19

Cuando regresaron a San Sebastián, Amaia insistió en que Asier la dejara en el paseo marítimo. Él le había propuesto cenar algo juntos, pues eran ya más de las ocho. Pero ella parecía tener otros planes o, al menos, prisa. En el trayecto de vuelta habían permanecido callados. Amaia, con la mirada perdida en el mar. Asier, con la suya revuelta. De repente se sentía distinto, lleno de historias desconocidas que habían hibernado durante años en su interior. Se asomaban a esa puerta unas extrañas criaturas desconocidas y al mismo tiempo familiares. Aquellos sucesos que Amaia le relataba no le eran tan ajenos. Con el rabillo del ojo, estudió a su enigmática musa. Se sentía pletórico, emocionado con algo que rozaba con las yemas de los dedos a tientas sin distinguir aún su forma. Asier aparcó en doble fila donde Amaia le indicó y sus ojos verdes se despidieron, incapaz de concertar una cita más allá de:

—Nos veremos un día de estos.

—¿Cuándo?

—Por ahora tienes más que suficiente para arrancar.

Sí, y no. ¿Qué historia tenía que contar? Aún no lo sabía.

—Quedemos mañana para ver el enfoque, y además ¿cuál es el tema? —preguntó apresuradamente Asier, intentando retenerla—. ¿Es una historia de amor, de ballenas, de qué? No sé adónde voy.

—El escritor eres tú —declaró ella con una sonrisa, y cerró la puerta.

Asier no había sentido tanto deseo por una mujer en su vida. Salió del coche tras ella.

—Espera, no te puedes ir así.

—Claro que puedo. Tú tienes mucho que hacer.

—Por favor, cena conmigo. —Esta vez Asier pudo oír el tono suplicante de su voz. Pero no le importó. Cualquier cosa con tal de retenerla.

—Vete a casa, Asier. ¡Y escribe!

Escribe mi historia y veremos si así él me encuentra porque tú eres mi último cartucho, pensó Amaia para sí. Pero no abrió la boca. No quería asustarlo. Se dio media vuelta y se alejó a paso presto hacia el Peine del Viento.

Asier la observó alejarse, sin comprender.

En la mirada de Asier había asomado otro. Había aparecido la chispa de Erik…, ¿sería posible?, caviló Amaia mientras caminaba hacia el final de la bahía. Cuando temes haber perdido para siempre, cuando crees que la soledad te perseguirá más allá de las reglas humanas creadas para olvidar que somos un número primo, el dolor se torna insoportable. No hay caldo, droga o evasión posible. Solo la muerte se presenta como incierta solución. El sueño de la razón solo produce monstruos, bien lo sabía ella, y la prueba de que los monstruos nos acechaban era patente en el orden mundial, en la infelicidad que la rodeaba. Años de saber, más allá de lo soportable, martilleando su cabeza sin descanso.

Amaia se sentó en las escaleras frente al Peine del Viento. Estaba oscuro, azotaba el aire, la humedad había vuelto líquida la atmósfera. Sin embargo, apenas lo notaba. Los recuerdos libraban una dura batalla en su interior. La absorbían, reclamaban que pusiera orden en el desconcierto. Aquella presencia de Erik en los ojos de Asier la había perturbado. Y sintió que su alma se escapaba por el horizonte, en permanente huida.

Su casa estaba callada y oscura. Asier dirigió la mano al interruptor pero se detuvo. Cerró la puerta tras él para observar en la penumbra. Las sombras yacían por doquier, bestias de papel sometidas a la luz que venía del exterior. Sintió su respiración, su yo, su cuerpo extraño en un mundo al que nunca había sentido pertenecer. Pensó en la escultura de Chillida peinando el viento, en el mar plomizo, agua metálica que se extendía hacia el más allá. También él había contemplado la idea del suicidio llevado por una existencia vacía. No habían sido la esperanza, ni los prejuicios, ni tan siquiera ese instinto natural de conservación de la especie los que le habían salvado. La razón para conservar la vida había sido la curiosidad. El deseo latente de saber qué vida era la suya y cuándo llegaría.