50
Tengo miedo. Sabemos que nos jugamos la vida. La naturaleza no está de nuestra parte y pelea con sus armas, mucho más poderosas que las de cualquier enemigo. Hace muchísimo frío y la nieve cubre por completo el paisaje desde hace más de una semana. Lo peor es la oscuridad. Hay muy pocas horas de día. El diablo quiere que muramos sin testigos ni posibilidad de rescate. La luz es cada vez más escasa y apenas nos quedan unos pedazos de salmón ahumado y dos pellejos de skyr para compartir entre los doce hombres que hemos sido enviados a interceptar desde lo alto algún pesquero retrasado que nos pueda llevar a casa. Ya no podemos estar lejos, pero las fuerzas nos abandonan. No hay lugar donde guarecerse. La ventisca de nieve azota sin tregua, diminutas e incansables espadas dispuestas a exterminar cualquier resquicio de esperanza. Al final, he ordenado montar al amparo de unas rocas una pequeña tienda. Nos hemos apiñado para darnos calor. Yo me encuentro entre Joan Urazandi y Jurgi pero no los siento. No siento nada. Solo frío. La sensación comenzó por los dedos de los pies y se fue extendiendo por todo el cuerpo hace horas. Descansaremos un rato y reanudaremos el camino. A estas alturas, ninguno de nosotros alberga esperanzas de que vayamos a encontrar barco alguno en la bahía, pero debemos intentarlo.
Don Pedro decidió que, a pesar de mi juventud, yo era la persona más indicada para estar al mando, por mi buen juicio y capacidad para comunicarme con los islandeses. Me gusta sentir que el grupo confía en mí o quizá es solo que la situación es tan negra, tan deprimente, que todo empieza a darles igual. No sé cómo acabó en mi expedición Martin Lurra, pero ahora está a mis órdenes y por una cuestión de supervivencia y de bien común, he dejado de lado el rencor. Me sorprende lo sencillo que me ha resultado. Como si el frío hubiera congelado mi odio.
El viento truena sobre el vadmal que hemos sujetado con unas lanzas lo mejor que hemos podido. Temo que una ráfaga pueda arrancarlo de cuajo en cualquier momento. Nuestros alientos sobre la tela que está apenas a ras de suelo, lo justo para cubrirnos, forman una fina película de condensación. De vez en cuando caen gruesas gotas sobre nuestros rostros. Todos callan. Nadie duerme. El frío intenso lo hace imposible.
—Debemos continuar —anuncio—. O moriremos aquí helados.
Los marineros están de acuerdo.
—Cerca del mar, la temperatura será más suave —pronostica Mikel de Justía.
Los marineros asienten esperanzados y nos preparamos rápidamente para partir. Sin embargo, no todos están de acuerdo con el plan. A mí todavía me extraña que acepten mi autoridad cuando la mayoría cree que no soy más que un muchacho imberbe.
—Mendaro, ¿no deberíamos antes comer algo? —sugiere Larramendi.
—Cuando alcancemos la bahía —respondo con aspereza.
Mi respuesta causa revuelo. Yo soy la encargada de gestionar los escasos víveres que nos asignaron en el campamento. Uno de los hermanos Vázquez, el menor, no se conforma.
—No dormimos, no comemos. Necesitamos reponer fuerzas. Deberíamos decidirlo entre todos —dice Luis con un tono amenazador que pronto es secundado por la mayoría de los marineros.
Pero yo me mantengo firme.
—He dicho que no. Podemos aguantar un poco más.
—Hablas por ti —responde el joven con desesperación.
—Si comemos lo poco que tenemos, es muy posible que no lo consigamos —le amenazo dando un paso en su dirección.
A regañadientes, aceptan mi juicio. Siento un gran alivio al comprobar que todavía son capaces de razonar, y temo el momento en que ya no lo hagan.
Nos ponemos en camino. Si intentar dormir resultaba insufrible, la marcha resulta un auténtico infierno. El viento, helado y terco, azota con violencia. Ascendemos por una montaña escarpada con la esperanza de que al otro lado se encuentre ya la bahía. Observo continuamente el terreno, intentando encontrar el paso menos difícil, pero no hay demasiadas opciones. El frío intenso endurece las articulaciones y nos obliga a reducir el paso.
—¡Por Dios bendito, moriremos congelados! —clama Lope.
Los hombres desfallecidos intercambian miradas entre sí. Algunos de los más jóvenes, como Mikel, son incapaces del más mínimo esfuerzo extra y tienen la mirada cuajada sobre la senda que conduce a una muerte segura. La oscuridad sobre la nieve, con su suave resplandor, resulta hipnótica, una llamada a la capitulación. Solo un milagro puede salvarnos. Suplico a Dios que nos ayude. Soy responsable de estas personas. Aceptar el mando me convirtió en su protectora, y no sé qué prometer, qué ofrendar a Dios a cambio de nuestra vida. ¿Cuál sería el sacrificio justo por mi parte? Ya no me importa regresar a casa, ni vengar mi violación. ¿Erik? Ahora mismo puede que sea el enemigo. Lo único que puedo prometerte, Señor Dios mío, es renunciar a mi libertad. Dejar de ser un hombre, y aceptar las consecuencias que ello tenga sobre mi futuro.
