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—Sé que estás despierta —dijo Asier al sentarse al lado de la cama de Amaia.

—No quiero verte.

—Venga, no seas niña —insistió él.

—Vete —pidió Amaia de malos modos, todavía con los ojos cerrados.

Asier se quedó mirándola muy preocupado.

—Pero ¿por qué?

—Porque no me crees y yo misma dudo ahora de todo lo mío.

Tras salir del hospital, Asier hizo casi corriendo el camino de regreso a casa. Caía el típico chirimiri de mediados de septiembre. El tiempo pasaba rápidamente. Pronto tendría que reincorporarse al trabajo. No podía seguir inventando excusas o lo perdería. ¿Qué iba a hacer? Su vida estaba más llena que nunca: dos mujeres, un psiquiatra, una historia apasionante, pero allí, luchando por avanzar a contracorriente de la riada de escolares que en ese momento salía del colegio, se sintió solo. Había pasado casi dos meses embarcado en una aventura irreal… pero ¿lo era? Izena duen guztia omen da, todo lo que tiene nombre existe, y él había puesto nombres a aquel mundo. De repente lo decidió: él «sería» únicamente en función de lo que sintiera. Y nadie le hacía sentir como Amaia. Tuviera sentido o no.

El repicar de su móvil le sobresaltó.

—Asier, soy Santiago —anunció la voz grave del psiquiatra al otro lado del teléfono.

—¿Ya sabes algo?

—No es ella. Los restos no corresponden con el ADN de su hermana.

Ambos se quedaron callados unos segundos.

—¿Y ahora qué? —preguntó Asier finalmente.

—¿La has visto hoy?

—Vengo del hospital. No ha querido desayunar. Y no quiere verme. ¿Vas a llamarla o quieres que lo haga yo?

—Prefiero ser yo el mensajero. No sé cómo se lo tomará. En un par de horas cojo el avión de regreso. Esta tarde estaré allí y hablaré con ella.

Asier colgó confundido. Era hora de hablar claro. Y mientras corría hacia el quiosco, imaginó cómo describiría el encuentro entre Amalur y Erik.