —exclaman los hombres.

—Y parece que se han tomado muy en serio el asunto —continúa Erik—. Han puesto un vigía en la loma de la derecha por si aparecéis. Ari y un grupo de sus hombres vienen de camino. Han quedado en encontrarse aquí porque están convencidos de que los españoles aparecerán, tarde o temprano. Debemos darnos prisa. Calculo que no tardarán más de un día.

Nos miramos abatidos.

—Las buenas noticias son que han accedido a pasar la noche en tierra —continúa Erik.

Me vuelvo hacia don Pedro. Todos lo hacemos, esperando que las noticias hayan servido para hacerle recobrar el sentido común.

—Está bien —accede consternado—. Seguiremos con el plan. En cuanto caiga la noche, atacaremos.

—Quedan doce horas para la noche. Ari podría estar ya aquí para entonces —indico.

—No podemos esperar tanto —dice Erik—. En cuanto empiecen a comer y a beber, deberíamos atacar.

Pasamos las horas siguientes en una espantosa tensión, observando las idas y venidas de los ingleses que se preparan para celebrar una gran cena. Ásmund les ha proporcionado dos buenos corderos que ya se están asando. Erik ayuda en los preparativos, al igual que la mujer de Ásmund y sus dos hijos adolescentes. Cuanto antes se pongan a comer, mejor. Comentamos entre nosotros que ninguno de los ingleses suelta sus armas. Está claro que nos esperan…

Las brasas de la hoguera se reavivan con turba y carbón después de sacar la gigantesca pieza de cordero. La brisa arrastra el olor del asado hasta nuestro escondite y la boca se nos hace agua. Nosotros apenas hemos mascado un poco de bacalao seco en todo el día.

—¡Por Dios, qué tortura! —se queja Peru Etxebarri—. ¿Por qué no vamos ya? A ver si hay suerte y nos queda algo.

Sonrío para mí. El olor del asado es un buen incentivo para luchar, sin duda. Pero debemos mantener la sangre fría.

—Porque ahora mismo no piensas más que en ese cordero —respondo.

Don Pedro asiente:

—Con la tripa llena y la cabeza aturdida de hidromiel, los ingleses serán más débiles.

—¡Malditos bastardos! Ojalá se les atragante —masculla Peru Etxebarri.

Observamos cómo la primera pieza de asado empieza a desaparecer. Los cuernos se rellenan de hidromiel varias veces. A este ritmo, la cuba que les ha ofrecido Ásmund no durará mucho. Los ingleses cantan, hacen chanzas, relajados. Nuestros ojos siguen atentos cada uno de sus movimientos. Siento calentura en la frente y la angustia me corroe. Mis sentidos están alerta. Ya no siento hambre, entumecimiento ni cansancio. Solo espero la orden de mi capitán. Erik y Ásmund se aproximan a la casa. Entran. Ásmund, muy serio y sin cruzar palabra, se dirige al fondo. Cuando salgamos, cerrará la puerta y él y su familia no volverán a salir hasta que todos estemos muertos o nos hayamos ido.

—Es el momento —anuncia Erik a don Pedro con un movimiento de cabeza.

Nos ponemos en pie. Monstruos dispuestos a todo. Erik se dirige al establo para que los hombres al mando de Esteban de Tellaría se preparen. Atacaremos a la vez. Un zumbido penetra mis oídos. Miro a mi alrededor, y veo los rostros de mis compañeros en tensión.

Salgo la última tras los gritos salvajes de mis compañeros que se abalanzan sobre los ingleses. No obstante el estruendo, oigo cómo la puerta de la casa se cierra suavemente y Ásmund pone la tranca. Nos imitan desde el establo y la cabaña.

—¡A por ellos! —grita don Esteban.

Nos abalanzamos convertidos en tétricas bestias. Somos superiores en número y en arrojo. Las primeras cabezas son degolladas sin apenas resistencia. Sin embargo, pasada la sorpresa inicial, los ingleses hacen uso de sus armas con valentía.

De repente, suena un cuerno. Nos toma totalmente por sorpresa. Erik señala al vigía inglés, todavía en la loma.

—¡Está avisando a Ari! —advierte Erik—. Vamos, hay que apresurarse.

—¡A las chalupas! —grito con todas mis fuerzas.

No es tan fácil. Los ingleses presentan batalla. El cuerno vuelve a sonar.

—¡Que alguien haga callar a ese inglés! —brama don Esteban sin dejar de luchar.

Yo me siento más viva y aterrada que nunca, porque jamás he tenido tanto que perder. Me defiendo. Ataco. Pierdo la cuenta de cuántos caen. No dispongo de un instante de tregua. Aunque sin aliento, me siento capaz de seguir. En cada estocada, con cada víctima, me voy perdiendo…

Poco a poco, me acerco a las chalupas en la orilla. Son seis. Suficientes para todos. La victoria es nuestra. Solo espero que los ingleses acepten la derrota y depongan las armas. Pero el capitán sigue en pie y no tiene intención de capitular. Don Pedro va a por él. Un golpe, y otro, y otro. Esquivo estocadas, acierto una y otra vez. La cabeza vacía, la mente concentrada en matar y sobrevivir. En algún momento, me sorprende la mirada de admiración de mi capitán. Recuerdo que soy mujer y me sorprendo yo misma de haber llegado hasta allí, haber sido capaz de sobrevivir en aquella tierra… no merezco morir ahora. Tengo que seguir adelante.

—¡Ari! —grita Jurgi—. ¡Mirad!

Me doy la vuelta. Por la ladera, a caballo, se aproximan a toda velocidad unos treinta hombres, perfectamente preparados para la ofensiva. Al mando, Ari Magnusson.

—¡A las chalupas, rápido! —ordena don Esteban de Tellaría.

Don Pedro sigue peleando con el capitán. Voy a ayudarle, pero Erik me detiene.

—Yo me encargo. Sube a la chalupa —me ordena.

—No. No me iré sin ti.

—¡Obedece, Amalur! Tus hombres no saldrán de aquí a menos que tú lo hagas. Si hace falta, yo puedo entretener a Ari cuando llegue.

Maldita sea. Tiene razón. Erik corre a ayudar a don Pedro, pero justo en ese momento, Pedro hunde su espada en el pecho del capitán inglés y ambos corren hacia la orilla.

—¡A las chalupas! ¡Corred! —grita don Pedro.

Los islandeses están demasiado cerca y nos alcanzarán antes de que los hombres terminen de embarcar en las dos últimas. Con espanto, ya montada en la barca, veo cómo Erik baja de la suya y se dirige a los nativos.

Grito su nombre y no me escucha. Intento levantarme, pero Tomás y Lázaro Bustince me agarran con fuerza.

—¡No puedes hacer nada, Mendaro! —oigo que me dice Tomás. Mientras los hombres reman, yo miro. El paisaje tras la batalla es desolador. Hay sangre, muertos y heridos por doquier. No queda más de una decena de ingleses en pie.

Ari y dos de sus hombres desmontan para encontrarse con Erik. Él baja la espada y se limpia la sangre del rostro. Uno de ellos se quita la capucha. No doy crédito a mis ojos. No es uno, sino una: Brynja. La mujer le abraza antes de que él pueda reaccionar.