Al rato, me fijo que entre unos riscos algo humea. ¿Será posible? Compruebo que no se trata de un espejismo y bendigo a Dios con toda mi alma.
—¡Mirad! ¡Allí! —exclamo, señalando el humo.
—¡Es el diablo que viene a por nosotros! —grita horrorizado uno de ellos.
Y el pánico cunde entre el grupo que se abalanza en dirección opuesta al humo.
—¡No! ¡Deteneos! —ordeno con una voz que se sobrepone al viento y al miedo de los marineros—. ¡Solo es una poza! ¡Venid!
Los hombres se detienen y me observan sin entender. Yo me acerco a los riscos. En efecto, es una poza de agua termal de unos tres metros de largo por dos de ancho. Alabado sea Dios. Me vuelvo al grupo.
—¡Acercaos! ¿Cómo pensáis que los islandeses sobreviven en estas tierras?
Poco a poco se aproximan. Observan el agua que mana del interior de la tierra con curiosidad y suspicacias. Líquenes verdosos cubren la mayor parte de la superficie.
—¿Qué hay ahí dentro? Huele a aliento de diablo —pregunta Salvador de Larramendi.
Sus rostros pávidos y sorprendidos reflejan con claridad quién es quién. La mirada de Martin Lurra termina con mis dudas. Ha llegado el momento. Empiezo a desnudarme ante la mirada atónita de mis compañeros.
—Esta agua nos va a salvar la vida. Necesitamos calor para seguir.
Nadie se anima a imitarme.
—Se ha vuelto loco —masculla Mateo incapaz de contenerse.
Yo sé que es el momento de cumplir mi promesa y lucho por desprenderme de cada prenda. Mis dedos, helados como témpanos, no me facilitan la tarea. Por fin llego hasta la faja, y la suelto. Los hombres no dan crédito al verme en cueros. La mayoría parece haber visto un fantasma. Algunos incluso se frotan los ojos.
—¡Es una mujer! —murmuran atónitos—. ¡Aquí hay magia! ¡Magia negra!
—No hay magia ninguna. Me llamo Amalur Mendaro y sí, he llegado hasta aquí vestida de hombre.
Martin Lurra palidece y tiene que apoyarse sobre un compañero para no desmayarse.
—Tú, eras tú… —murmura. Sostengo su mirada mientras me introduzco en el agua. Quiero que comprenda lo poco que aquello ya me importa. El placer del calor hace palpitar mi corazón y mi piel, dolorida por el frío, se revela. Por un instante, creo que no podré soportar la intensa temperatura, pero poco a poco, las ganas de vivir van rompiendo la telaraña de hielo que atenazaba mi cuerpo. Los hombres no pueden apartar la mirada de mí, maravillados.
—Tiene que ser una bruja —dice Joan Urazandi, uno de los balleneros de Martín de Villafranca, que peina canas y es conocido por su devoción a la Virgen del Carmen.
—Entonces no deberíamos entrar ahí. Esa agua puede matarnos.
Cierro los ojos y disfruto el contraste térmico con mi conciencia tranquila y liberada mientras ellos confabulan.
—¡Yo no entro!
—¡Tonterías, si ella está dentro! Yo estoy helado.
—¡Es una bruja! Ninguna mujer hubiera podido sobrevivir a este viaje. La hemos visto cazando ballenas, despedazando su carne, armando toneles, ensartando a dos hombres con una lanza. ¡Por Dios santo!
—¿Cómo es posible? ¿Una mujer a bordo? Ella ha sido la gafe.
—¡Vamos a morir por su culpa!
Creo que ya he oído suficientes tonterías. Por primera vez en mi vida, siento que no tengo ningún miedo de esos hombres tan hombres en su tozuda ignorancia.
—¡Os salvaréis si me hacéis caso, idiotas! —exclamo desde la poza.
Se hace un silencio que es al instante cortado de cuajo por el viento intenso. Mi cuerpo ha revivido por completo y disfruto de una fuerza nueva, extraordinaria.
—¡Entrad ahora mismo en la poza si no queréis morir congelados! —ordeno—. ¡Solo intento que viváis!
Peru Etxebarri, Mikel de Justía y los hermanos Garai son los primeros en desnudarse. Son los más jóvenes, ninguno pasa de los veintidós años. Lo hacen apresuradamente. Al introducirse lanzan gritos de dolor y placer, y maldiciones de todo tipo, ante la mirada atónita y temerosa de sus compañeros. Se sitúan los cuatro juntos, a una distancia respetuosa de mí. Me alegro de que el cirujano no se encuentre en nuestro grupo. Hubiera pasado un mal rato.
—¡Entrad, no seáis cobardes! Mendaro tiene razón.
Poco a poco todos van entrando en la poza, escudados unos en los otros, lanzando miradas suspicaces en mi dirección. Cuando han entrado en calor, y el rubor sube a sus mejillas, se dan cuenta de que Martin Lurra sigue de pie ante la fosa, sin dejar de mirarme.
