17
Cuando ya estaban en el coche, Amaia le dijo a Asier que, de regreso a San Sebastián, quería parar un momento en Deba. Asier conocía Deba desde niño, pues una tía abuela de su madre era de allí y hasta que falleció, cuando él contaba siete años, la visitaban todos los veranos y en Semana Santa. A la tía Tula le encantaba jugar al balón con Asier en la playa. La mujer no había sido jamás pretendida por varón alguno. Asier conjeturaba que sería lesbiana porque vivió toda la vida con María González, su amiga del alma y a la que declaró heredera universal. María solo le sobrevivió dos meses y dos días. En realidad, cuando la tía Tula murió ya apenas quedaba nada de su patrimonio, que había sido grande. María era hija única de un rico industrial de Neguri, y ambas habían disfrutado de la vida como si cada día fuera el último. Su casa estaba plagada de recuerdos de otras tierras, coleccionados en viajes en una época en que solo los muy privilegiados podían permitirse ese lujo. Al morir María, lo que quedaba fue donado a una asociación de madres solteras de la zona. Qué vida la de su querida tía Tula.
Asier se vio obligado a dar varias vueltas hasta conseguir aparcamiento en la zona recién habilitada por el ayuntamiento. Tras andar un trecho, se detuvo para contemplar la amplia playa, regalo de la bajamar. Amaia le cogió la mano, y él la sintió tan agradable y fresca que se dejó arrastrar hacia ella en el tiempo de un parpadeo.
—Vamos. Quiero que lleguemos hasta la desembocadura del Deba.
Asier asintió deseando que no soltara su mano. Y ella no lo hizo. Caminaron en silencio por el amplio paseo cuajado de enormes casas de vista privilegiada y amplias parcelas, como una pareja más. Amaia sentía muy cerca el cuerpo de Asier, y sonrió para sí: Asier escribiría una gran historia. Suspiró aliviada, ligera, ¿feliz? Inesperadamente, un pájaro se abalanzó sobre ellos. Asier lo apartó con un gesto rápido. Amaia vio cómo el pájaro de plumas grises, cabeza negra y patas y pico rojo sangre, desaparecía tras la hilera de casas, hacia el interior.
—Era un charrán ártico —balbuceó asustada.
—¿También sabes de aves? —preguntó sorprendido Asier—. A mí me ha parecido una gaviota. La típica gaviota blanca… ¡Vaya!
Amaia tenía un corte sobre la ceja derecha y sangraba. Al notar el tono alarmado de su exclamación, se llevó la mano a la frente. La sangre impregnó sus dedos.
—No es nada —la tranquilizó Asier sacando un pañuelo del bolsillo—. Está limpio. He heredado de mi madre la manía de no salir de casa sin llevar conmigo un pañuelo bien planchado.
—No era una gaviota. Era un charrán —repitió ella, visiblemente afectada.
Continuaron caminando hacia el final del adoquinado, donde el río penetraba en el mar. Ya no iban de la mano. Del agradable paseo anterior solo quedaba silencio, aún más evidente frente al bullicio festivo de los turistas. Cuando Amaia comprobó que ya no sangraba, le devolvió el pañuelo.
—No, por favor, quédatelo —le pidió Asier.
—Sería más correcto que lo lavara para devolvértelo limpio, pero no soy buena devolviendo cosas. Seguro que no quieres pasar sin él —insistió.
Asier pensó que era una excusa tonta, pero aceptó el pañuelo con naturalidad, intentando quitarle importancia al suceso.
Amaia señaló la entrada a la ría y continuó con su historia:
—Si Astigarribia nos había parecido un pueblo de importancia, Monreal de Deba nos dejó con la boca abierta. Aquí había fondeados enormes galeones y buques de alta borda para travesías comerciales y de pesca. El peligro de los ataques ingleses y daneses hacía que la preparación para la defensa fuera lo primero al pertrechar una embarcación. Entonces no lo sabía, pero luego aprendí que las expediciones solían contar con un seguro de siniestro que en ningún caso cubría la mercancía. De hecho, apenas protegía lo suficiente para que el armador no terminara en la bancarrota.
Datos, detalles…, los suficientes para que la historia empezara a respirar sin ahogarse.