—¡Vamos, Lurra! ¡Esta agua es capaz de revivir a un muerto! —le gritan alborozados.
—¿Eres real? Eres tú, ¿verdad? —pregunta con la voz temblorosa y el rostro desencajado.
—Sí —respondo—. Y que sepas que, si hubiera querido, ya te habría matado.
Mi oído es capaz de percibir los latidos acelerados de su corazón y, si en mí aún había algún resquicio de deseo de venganza, queda colmado y desbordado ante su pasmo y su vergüenza.
—Desnúdate y entra en la poza —le ordeno con dureza.
Los marineros nos observan perplejos. Martin Lurra continúa inmóvil. Su mandíbula empieza a temblar y sus pequeños ojos enrojecen como si fuera a romper a llorar. Ninguna lágrima corre por su rostro. Conmocionado se deshace de la ropa y entra en la poza con la cabeza gacha. Ojalá jamás la volviera a levantar. Mateo Vázquez, extrañado, le ayuda a sentarse.
—¿Qué te pasa, hombre? ¿La conoces?
Martin Lurra baja la cabeza, incapaz de responder. Así que lo hago yo:
—Me conoce lo mismo que vosotros —respondo con dureza.
Los hombres se vuelven hacia mí. Peru Etxebarri carraspea.
—Y ahora ¿cómo vamos a llamarte? —me pregunta el grumete Joanikot maravillado.
—Ya os lo he dicho, me llamo Amalur Mendaro —repito.
—Ella no puede seguir estando al mando —dice Joan Urazandi. Es medio gascón y tiene fama de mujeriego y orgulloso. Camina con la espalda muy estirada, llevando su hombría como un estandarte.
Antes de que se pongan a discutir, tomo las riendas:
—¿Por qué? —pregunto en tono amenazador, incorporándome. Mi pecho desnudo les hace sentir muy incómodos y la mayoría mira para otro lado.
—¡Eres una mujer! Yo no acepto el mando de una mujer.
—Acabo de salvarte la vida —le recuerdo.
Los hombres se miran entre sí a través del denso humo de la poza.
—Pero si alguien se siente más capacitado que yo, adelante. Puede tomar el mando…, eso sí, si consigue el apoyo de la mayoría.
Joan Urazandi no se da por vencido.
—Yo mismo estoy más preparado que una mujer —anuncia con altanería volviéndose a sus compañeros—. Y apoyaré a cualquiera antes que a ella.
Parlotean. Ninguno se manifiesta. Joan Urazandi los mira asombrados.
—¿Qué os pasa? ¿Vais a aceptar órdenes de ella? Decid algo, ¡no seáis cobardes!
Mikel de Justía carraspea y toma la palabra.
—Yo no quiero la responsabilidad del grupo. El capitán le dio el mando a Mendaro y, por ahora, seguimos vivos.
Respiro aliviada. Me la he jugado. Agradezco el apoyo de Mikel. Por ellos y por mí. Aun a riesgo de que Dios me condene por prepotente, dudo que ninguno de ellos pueda hacerlo mejor que yo.
Joan Urazandi maldice para sí. Los demás callan. Solo se oye el borboteo del agua.
—Bien, cuando recuperemos el calor seguiremos —les informo como si nada importante hubiera pasado.
Poco después, con el cuerpo caliente, revivido por la fuerza del interior de la tierra, nos ponemos en camino. Sé que llegaremos a la bahía. Dios me ha dado un respiro. Vuelvo a ser mujer. En mi verdadera piel me siento extrañamente mucho más fuerte y ligera, y, al menos mientras dure esta aventura, igual a los hombres. Mientras camino por la nieve, vuelve Erik a mis pensamientos. ¿Por qué desaparecieron todos los nativos tras el hundimiento? Los capitanes creen que los islandeses no quieren mezclarse en nuestros asuntos, pues supondría un gran esfuerzo alojarnos y alimentarnos a todos. Por eso han desaparecido. En fin, nosotros partimos poco después de la pérdida de las naves. Don Pedro organizó un grupo pequeño de entre los hombres más jóvenes para que yo quedara al mando sin incomodar a marineros de más experiencia. Han pasado dos días completos. A estas alturas, Ari habrá pagado su deuda y estarán negociando algún tipo de arreglo, un plan alternativo por si no conseguimos un barco que nos pueda llevar de regreso. Nosotros salimos del campamento con las provisiones justas para hacer el camino de ida hasta la bahía del norte. No había mucho más. Estamos a punto de acabarlas. Temo que si no encontramos un barco, va a ser difícil regresar al campamento.
Miro a mi alrededor. Un vasto paisaje de blanco me rodea. Somos demasiados. Aquí no hay animales que cazar, excepto pescado, y en pleno invierno, incluso eso será imposible. No sé adónde han ido a parar los eideres y los famosos zorros árticos. ¿Encontraremos alguna expedición que nos lleve de vuelta? El oficio de sobrevivir se impone.